Javier Alvarenga
Escritor y fotoperiodista
El viento sopla con un susurró fresco, las nubes se desplazan a paso lento, las sierras se empiezan a dibujar en tres planos diferentes, el sol brilla con su esplendor matutino de domingo, entre ese pequeño casco urbano, la calle asfaltada encamina al mayor punto de convergencia de Chalchuapa, (Distrito homónimo de Santa Ana)
Las personas caminan entre el adoquín, la primer parada la «Yuqueria Maela» resguardada en las paredes verdes y amplio techo, en la que se consume la mejor yuca tradicional, elaborada por oriundos del lugar, vecinos eternos del imponente sitio arqueológico de nombre El Tazumal.
Una imponente pirámide de piedra tallada entre la verde grama que se rejuvenece con cada mañana, como no hacerlo, si era el lugar donde nuestros ancestros hacían sus más grandes rituales, en la que se comunicaban con el sol, el fuego y la luna, con el dios de la cosecha y la fertilidad.
En el aire aún se respira ese misticismo, entre las ventas de figuras de barro, en las que se encuentran los rostros personificados de las deidades ocultas de nuestro glorioso pasado, conviviendo discretamente con nuestro mestizaje en las manos agrietadas de los artesanos.
En la mirada amable de la anciana que me saludo en la puerta del lugar, encontré resumida nuestra distinguida herencia, no solo en las imponentes edificaciones.
Caminé entre las veredas, entre las flores, entre los árboles, el viento seguía soplando con su susurro, puse atentó mi oído, caminé entre las piedras, observé cada detalle, como esperando respuesta del viaje que decidí emprender ese domingo.
El anciano de barba larga y cabello blanco, atrae mi atención, hablaba con voz entusiasmada de la figurada tallada en una enorme roca, un ser muy característico a nuestros rastros físicos, pero con vestiduras no muy comunes a las de los transeúntes de esas épocas, en su mirada se dibujaba la interrogante que comunicaba a los oyentes.
Cada cosa es un enorme misterio entre lo que queda de nuestras civilización nativa, que tanto nos han tratado de esconder, como un juego caprichoso de vencedores y vencidos, aun así, el pasado esta resguardado entre la enorme pirámide que atestigua que fuimos algo, que quizás ya no somos, al menos de esta forma lo pensaba mientras meditaba sobre la grada más alta de la edificación.
El día transcurría entre la enorme paz que se respira en el lugar, a pesar del ruido del comercio generado del turismo, pensé en las figuras de barro encontradas, rostros, seres míticos, deidades, utensilios y equipos de uso cotidiano, alimentación agricultura, la gorra hacia atrás de un ser que se revestía con otras pieles. Y utilizaba sandalias para el duro calor del suelo tropical.
Al parecer hay más preguntas que respuestas, pero el mundo Maya que habitó y sigue habitando en el lugar, es el esfuerzo continuo de una raza que no muere ante la transculturización que todo destruye, fui feliz ese domingo, me sentí cerca de lo que soy, de lo que debería conocer, casi estaba por irme, el viento sopló con mucha fuerza.
Las pequeñas flores blancas se sacudieron, el sol brillo sobre mi cabeza, levanté mi mirada, una nube obstruyo la trayectoria de sol, los rayos se dibujaron sobre el cielo azul, como un rosillo sobre mí, sonreí, me sentí vivo, libre, feliz, agradecí a las deidades cósmicas de la galaxia Cuscatleca, que me hizo comprender que las casi tres horas de viaje valieron la pena, te invitó a que tú lo hagas.
Su nombre, su significado «Lugar donde se consumen almas»