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TELENOVELAS Y TELESERIES: LA NUEVA TEMPORADA DEL CONSUMO Y LA DISTRACCIÓN SOCIAL (1)

Antonio Teshcal
Artista

En la última reunión familiar, un pariente –joven padre de dos hijos y dedicado a la jardinería– contó que regresaba del trabajo lo más temprano posible para ver sus cuatro telenovelas favoritas. En ese afán pasa cuatro horas frente al televisor. Mencionó el nombre de las telenovelas, y son, naturalmente, de las que más publicidad se emite, en la cual recalcan todos los países donde se han trasmitido y la cantidad de televidentes, además resaltan el supuesto fundamento histórico, realista, cultural, o hasta religioso de las mismas, pareciendo que ofrecen un producto de alta calidad (término muchas veces difícil de definir).
Esa parte de la plática familiar me trasladó al trabajo, donde un ex compañero –joven maestrísimo en bases de datos, asediado por catedráticos y estudiantes que buscaban insistentemente su asesoría– era capaz de pasar horas hablando entusiasmadamente con otros jóvenes sobre las primeras y últimas temporadas de múltiples teleseries. No recuerdo puntualmente el nombre de las teleseries, pero los he escuchado en boca de más personas, según entiendo pertenecen a esa plataforma de contenidos audiovisuales tan popular de la que todos hablan, o al menos deben trasmitirse en televisión por cable, porque si pasaran por televisión abierta en algún momento habría visto propaganda de las mismas.
Estos hechos, de dos individuos académica y laboralmente distintos, pero generacionalmente unidos, hacen volver los ojos al problema del voraz consumo de audiovisuales y la alineación que provocan. La telenovela y la teleserie son géneros que en su desarrollo ha sufrido alta modernización y complejidad, lo que ha servido con genialidad al mercado. Nada de extrañar, el mercado permanece a la vanguardia de métodos para esclavizar más a los consumidores, satisfaciendo las necesidades creadas por ellos, e implementadas con la mayor de las elegancias, pues pareciera que pasa percibido por buena parte de la gente, o por lo menos estamos tan acostumbrados –o amaestrados– que saberlo es indiferente para muchos.
El alto consumo de audiovisuales no es reciente, pero hasta antes de la popularización del internet, la televisión digital y demás platillos, mantenía un perfil de crecimiento bastante fijo y predecible. El problema ya se había planteado hace muchos años con el «boom» de las telenovelas, allá por la década de los setenta. El abordaje de entonces enfocaba un género lleno de arquetipos, clichés románticos y melodramas, dirigido a la mayoría femenina y un público «ingenuo» para ese tiempo. A cuarenta o cincuenta años después de ese ascenso de la telenovela, el formato original sigue vigente, pero ha sufrido algunos cambios para acomodarse al nuevo milenio. Mientras tanto el fenómeno del «boom» parece repetirse con la teleseries, tan viejas como las telenovelas, que ahora se presentan como historias aparentemente sofisticadas, a fuerza de saturarlas de efectos especiales, fantasías de toda clase y estereotipos para todos los gustos, ahora dirigido a un público mucho más homogéneo, más exigente, supuestamente más «despierto» y académicamente superior. Pero viendo el asunto de cerca se trata de lo mismo.

La delgada línea entre telenovelas y teleseries
Carrasco (2010) define cada género de ficción televisiva detallando sus características. Los divide en «teleserie de drama» y «telecomedia». En el primer grupo ubica a la soap opera, la telenovela y la serie dramática; mientras que en el otro bando ubica la sitcom y la dramedy. Horario, periodicidad, número de tramas, número de personajes, entre otros rasgos, sirven como claves de identificación. Pero, más que las diferencias entrecruzadas, lo que verdaderamente llama la atención son las similitudes, las cuales, a medida que la industria de audiovisuales avanza, pareciera que lejos de crear diferencias y subgéneros, no hacen más que homogenizar su estructura. Examinado ese trasplante de características entre géneros, se advierte el afán de tomar de cada uno lo más versátil, para forma un producto que funcioné hasta sus últimas consecuencias comerciales.
Para ubicarnos en nuestro imaginario –formado por la televisión abierta durante décadas– nos plantearemos dos géneros: telenovela y teleserie, los cuales podemos «diferenciar» de alguna manera. Así será más fácil advertir como actualmente la línea que las divide va desapareciendo.
