Antonio Teshcal
Artista
Para el joven de la zona rural, que comparte con el millennial urbano solo la edad, que creció rodeado de carencias, vio migrar a los suyos hacia la ciudad o el extranjero, que creció presenciando esa criminalidad residual de guerra de guerrillas, para él son esas telenovelas de antihéroes que se hacen de poder con violencia, y cuya amargura, propiciada por la exclusión social, satisface con saña y excesos.
Para la generación X, o el que reniega ser millennial pese la edad, hay dos platos a escoger.
Una opción son esas historias de artistas consagrados que nacieron pobres y alcanzaron fama y fortuna, porque ¿cuántos no desea salir de la miseria y acabar aplaudido por las masas y de ribete con dinero en el banco? No esperemos ver una telenovela sobre el vecino: que nació pobre, nunca se conoció más allá de estas calles polvosas, y hoy, viejo y enfermo, casi ignorado por sus hijos, probablemente morirá con aguacero en un día del cual tiene ya el recuerdo, y con la ropa que lleva puesta como única fortuna. Aunque su vida sea una cátedra social, política, inclusive artística, nadie ansía reflejarse en esas historias, aunque en el fondo presintamos que acabaremos así.
La otra opción son esas historias de temas «culturales», «históricos» y hasta «religiosos», cuya manifestación popular reza que es «buena y diferente» por el supuesto carácter informativo, educativo o en última y extrema instancia espiritual. Silogismo completamente falaz. Intentado una analogía, recuerdo que un fumador de cigarrillos electrónicos hablaba en televisión de lo «maravilloso y diferente» que era este aparto, bajo el argumento de que permitía la experiencia de inhalar vapores saborizados a frutas, permitiendo así «una gran experiencia al paladar». ¿¡Habrase visto!? Cuando se quiere deleitar el paladar con sabor a frutas inmediatamente se piensa en comer la fruta, no en fumársela o inhalarla. De tal manera, volviendo a los argumentos aprobatorios de dichas telenovelas y teleseries, si el televidente en realidad quiere ilustrase o educarse, lo auténtico es tomar un buen libro o asistir a la iglesia, y si el vicio de la televisión es tanto, ver un documental serio es la opción más recomendada. Estas posturas que pretenden legitimar este tipo de telenovelas o teleseries no son más que pretextos infantiles, sobre todo considerando la poca fidelidad y rebalse de libertades de estas producciones que se venden «basada en», que recuerda al artificio legal de la industria de alimentos, que vende «bebida láctea a base de leche».
Distracción social: el verdadero éxito de las telenovelas y teleseries
Ahí están las telenovelas y teleseries sin falta para el consumidor que espera con ansias la siguiente temporada. Y entre «más él contempla, menos vive; más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo» (Debord 1995) y «cuanto más obtusas y complicada se torna la vida moderna, mayor es la propensión de las persona a apegarse a clichés que parecen conllevar cierto orden en lo que otra forma sería incomprensible. Así la gente puede no solo perder la verdadera comprensión de la realidad, sino puede llegar a tener fundamentalmente debilitada la capacidad de entender la experiencia de la vida, por el uso constante de lentes ahumados» (Adorno 1954, citado por Wolf 1987).
La telenovela y la teleserie, aun con su presentación fantástica a todas luces, «logra sin embargo, la identificación del espectador con el personaje y le permite momentáneamente olvidarse de sus propios problemas mediante estereotipos de mezquindad o bondad que no existen o, al menos, parecen no existir en la realidad» (Soler 2015).
La industrialización de estas producciones tienen definido el modelo de funcionalidad, «el espectador no debe utilizar su cabeza: el producto prescribe todas las reacciones: no por su contexto objetivo que se desmorona apenas se dirige a la facultad pensante sino a través de señales. Cualquier conexión lógica, que requiera olfato intelectual, es escrupulosamente evitada» (Horkheimer y Adorno 1947, citado por Wolf 1987).
