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También el soberano debe respetar la Constitución

Por Leonel Herrera*

No sólo las y los funcionarios públicos están obligados a cumplir la Constitución, sino también todos los ciudadanos y ciudadanas Es más, la ciudadanía no sólo tiene la obligación de respetar la Constitución, sino que también tiene un mandato adicional: restablecer el orden constitucional cuando éste haya sido alterado, para lo cual el Artículo 87 establece el derecho del pueblo a la insurrección.

Por tanto, es absurdo y ridículo que Nayib Bukele y los cómplices de su reelección inconstitucional se quieran lavar las manos y descargar en el electorado la responsabilidad, argumentando que “el pueblo es el soberano y será quien finalmente va a decidir” su continuidad o no en el cargo.

Este mismo estribillo han repetido el vicepresidente y también candidato ilegal Félix Ulloa, magistrados del Tribunal Supremo Electoral y todos los replicadores de la narrativa oficial, desde los diputados hasta los youtubers. Como Poncio Pilato, el presidente y sus secuaces quieren evadir su responsabilidad como violadores de la Constitución y hacer que las y los votantes carguen con esa culpa.

Así que el soberano también debe acatar plenamente las disposiciones constitucionales, en este caso la prohibición de la reelección presidencial continua. Ojalá que en este momento de “silencio electoral” la ciudadanía reflexione sobre las graves implicaciones de que también el propio pueblo viole la Constitución.

Quienes voten por Bukele faltarán a su obligación de respetar la Constitución y de hacer que los funcionarios la cumplan. La población debería romper en las urnas el círculo de violación constitucional que iniciaron Bukele, Ulloa, la Sala Constitucional impuesta y el “Tribunal Sumiso Electoral”, en vez de completarlo. Los electores de Bukele y Ulloa quedarán consignados en la historia como violadores de la Constitución.

La ciudadanía también debería reflexionar sobre otras consecuencias de elegir a Bukele, Ulloa y Nuevas Ideas, más allá de las implicaciones constitucionales. En un artículo para la revista digital Gato Encerrado planteé tres desastres nacionales que traería la reelección de Bukele y los comento también aquí para los lectores y lectoras de Diario Colatino:

La primera es la “catástrofe democrática”. El régimen bukelista iniciaría una fase abiertamente dictatorial: se confirmaría el fin de la separación de poderes y el control de la institucionalidad estatal desde Casa Presidencial sería aún más férreo, se fortalecería el militarismo y la represión entraría en acción cuando la propaganda ya no funcione y la gente exija soluciones verdaderas a los problemas que le afectan.

El sistema judicial sería aún menos independiente, se restringiría más la libertad de expresión, habría cierre de ONGs y aumentaría la persecución contra medios, periodistas, activistas, políticos y cualquier ciudadano que el régimen considere “opositor”, “enemigo” o que simplemente no se someta a sus designios.

Un primer sector arrasado podría ser el de veteranos y ex combatientes, que ya sufrieron el cierre del Fondo de Protección de Lisiados (FOPROLID) y pronto también el Instituto Administrador de Beneficios de Veteranos y Excombatientes (INABVE). La criminalización del pasado guerrillero, en la acusación contra los líderes ambientalistas de Santa Marta y ADES, podría ser la justificación jurídica para dicha ofensiva.

Con una nueva mayoría en la Asamblea, el régimen terminaría de modificar todo el marco jurídico nacional para adecuarlo a su estilo de gobierno intransparente, autoritario y represor. Este proceso culminaría con modificaciones profundas a la Constitución, que aprobaría la legislatura saliente y ratificaría la próxima gestión parlamentaria.

Entre los cambios más relevantes estarían eliminar la prohibición de la reelección presidencial continua, otorgar súperpoderes al Presidente de la República, asignar un rol beligerante a la Fuerza Armada y desaparecer instituciones creadas por los Acuerdos de Paz de 1992, especialmente la Policía Nacional Civil (PNC) y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos (PDDH).

La segunda catástrofe sería la económica. El Salvador seguirá siendo el país de la región con menos crecimiento económico y menor inversión extranjera; el endeudamiento público superaría el 100% del PIB; y la pobreza, desempleo, bajos salarios, falta de pensiones dignas y el alto costo de la vida seguirán aumentando.