Latinoamérica nos entregó la telenovela mientras que Norteamérica trajo la soap opera, la cual entendemos como teleserie y se considera como la telenovela americana.
En la telenovela los personajes desarrollan, en cada emisión, una parte de la narración que se supone es unitaria y con final previsto, es decir que la historia no termina en cada capítulo, sino hasta el final. Los actores no cambian, los protagonista lo son de principio a fin, ya que los actores y personajes son los mismos a lo largo de toda la historia. El juego de la telenovela está en finalizar la transmisión en un momento de supuesta tensión (supuesta porque cualquiera adivina qué pasará) para prender al espectador al siguiente capítulo y así sucesivamente hasta el final.
En la teleserie los personajes desarrollan en cada programa una narración independiente, con clásico inicio-nudo-desenlace, el juego está en hacerlo lo suficientemente atractivo para que el espectador vuelva para ver qué hará el personaje en la siguiente vez. Esta «siguiente vez» será hasta agotar todo recurso de éxito, porque la historia no termina, pudiendo mantener los mismos actores y sus personajes, o cambiar todo el elenco si fuera necesario. Un ejemplo donde todos los personajes se mantuvieron es Friends, caso opuesto fue la teleserie Kommissar Rex, donde varias veces suplantaron desde el simpático perro y actor principal hasta los actores secundarios. Si preferimos un caso latinoamericano (aunque rasgue nuestra niñez, y sin meternos en los problemas sociales que representa esta serie, quizá «sin querer queriendo») veamos El chavo del ocho, cuyo éxito fue superior a la salida de dos de sus principales actores del elenco original, los cuales fueron suplantados y el programa siguió muchos años más, a pesar de lo disonante que era ver a un hombre de sesenta años interpretar a un niño y que los últimos programas fueran refritos de mejores tiempos.
Sin embargo, tanto la telenovela se ha apropiado características de la teleserie, fundamentalmente de su disponibilidad a seguir ad infinitum y lo que eso implica en cuanto al manejo de los personajes, como la teleserie se ha apropiado de elementos de la telenovela, principalmente en su afán de eliminar la historia independiente por capítulo y crear historias continuas a fin de prender al público mediante la técnica de suspenso al final, pudiendo cerrar la historia y dejando a discreción construir otra para añadir a la cadena. Estos trasplantes de propiedades ha propiciado a que tengan más parecidos que diferencias, volviendo difícil decir cuál es qué, sin embargo lo verdaderamente importante es su éxito como objetos de consumo, que a fin de cuentas es su razón primordial, y consecuentemente preocupante desde el punto de vista psicosocial.

Historias a la carta y la técnica de evitar el arte
El proceso creativo cifra las ideas y las convierte en símbolos, en un proceso velado cuya representación alcanza un plano complejo donde el artista convierte al espectador en cómplice, sin que éste pueda advertir el siguiente paso por donde ha de caminar. Para decirlo con palabras del cineasta Buñuel, aplicado a la producción audiovisual, «El misterio es el elemento clave de toda obra de arte».
Partiendo de esta idea podemos afirmar que el proceso creativo no existe en la telenovela, donde ya se sabe qué pasará, porque la fórmula de todas es la misma: el triunfo del amor sobre todas las cosas. Un arroz igualmente cocinado se aprecia en la teleserie, donde la producción arroja el bosquejo de la misma y va tanteando –del rating y la opinión pública– qué quieren los televidentes. Naturalmente el público quiere ver que «el amor» triunfe, o «el bien» si acaso el tema romántico no es el eje de la situación, pero para el caso funciona igual, ya que un final infeliz parece desagradable por muy realista que sea, y es chocante para un público que cree con fervor que al final de todo «el bien» prevalecerá victorioso –en esta vida o después de la muerte–, sin importar cuanta sangre o lágrimas se derramaren en el camino.
Por tanto la producción de telenovelas y teleseries carece de proceso creativo, artístico, refiriéndonos por supuesto a la columna vertebral, no a los recursos técnicos –que también utiliza el cine–, que en este caso se supeditan al mercadeo: el objeto elaborado se espera a ver si gusta, y si tiene algún éxito se empieza a quitar y poner color, olor, textura… todo lo imaginable para que se venda más. Este fenómeno es muy fácil de ver en los teléfonos móviles, por ejemplo, que fueron creados para comunicarse a largas distancias (columna vertebral) y ahora son una suerte de navaja suiza, con más distractores que herramientas, de los más variados modelos pero esencialmente iguales.