Prescribir las reacciones implica manipulación, y el objetivo de manipular es evitar una desviación indeseable. El producto debe tener el sabor hedónico que capture al individuo para que vuelva por más, y así crear dependencia. Las telenovelas y las teleseries tienen ese «buen sabor», de lo contario nadie las consumiría. Sin embargo preocupa que este consumismo ya no utilice solo tiempo de ocio, sino tiempo valioso que se resta a otras cosas que hacer y también pensar, porque el capítulo termina, pero queda flotando en el pensamiento y el habla de las personas. Tal situación es crítica para un país como el nuestro, catalogado con el eufemismo de en desarrollo. Cabe preguntarse seriamente ¿A quién beneficia que la gente deje de hacer y pensar?
Los programas televisivos exitosos, como las telenovelas y las teleseries, actúan como distractor social. Cambia de dirección el interés y la atención de la gente, de forma tan efectiva que «ante la crítica situación por la que estamos pasando (guerra, carestía de la vida, confusión religiosa) una de las salidas es «hacerse el loco» o «hacerse el niño (que, para los efectos prácticos, es lo mismo). Hay cosas que, por complicadas, parecen invitar a la gente a no pensar en ellas» (Rodríguez 1992a), precisamente en esta actitud es que tales programas logran su mayor éxito, sirviendo de distractor, de escape, para evitar saber qué sucede en nuestro entorno social, y «la cosa es más grave aún. No sólo es que la gente no sepa. A veces, da la impresión de que no están interesados en saber. Pareciera que «saber» implica una responsabilidad tan grande y molesta, que en la práctica resulta mejor descartarla, erradicarla como una vergonzosa enfermedad» (Rodríguez 1992b).
De esta opción, de cerrar los ojos ante la realidad de forma consciente, me vienen a la mente dos casos ejemplares: uno, de un joven profesional (y además catedrático universitario), que decía que ante toda esta ola de violencia él había preferido ya no ver televisión porque le enfermaba; y el otro, de un programa extranjero de comedia que tenía la corrupción como eje temático, que dejó a decisión del público el seguir con ese humor crítico o cambiarlo debido a los constantes comentarios de los televidentes que preferían divertirse sin pensar en los problemas, al final el programa tuvo que abandonar su temática inicial para seguir al aire. Ambos casos evidencian esa actitud de displicencia hacia la realidad. Y no se trata que en el primer caso el individuo deba martirizase viendo como nuestra realidad se empobrece y ensangrienta cada día más, como tampoco que la teleaudiencia del segundo caso se ría de la corrupción al punto de aceptarla tal cual y asumir a los centros de poder como circo ocupado por delincuentes oficiales. Pero el desinteresarse de los problemas, distraerse, y entregarnos a las fantasías de la televisión, no cambiará lo que nos empeñamos en ignorar a pesar de que nos afecta directamente.
Nuestra pobreza ha llegado al punto que se conversa de telenovelas y teleseries de forma cotidiana. Estas parecen despertar mayores reacciones (interés, entusiasmo, indignación…) que nuestra realidad tan atroz. Historias sobre parejas que pelean la suscripción a plataformas de materiales audiovisuales, luego de discutir, no son ninguna rareza, son una vergüenza común. A tal grado se consumen estos alienantes que no solo afectan la mente. El cuerpo mismo ya presenta síntomas. Desde hace algunos años ver televisión por largos periodos es asociado a un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares y diabetes tipo 2 (Grøntved y Hu 2011). La excitación cognitiva antes del sueño, reflejada en fatiga e insomnio, se ha asociado a esas grandes pérdidas de tiempo denominadas «maratones», una triste costumbre cada vez más popular que solo muestra «que los televidentes están más comprometidos que nunca con el contenido televisivo» (Exelmans y Van den Bulck 2017). El problema parece envestir consecuencias similares a la drogadicción, si no fuera porque, al menos hasta hoy, las consecuencias fisiológicas asociadas (ansiedad, estrés, irritación, somnolencia) no parecen permanentes e irreversibles. «Mens sana in corpore sano», si la mente está enfermando no es de extrañar que el cuerpo siga el mismo rumbo.
Esos cambios en los hábitos de consumo audiovisual, sobre todo en los jóvenes, no parecen cambiar. El negocio es bueno, tanto que nuevos productores, gigantes tecnológicos y otras compañías ajenas hasta el momento al negocio de la televisión están invirtiendo en el mercado de producciones audiovisuales para participar del pastel (Cerezo y Cerezo 2017).