Esta catástrofe podría acelerarse con la crisis de las finanzas públicas y un ajuste económico que afectaría a los sectores populares y capas medias, sobre todo si los acuerdos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) incluyen aumento del IVA, nuevos impuestos al consumo, eliminación de subsidios y reducción del gasto público que se traduzca en menos fondos para salud, educación y otras áreas sociales.

Estas medidas, incluso, podrían aplicarse sin que las pida el FMI, pues -para no afectar los intereses oligárquicos- el régimen podría profundizar la regresividad y la injusticia tributaria gravando aún más a la población consumidora y asalariada, en vez de hacer una reforma fiscal progresiva donde “paguen más quienes tienen más”.

El caos sería mayor si, al no conseguir financiamiento externo, el gobierno se termina el fondo de pensiones y obliga a los bancos a comprarle más deuda. Sobre lo primero, a finales de diciembre el gobierno tomó otros 1,000 millones de dólares de las AFPs; y sobre lo segundo, Hacienda ya no puede pagar a tiempo la deuda de corto plazo y obligó a los bancos a ampliar los plazos de dos hasta siete años.

Como resultado de estas medidas, las y los jubilados se quedarían sin sus pensiones y el dinero de los ahorrantes podría no estar disponible (la frase “corralito financiero” entraría al vocabulario salvadoreño). Incluso, ante un déficit extremo de ingresos públicos el régimen podría crear algún mecanismo para tomar dinero de las remesas.

Y la tercera sería la catástrofe ambiental. El deterioro ecológico del país es grave: los ríos están más contaminados, los promontorios de basura permanecen en todos lados y el gobierno ha dado rienda suelta a proyectos urbanísticos que destruyen ecosistemas en la cordillera El Bálsamo, volcán de San Salvador, Lago de Ilopango, zona costera, etc. Bukele no firma el Acuerdo de Escazú porque es “un obstáculo para el desarrollo”.

Sin embargo, el acabose sería la minería metálica, la más contaminante de las industrias extractivas, podría acabar con el agua, el medioambiente y la continuidad de la vida. Los proyectos mineros están proscritos por una ley aprobada en 2017; pero este gobierno ha dado claras señales de querer reactivarlos.

En mayo de 2021 El Salvador se incorporó a un panel internacional que promueve la minería metálica y en octubre del mismo año se aprobó una nueva Ley de la Dirección de Energía, Hidrocarburos y Minas, que incluye minería metálica. A esto se suma la presencia de personas extranjeras (peruanas y chinas) que buscan comprar o alquilar terrenos con potencial minero en San Isidro y otros municipios de Cabañas.

El año pasado el Ministerio de Economía habría destinado 4.5 millones de dólares para “revisar y actualizar la ley que prohíbe la minería”; sin embargo, hasta esta fecha se mantiene en secreto el resultado de dicho proceso. En este contexto se da el proceso penal contra los ambientalistas antimineros de Santa Marta y ADES.

En un país como El Salvador  -territorialmente pequeño, densamente poblado y con un creciente “estrés hídrico”- la minería de metales es inviable por, al menos, tres razones. Una es la destrucción del paisaje natural y  los ecosistemas, ya que cuando los minerales están dispersos en cantidades microscópicas se necesita derribar montañas y procesar toneladas de roca para conseguir pequeñas cantidades de metales.

Otra es el uso intensivo del agua para lixiviar los minerales y separarlos del resto de la roca. En la mina El Dorado Pacific Rim iba a utilizar 11.5 litros de agua por segundo, es decir: unos 900 mil litros diarios. En Valle de Siria, Honduras, una mina de oro y plata secó 19 de los 23 ríos que habían en la zona.

Y finalmente el uso de cianuro, químico capaz de matar en segundos a quien ingiera una cantidad equivalente a un grano de arroz y que las mineras utilizan en grandes cantidades. A esto se suma el “drenaje ácido” producido cuando los metales pesados son removidos de su estado natural y entran en contacto con el agua o el aire, como todavía existe en La Unión, donde operó una mina hace más de 100 años.

La magnitud del desastre ambiental generó un consenso nacional que permitió prohibir la minería de metales. Pero eso parece no importarle al autócrata que busca la reelección, a pesar del peligro de muerte que esta nociva industria representa para el agua, los ecosistemas y la población misma.

*Periodista y activista social.

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