Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
https://nmt.academia.edu/RafaelLara
Desde Comala siempre…
II. …Al archivo suprimido
…aunque te estés muriendo no conocen tu dolor…
Para el cometido de una crítica historiográfica, convendría referir tres momentos claves en la vida de Miguel Ángel Espino: indigenismo artístico (1880-1931), 1932 (Cuadro I y III) y el martinato (1931-1934; 1935-1939; 1939-1944), ante todo en su término. El primer evento recortó la publicación de su libro inaugural —“Mitología de Cuzcatlán” (1919)— durante la segunda década del siglo XX. El segundo demostró la alianza anti-comunista del indigenismo y el martinato; el tercero, su idea pacifista para el cambio de régimen luego de su colaboración.
Mientras aún ahora se celebra el auge de una literatura monolingüe y su exaltación nacionalista del indígena, siempre se acalla la falta de denuncia ante la expropiación de las tierras comunales. De la “Revista del Ateneo” (1912) a Alberto Masferrer, “En Costa Rica” (1913), se conjeturó el obstáculo a “la ruta indefinida del progreso” (Ateneo). Sin olvidar la cuestión jerárquica “de raza”, juzgada vital al desarrollo: “entre ellos (costarricenses) y nosotros (salvadoreños) hay la diferencia sustancial de raza” (Masferrer). De “la sangre” misma —Espino presuponía en “Mitología de Cuzcatlán” (1919)— emanaba una “psicología propia” y la “historia de la nación” en un determinismo biológico severo. Su causa rígida eludió mencionar la ley de extinción de ejidos —el colonialismo interno— para culpar a España del descalabro varonil de lo indígena: la extinción de “los elementos viriles”.
El patrimonio étnico cobró su sentido etimológico al proclamar que “por las mujeres no se pudo transmitir la herencia”. Desde la Colonia, la raza y el género se anudaron para degradar lo indígena que Espino anhelaba vindicar, acallando la falta de lengua y de las tierras recién confiscadas. Este silencio lo prolonga la segunda edición de “Hombres contra la muerte” (1947), como si la reforma liberal de los países independientes la dictara la misma sumisión colonial, jamás interrumpida.
Siempre se encubre que los mayores escritores indigenistas de 1880 a 1931 se negaron a transcribir las lenguas indígenas de El Salvador. Por ello, “la mitología de Cuzcatlán” siempre fue escrita en castellano, ya que se inventó un
indígena sin lengua materna. Despojado de todo zoon logos ejon (animal dotado de lenguaje) y de todo zoon politikon (animal político), el indígena carecía de un idioma propio que le otorgara una episteme particular y se hallaba desposeído de sus antiguas tierras comunales. Por esta omisión, las historias literarias celebraron 1882 —auge modernista, Francisco Gavidia y Rubén Darío— en silencio del drama indígena: sin tierra comunal ni lengua que afectase la nación letrada.
Sólo la lectura surrealista reconocería la intersección —el azar objetivo— de dos eventos contemporáneos sin diálogo explícito. El ascenso modernista de la ciudad letrada y el descenso de la comunidad indígena despojada de sus tierras ancestrales. El día y la noche se sucedían del amanecer y eal atardecer, unidas en la totalidad que el análisis separaba. Las vías paralelas —hecho y percepción; estado y nación— sólo se juntarían en “el jardín de los senderos que” no “se bifurcan”. La poética —en su llamada ficción— anuncia la manera en que la subjetividad cultural siempre encubre los hechos de palabras.
Tal dualidad sería el enmarque histórico que inauguró la antesala a 1932: celebrar lo indígena sin tierras ni idioma en una nación mestiza monolingüe (véanse todas las antologías e historias del siglo XX). Si la actualidad lo llama “el 32” —eliminación de lo indígena y su lengua— esa doble tachadura que le antecedió quedó en silencio. Nadie denunció las leyes de expropiación de ejidos —percibidas como modernización del país—; casi nadie transcribió la mito-poética indígena en su lengua original (remito a mi libro “Siete/Chicôme estudios náhuat-pipiles”, 2017).
Con el hondo deseo de equivocarme, ojalá pronto se restituyan las múltiples denuncias de modernistas, regionalistas e indigenistas ante el agravio de una comunidad indígena sin sustento terrestre. Además, ojalá en breve se publiquen los documentos transcritos en chortí, náhuat, lenca, etc. que demuestren el compromiso literario con el indígena vivo, de 1880-1931 o, antes aún, desde la independencia. Tal vez la “reforma agraria” (1935) —celebrada en pintura por Pedro Ángel Espinoza— completó ese anhelo de tierras que aún ahora se elogia; el trabajo de María de Baratta y de Tomás Fidias Jiménez, la voluntad por rescatar la lengua materna (Cuadro II).