Epílogo
Las telenovelas y las teleseries han sufrido cambios de su formato tradicional, volviéndose más similares entre sí. Tienen como denominador común la capacidad de acoplarse al gusto de los televidentes, mediante las técnicas básicas de identificación y reflejo, ofreciendo arquetipos mutados y estereotipos gastados, para lograr el mayor éxito comercial. Las nuevas técnicas de filmación, y efectos computarizados, responden a una apreciación estética de modernización, mientras las historias se han perversamente actualizado a los tiempos violentos y deshumanizantes que experimentamos, no solo en nuestro país, sino a nivel global. El proceso creativo no parece ir más allá del dominio de la técnica digitalizada, los productos finales no se aproximan a tener características de arte, siguen siendo solo un producto de consumo inmediato cuyo propósito único es el comercio, y desechable como casi todo en esta era «moderna» hasta que la nueva temporada sea ofrecida.
Volviendo lo ojos a la desnutrida producción nacional, la telenovela no ha logrado desarrollo (¿esto es bueno o malo?), algunos intentos de audiovisuales que pretenden romper esquemas no han corrido con la mejor de las suertes. Por otra parte, ciertos programas y personajes que persisten en televisión abierta, valiéndose del peor gusto popular, producen programas que no pasan de evocar el ridículo y la vulgaridad, y son defendidos por los realizadores y hasta por su fiel teleaudiencia con el argumento de que «así habla o así es nuestro pueblo». Esta parte del estereotipo de «salvadoreño» (la otra es que somos «cachimbones» para todo) debería hacer reflexionar respecto hacia dónde va nuestra identidad, en vez de ensalzar el estereotipo como la cumbre de los logros, no solo porque refleja únicamente nuestra pobreza, sino porque promovemos encasillarnos en un patrón equivocado y además cerrado a la posibilidad de cambiarlo para bien. La identidad es dinámica, capaz de transformarse. Piénsese en algo relativamente simple, por ejemplo, en las cachiporras, que son elevadas a categorías como: «tradición», «identidad nacional» o «identidad patriótica», como si se tratara de una creación presuntuosamente nuestra, cuando en realidad se trata de una imitación que empezó a reproducirse en los años cincuenta, después de que un desfile norteamericano paseó sus cheerleaders en las calles de San Salvador, y ahora están tan arraigadas que el intento por prohibirlas fue fallido (López 2017). Que el salvadoreño es «atenido» para todo y siempre termina improvisando (Velásquez 1985) ¿debe ser motivo de orgullo a tal punto de ser promotores de ese estereotipo?… Esos programas de quinta, que no se ríen sanamente sino que se burlan, solo enmarcar la identidad desde el ridículo. No la asumen ni critican constructivamente, mucho menos la resaltan dentro de su valor humano y estético. Artistas como Salarrué fue de los que mejor supo retratar nuestra identidad con toda su dialéctica, arquetipos de fundamento cultural de donde podamos partir, no estereotipos hechos de burlas y mentiras para estancarnos. Esos programas, televisivos o radiales, que pretenden hacer del salvadoreño un penoso estereotipo no son más que deposiciones multimedia.
El papel de las telenovelas y teleseries, como elementos de distracción social, es protagónico. Cabe la crítica de examinar hasta dónde han avanzado sus efectos, sobre todo hoy que muchos jóvenes participan cotidianamente de este distractor, que no conformes con lo que la televisión abierta ofrece pagan televisión por cable y suscripciones a plataformas de audiovisuales de empresas multimillonarias, y hace todo el tiempo posible para consumir, para sentir que hasta el último centavo ha sido bien «invertido», gastan su tiempo en las cada vez más famosas maratones, no solo alienándose e ignorando su entornos social, sino desgastando su salud física. Preocupa que la cadena de consumismo y distracción parece perpetuarse, pues es común que los jóvenes padres prefieran sustituirse frente a sus hijos por un dispositivo multimedia, condicionándolos desde antes del habla a que crean que la realidad y el esparcimiento se reduce a un programa, y que la creatividad es solo apretar botones y «elegir» ver lo que otros hacen. Situación que no debería suceder en esta era, hoy que se supone que somos una generación informada y nos hemos vuelto presurosos, haciendo más breve nuestro tiempo como para desperdiciarlo en banalidades. Sería más acorde a nuestras conquistas académicas que, en vez de entregar el dinero a estas empresas extrajeras de videos, se compraran libros, ¿por qué no?, de nuestros escritores que los hay muy buenos, muchos títulos fundamentales no han vuelto a reeditarse desde hace décadas, y varios no son merecidamente reconocidos porque su obra no está publicada por falta de apoyo económico.