La subordinación de todo el proceso de realización al mercadeo puro no es compatible con las expresiones de arte, arte verdadero, como el cine, sugiriendo un paragón audiovisual (pese que también se le contamine, todas las artes padecen). El director de cine no piensa en cambiar su película después del estreno y ver las reacciones, para agradar a mayor cantidad de personas, como se hace en la telenovela y la teleserie. Eso discrepa del proceso creativo y con el artista mismo, ya que tendría que renunciarse a sí en su arte.
Es imposible imaginar a un Juan Rulfo publicar su Pedro Páramo por «temporadas», a espera que el gusto popular le dicte la siguiente cuartilla. Si eso hubiera pasado lo más probable es que no hubiera escrito más allá de las primeras páginas (que fue más por exorcismo que pretensiones). La sola complejidad de esa madeja de tiempos, muertos, recuerdos, alucinaciones y demás, hubieran hecho que la mayoría de gente dejara de leerla, y si pudiera pedir gusto, hubiera exigido la típica historia lineal, con personajes vivitos y coleando, siendo felices tras su travesía por el purgatorio, es decir, el guion perfecto para una telenovela exitosa, algo así como «¿Qué culpa tiene Juan Preciado?». Si esto hubiera pasado esa obra de arte llamada Pedro Paramo no habría existido, porque «la obra de arte no puede vivir sin la pasión del artista. Y es, en fin, una misteriosa conclusión personal» (López 1974), tan misteriosa, tan personal y tan conclusión, en este caso en particular, que don Rulfo dejó ahí el resto de su vida.
El artista piensa, al menos una vez en su vida, que su obra sea valorada por el público, porque la obra de arte busca comunicar, y para eso se necesita un receptor. Sin embargo el verdadero artista no renuncia a su creatividad a cambio de redito público. Nabokov, por ejemplo, cuando buscó publicar Lolita, se topó con un lector de cierta editorial que le sugirió que si cambiaba a Dolores por un chiquillo, y convertía a Humbert en un grajero que lo seduciría en un pajar, la editorial para la que trabaja podría considerar publicarlo. La obra, además de incomprendida en su inicio, recibió la oferta de ser destruida con vistas a crear una publicación que fuese «exitosa», explotando el morbo e ignorando su valor. Ningún artista permitiría semejante vejación.
Por tanto, ya que la telenovela y la teleserie carecen del proceso creativo, no logran el nivel simbólico y polisémico que caracteriza el arte, que es capaz de abordarse desde diferentes interpretaciones, todas válidas y parte de una misma, de ese carácter de universalidad donde el artista ha forjado el símbolo, sea esta la palabra, la imagen, la música, o la combinación de ellas como el cine. Además, el arte «es una mentira que nos hace ver la verdad», penosamente la telenovela y la teleserie, no solo distan de las palabras de Picasso, es su opuesto, pues se trata de una mentira que nos hace ignorar la verdad, como se plantea más adelante.

Precursores y actualidad de la telenovela y la teleserie de nuestro país
«El género telenovelesco pertenece a lo más sub de los subproductos literarios. Ha sido necesario todo un proceso de deterioro para que tal fenómeno se origine», es así como Otano (1983) se refería a la telenovela, y luego de puntear los antecedentes, pasando del folletín francés a la radionovela, remataba diciendo que «de todas estas corrientes literarias la telenovela ha extraído lo más barato». Deteniéndonos en esos precursores advertimos presencia de ellos en nuestro país, de elaboración nacional y de actualidad.
La fotonovela la podemos emparentar con el folletín, por su característica de presentar la historia por entregas. Es también antesala a la telenovela, en virtud que aplica la técnica de los diferentes planos y ángulos de visión, que luego utilizará este género.
Actualmente, en nuestro país, la fotonovela se utiliza como recurso de entretención por periódicos amarillistas. Viene inserta como suplemento. Basta apreciar una entrega para advertir las representaciones pobres pero acordes a las pretensiones comerciales, desarrolla trillados y efectivos dramas con elementos de reflejo, a fin de lograr identificación con el lector y consecuentemente su popularidad. Para atraer más clientes el periódico hace concursos de preguntas tan poco inteligentes que llegan al absurdo de preguntar «¿de qué color era…?». Los premios son miserables y notoriamente pensados para el público a quien se dirige, no solo la fotonovela, sino el periódico mismo.