En segundo lugar, debe anotarse la discrepancia temporal entre 1932 y “el 32”. Si para el caso de Espino lo demuestra el recorte anterior del “Diario Oficial” (Cuadro I), para otro personaje ilustre —Salarrué (1899-1975)— lo verifican los dos volúmenes de “Obras escogidas” (1969-1970). El primer escritor se desempeñaba en el servicio diplomático; el segundo, junto a Francisco Gavidia, en el homenaje estatal a Goethe y al Padre Delgado, en la Universidad de El Salvador (1932) al iniciar una nueva “política de la cultura” (véase: “Torneos universitarios”, 1933).
Según el editor de Salarrué —Hugo Lindo— “el 32” no existía como categoría histórica clave que deslindara épocas en la producción literaria del país ni, en particular, del autor a quien prologa. Se reitera, “el 32” aún no existía en la consciencia histórica del compilar y prologuista, salvo en su estilística de “precisión geográfica”: “…eran los días rociados de ceniza del gran alzamiento de los Izalco…”. Nótese que el simple anuncio no denunció sino la textura artística del cuento, esto es, “el nombre de la rosa sin rosa”. Parecería que se manifiesta un choque interpretativo entre el presente (el 32) y el pasado (1932). Se anhela proyectar la visión actual hacia los actores pretéritos sin justificación (véase: “Masculinidades salvadoreñas”, 2017, “De 1932 sin el 32’ para las novelas de Lindo que hablan de 1932 sin referir “el 32”).
Por ello, en tercer lugar, si resultaría justo afirmar que en “Hombres contra la muerte”, Espino imaginó la caída pacífica de Martínez en 1944, en 1932 desempeñaba una misión oficial en defensa del presidente (Cuadro I). Quien imaginara el pacifismo del 44 —en el laboratorio de su novela— en 1932 representaba a Martínez en su futuro proyecto indigenista (Cuadro III). Otro periódico salvadoreño —“El Día”, 4, 9 y 23 de febrero de 1932— verificó que, junto a Juan Ramón Uriarte (“”, en ), Espino se disponía a defender el régimen en la capital mexicana, antes de dirigirse a Guatemala a proseguir el apoyo intelectual (véase: “Balsamera bajo la guerra fría”, UDB, 2009).
Todo ello lo realizó en nombre del indigenismo que hoy se alaba al confundir la imagen y la palabra con lo Real (véase O. Mejía Burgos, “Aliados con Martínez” (2015), para el “Grupo Masferrer”). De nuevo el fin justificaría los medios: crear una obra indigenista de prestigio, pese a su filiación con el poder militar, esto es, “el 32” sin 1932. Entre el hecho y su narración —“aquel año de 1932”— se interpuso la distancia temporal de quince años, aun si a menudo se confunda la fecha en el relato (1932) y la fecha del relato (1947), esto es, “el 32” equivale a 1932 en la lejanía. Su mezcolanza ingenua todavía anuncia la indistinción entre las palabras y las cosas.
Reiterando, el propio Espino verificó la distancia temporal de 1932 al 32 en la segunda versión de “Hombres contra la muerte” (1947). Sólo luego de la caída del dictador se permitió narrar la matanza y nombrar a Farabundo Martí, en ilusión histórica de referencia inmediata. Empero, a la vez, acusó la revuelta, de manera indirecta, ya que la violencia expresaba el autoritarismo, paradójicamente, el mismo sistema estatal que enmarcó su vida y obra. Del silencio ante la tragedia —revuelta y matanza—Espino también inculpó a la Universidad Nacional de El Salvador en 1935 —“la Universidad calló”— a la cual instaba a adoptar una posición nacionalista al “rebatir…las ilusiones marxistas”.
Por último, fuera de la ciudad letrada, hacia el pueblo de Huitzapan —Santo Domingo de Guzmán— la tradición oral reciente confirma la oposición a ambos frentes armados de la revuelta: ejército y “comunistas” (véase: “Titajtakezakan”, 2018). Gracias a la intervención celeste (ikajku) de los Santos Patrones, sus devotos quedaron absueltos de esa doble intervención, considera ajena a su proyecto local. A desglosar en un libro porvenir —“Recordar la diferencia” (UDB, 2109)— este testimonio anuda tres esferas que el pensamiento occidental escinde sin percatarse de su doble enlace. El saber (mati) objetivo presupone un conocimiento o saber visual (ix-mati) inmediato, al igual que otro saber cordial (yul-mati) que lo vincula a la creencia. El ideal científico anularía la “pre-historia de la vivencia” directa al vindicar un saber sin un conocimiento y presumiblemente, un saber sin creencia. A la derivación náhuat del saber-conocer-creer —mati, ix-mati e yul-mati— las ciencia sociales opondrían la separación tajante. “Lo sé pero lo desconozco; lo sé pero no lo creo”, viceversa. “Lo creo aunque no lo sepa; lo conozco sin saberlo”. Quizás la paradoja actual rezaría. “A ciencia cierta sé los hechos que desconozco y no creo” vs. “sólo sé los hechos que conozco y creo”. La ciencia, la conciencia y la vivencia forman una trinidad pre-teórica desdeñada.
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