También hay que ser realistas, el bombardeo mediático de estos productos hace difícil que no sucumbamos a la tentación alguna vez, cambiar un patrón conductual de este tipo sería difícil, y no con pocos síntomas de síndrome de abstinencia. Esa propaganda ridícula de anunciar estos programas con estadísticas como si un error cometido por miles dejara de convertirlo en error aún tiene efectividad, lamentablemente estamos lejos de reaccionar como los habitantes de Macondo cuando conocieron el cine: «ya tenían bastante con sus propias penas para llorar por fingidas desventuras de seres imaginarios». Teleserie y telenovelas llegaron para quedarse. Así algunos esfuerzos por producir telenovelas y teleseries de «contenido» se han realizado en otros países, con la intención de aprovechar la popularidad de estos géneros, aunque no con el mismo éxito que presentan las producciones tradicionales. Los intentos por educar, culturizar, o promover valores, resultan apáticos cuando no antagónicos, porque estas intenciones son contrarias a los principios de éxito de este mercado. Sin embargo el alcance de estos audiovisuales debería aprovecharse desde este ángulo, para hacer algo de contrapeso desde el mismo campo de batalla de tantas derrotas. Debe reconocerse esta intención a dos producciones nacionales, claro que por esta inclinación no son precisamente los programas que andan de boca en boca. Pero prioriza buscar calidad, no cantidad.
Como se puede ver, la producción de telenovelas y teleseries es un doble éxito: ganancia comercial para los patrocinadores, y rédito distractor a servicio de quienes se benefician cuando la gente deja de pensar en su entorno social. Desgraciadamente el mercado de audiovisuales no se limita a estos dos productos. También está esa exitosa coreografía prescrita llamada futbol, negocio multimillonario que prueba como el deporte se puede prostituir y crear tantos esclavos fieles. También están los innumerables shows para adultos con mente subdesarrollada, de los cuales las televisoras dominantes en el país se ha empecinado en producir sin siquiera ejecutar una idea propia, limitándose a copiar. Y mientras las personas sigan haciendo cola para tirar la pelotita y que le den su dulce, no les baste ver el futbol y además sintonicen «debates» sobre elucubraciones pseudo filosóficas de cómo patear bien el balón, vean a jóvenes demostrar su miserable inteligencia recorriendo laberintos de obstáculos para ratas de laboratorio, o acuda a ver como se prepara comida con la parsimoniosa ridiculez de un parodia de alquimistas frustrados, los que sí saben cómo funcionan y son efectivos estos distractores audiovisuales, seguirán ejerciendo su voluntad con crasa impunidad, mientras nosotros solamente nos quejamos y únicamente reaccionamos si la telenovela se atrasa o cambia de horario, o si la nueva temporada ya se está viendo en otros países, y nosotros pobres desdichados seguimos viendo el reprise de la pasada, esperando mansamente a que se compren los derechos de trasmisión, o para salir de apuros, pagamos con nuestro salario insuficiente para acceder a esa plataforma de audiovisuales que nos da la «libertad de escoger» y nos ofrece un menú personalizado porque sabe más de nosotros que nosotros mismos.
Malpais, octubre de 2017
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Antonio Teshcal (Malpais, 1984). Escribe poesía y narrativa, muestra de su creación ha sido publicada en el Suplemento Cultural Tres Mil y Revista Ars. Ha sido articulista, corrector de estilo y miembro del comité editorial de la revista Bioma. En poesía tiene publicados «Invierno» (2009) y «Péndulo» (2015).
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