La radionovela, que heredó a la telenovela la musicalización de los giros emocionales, fue trasmitida en las emisoras nacionales desde los años cincuenta. Se trató de productos nacionales que fueron gradualmente desplazados por la telenovela a medida que los televisores empezaron a popularizarse. En nuestros días la radionovela se sigue trasmitiendo, no tanto con el melodrama que se reflejaba antaño, siendo ahora el formato de comedia el más común. Apreciar algunos minutos de su realización bastan para opinar como Menjívar (2014), refiriéndose a otra producción nacional de similares características, se trata de: un «guion malísimo pero «resultón», una comedia bayunca en clave muy, muy, muy salvadoreña con ese humor tan desarrollado en la televisión nacional y que ha condicionado (por no decir mal educado) a su gran público».
«Más allá de la angustia» fue la primera telenovela salvadoreña que se trasmitió, en los años cincuenta (Castro 2015). Llama la atención que, aparte de este dato, no hay mayor resonancia de otras producciones, entendiendo por telenovela el formato que nos ha fijado en la mente la televisión abierta por tantos años. Probablemente este tipo de proyectos no despertó suficiente interés en posibles patrocinadores, sobre todo considerando la vasta y ahogante importación de este producto.
En cuanto a teleseries nuestro país produjo y trasmitió programas más o menos cercanos a este género, dejando personajes en el recuerdo de nuestros padres. Otros personajes tildados de comediantes aparecieron más tarde, allá por los años noventa, y aún subsisten en la programación de televisoras nacionales, con transmisiones que, tras un ligero examen, encajan en el concepto de televisión basura: «cierto tipo de programas que se caracterizan por su mala calidad de forma y contenido, en los que prima la chabacanería, la vulgaridad, el morbo y, a veces, incluso la obscenidad» (Bueno 2002, citado por Arboccó y O’Brien 2012). Sin embargo estos actores tienen tal popularidad local, que suelen presentarse en las fiestas patronales de los pueblos, haciendo gala de ese humor bayunco.
Una producción completamente antagónica al patrón anterior surgió a principios de esa misma década con el apoyo de la televisión estatal. «Las aventuras del Cipitío», dirigida al público infantil, fue una teleserie protagonizada por la caracterización dispar e idealizada del personaje de la mitología nacional del mismo nombre, cuyas historias de tipo dramático y humor blanco tenía la intención de fomentar valores morales, cívicos y ambientales. El personaje se volvió popular, y la teleserie fue exitosa en cuanto logró llegar a su público objetivo –sumado quizá a la limitada oferta de televisión abierta de entonces–, tanto que la mayoría de adultos jóvenes habrán visto la teleserie. El personajes siguió una nueva temporada casi una década después de su lanzamiento, pero –probablemente la pérdida de esa ingenuidad relativa en la niñez del nuevo siglo, promovida en parte por las nuevas tecnologías y el bombardeo televisivo–, no logró equiparar el éxito que tuvo en los años noventa.
Mientras tanto, ya más reciente, otros proyectos aparecieron distanciándose de la mera vulgaridad con un chiste más equilibrado que logró diferenciarlo de esa corriente establecida por el monopolio televisivo, como el «Capitán Centroamérica», parodia que supo llamar la atención colocando ciertos «sabores nacionales» sobre la base de personajes, tramas, y efectos especiales al estilo de la gran industria cinematográfica, idea que comenzó en internet en 2011 y prosperó hasta llegar a televisión abierta en 2013, pero –a pesar de lograr una temporada y la empatía de cierto público– el proyecto no consiguió suficiente apoyo económico que mejorara su bajo presupuesto, y la productora, sin perder su intención de seguir con la idea de producir material tipo teleserie, pasó a dedicarse a la publicidad (porque hay que comer).
Otro ejemplo, que mezcla fines educativos, valores familiares y religiosos, es «La casa de los López», que desarrolla un humor aún más ligero, blanco –y probablemente aburrido para el espectador acostumbrado a la vulgaridad–, dirigido al público familiar, cuya producción lleva siete años en los que ha trasmitido cinco temporadas, logro atribuible al apoyo económico de la institución religiosa que lo respalda y, naturalmente, una realización cuidada y actuación de oficio, semejante a lo comprendido como teleserie por nuestro imaginario.
Revisando esa muestra de contenidos en nuestro país, la telenovela no ha corrido con buena suerte como producto nacional, y su historia se reduce al voraz consumo de servicio ad libitum por las televisoras dominantes. La teleserie ha corrido con ciertos destellos pero con camino difícil, pues a pesar de que algún proyecto logre notoriedad, su éxito no ha sido suficiente como para negociar apoyo con las grandes empresas televisivas que definen el mercado nacional.

Sobre arquetipos y estereotipos
En psicoanálisis, de acuerdo a las ideas de Jung, los arquetipos están presentes en nosotros de manera inconsciente como una serie de ideas predispuesta, muy enraizadas. Son de carácter colectivo (heredadas por la cultura, expresada en los mitos y creencias) e individual (forjados por la experiencia individual, expresada en los complejos), influyen en la interpretación del mundo y, consecuentemente, en los actos del individuo (Murillo 2014). Los arquetipos tienen carácter universal, aparecen en todas las culturas con ciertas variantes, no son fijos y están sujetos a transformaciones tanto individuales como colectivas. La madre, el sabio, el líder, son solo algunos ejemplos de arquetipos.
El estereotipo –palabra que por etimología se usó para referirse al molde sólido para impresión y luego se fue utilizando de forma figurativa– es una representación de características atribuidas a un grupo de personas, sin embargo estas representaciones aducen a rasgos superficiales, generalizados, exagerados o falsos, y por tanto divergentes de la realidad. El estereotipo envuelve connotaciones peyorativas, y han sido motivo de discusión por sus alusiones con alto contenido de prejuicios y discriminación contra grupos étnicos o discriminación de género.
«Los arquetipos pueden ser considerados los ancestros de los actuales estereotipos» (Bozal 1999) ya que guardan ciertos vestigios de aquellos, perpetuando ciertos patrones de forma inconsciente. «La bonita es tonta», «la inteligente es fea», «el nerd es introvertido», «el guapo es popular», son algunos estereotipos de factura relativamente reciente y de amplio uso no solo en los audiovisuales, también ha estado presente en materiales como la literatura.
Esta transformación de los arquetipos, y la construcción de estereotipos, es asunto mucho más complejo con la aparición de los audiovisuales, ya que con su gran poder de difusión e hipnosis tiene la capacidad de armar y desarmar estos arquetipos, la mayoría de veces en función de su conveniencia como instrumentos de comercio y alienación.
Para ejemplificar llanamente la apreciación del arquetipo quiero recrear cierta anécdota. Se trata de una plática entre colegas, donde tangencialmente alguien hace referencia a un maestro de tercera edad cuyo aspecto podríamos equiparar al maishtro de Cuentos de Barro: bajito, moreno, calva reluciente como berenjena…, el cual tiene la idiosincrasia de convertir su espacio de trabajo en un cuchitril lleno de papeles y trebejos viejos –por supuesto, sin menos cabo de sus capacidades académicas–. Entonces alguien dice al respecto que esa idiosincrasia es precisamente la que caracteriza a los genios. Entonces alguien replica que esa afirmación es una «doble falacia», argumentando, primero, que el maestro en cuestión no es un genio, y segundo, que los genios no veneran precisamente la suciedad de sus recintos y tampoco son acumuladores de trastos por antonomasia. En la historia anterior, en la que no nos interesa establecer si es o no genio el maestro, nos encontramos ante la apreciación del mismo arquetipo, el del genio o sabio por extensión, idea colectiva que además se presenta en todas las culturas, pero que en este caso es interpretado por dos experiencias individuales claramente distintas.
El estereotipo, por su parte, es fácil notarlo no solo en telenovelas y teleseries, también en el cine. Afroamericanos y latinoamericanos usualmente son estereotipados con caracteres negativos en producciones norteamericanas. Pasando al plano inmediato, en nuestro país persiste el estereotipo del delincuente juvenil como aquel muchacho tatuado; y el término «indio» (aplicado a personas) como expresión de clara evocación despectiva, que enviste ciertos rasgos de comportamiento que está de más explicar que son equivocados.

 

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