Temblor del recuerdo

Karen Escalante-Barrera
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Gracias infinitas

Tiembla la madrugada al mecer la tierra sus afectos. Húmeda en lama. La luz de luna zigzaguea en el cuarto, acariciándome los largos cabellos trenzados. De repente, el valle de las Hamacas estira los brazos. Luego bosteza calma y duerme de nuevo. Por segunda vez, el reloj interno se inquieta. Péndulo vibrante. Enciende la luz. De inmediato la apaga. Astro y sombra en alternancia. Medio mundo vuelve al sueño. Dilata el celaje. Me abraza un edredón floreciente en enredadera. Enrollado al cuerpo en remolino. Tibio me aparta de la frescura que en bruma invade el cuarto.

El ensueño me encamina hacia donde vive mi abuelita. Le envío amor y cariño en rocío. Su alma brilla más que millones de soles remotos. La mía sonríe, mientras los párpados en persianas se cierran despacio. Los grillos componen un concierto variable e incierto, diseminado por los jardines urbanos. En telepatía, mi abuelita y yo intercambiamos misterios vividos como la culinaria autóctona del alhuaxte y tepezcuintle. Sueños repletos en arco iris. Pizcuchas al vuelo de papel de china. Cuyuncúa al acecho. Ternura en neblina y aprendizaje continuo. Los adquiero en paz y sabiduría. Por ahora debe descansar mucho y mejorar la dieta. Anhelo verla y acompañarla, aun si siempre me escolta en idea y emoción. La lluvia arrecia en esta época del año, aunque el sol la redoble un momento. Suntecumat pensativa.

Más tarde, la bulla del tiempo se desenvuelve. Me abre los ojos, las trenzas y las campanillas se despiden y desenredan. Las burbujas y el agua regresan a mí. Se deslizan en tobogán por la larga melena que, a veces, se enrosca y me abraza. En seguida, se estira lacia, me sacude y despeina. Las coletas se entrelazan. A menudo. se alisan o desgreñan. La melena cambia de forma, pero siempre permanece larga. Hoy ansiosa de nube.

Desayuno frijoles, plátanos, huevo, aguacate, tortillas tostadas y pan, chocolate o café. Los disfruto frente a una ventana palpitante que, por un abracadabra, me transporta en deleite hacia paisajes sombrados de madre-cafetos, cacao-nantzin. A veces bajo la lluvia, el granizo y la flor de nieve; otras soleados y desérticos; otoñales y al ritmo del viento. Simplemente entre compañías mágicas, al mudar la materia, y amorosas en el trato.
A tintes chillantes una biblioteca de fondo flota iluminada y repleta. Invita a la lectura e investigación. Miles de lenguas hablan en cada libro abierto al repaso. Debo concentrarme al escuchar una sola, para que las demás callen. “Ninoyolnonotza, campa nicuiz yectli auiscaxochitl?”. La lengua náhuat-pipil dice: achi nemi sijsihuapil, achi nemi pipipilmet, se canican mijtutíat, huan cané tacuicat chin. En mi biblioteca no ocurre lo mismo. Por ahora le concedo largas vacaciones, más de lo esperado. Ya me hace falta y seguramente se acerca sonriente, cargada de maletas.
Este día de junio transcurre entre periquitos verdes parlanchines y pájaros de fondo sonoro. Dos chuchos blancos observan pasar el día. Una es chiquita con ojos grandes; el otro grande, con ojos sesgados. De vez en cuando, la molotera de vehículos desafina el entorno. La luz inunda la ciudad entre hojarasca, flores y basura que los transeúntes botan por doquier. Las casas bostezan, aun si los árboles respiran profundo la contaminación que su nobleza vuelve saludo. Oxígeno hacia las nubes ambulantes en la cordillera del bálsamo.
Las iglesias ofrecen un nuevo fondo musical, en inmensa rocola. Cada una entona su melodía a campanada abierta y diferente escala. Al instante, a lo lejos, varias iglesias comienzan los repiques. Dan, din, don, en múltiples combinaciones de fuga. El recuerdo calca el tañido de la iglesia El Carmen, cuyo interior transcribe numerosas sacudidas. La última vez, lo íntimo y las vestiduras cayeron despojándola de su querencia. Numerosas rajaduras le recorren las gruesas y antiguas paredes. Obra arquitectónica en maravilla donde las personas juntaban su fe.

Al presente sólo las hormigas, insectos, pájaros y palomas la visitan a diario. Desde las alturas, reverentes conmemoran las plantas y árboles derribados al erigir un nuevo templo. Ese lugar pertenecía a sus ancestros y a la vegetación. Seres vivos también, quienes merecen un lugar digno en esta codiciada tierra. Se quejan que el santuario sagrado de los humanos les niegue un sitio apacible en la vida y en la muerte. Sospechan su estrago en alimento como sucede con las bestias mayores en el rastro.

De niña mama Luci me llevaba a misa en la iglesia El Carmen. Aquí en la ciudad de Santa Tecla. Recuerdo la fachada amarillo pálido, en beige, lo demás celeste, con la Virgen en la cúspide de la entrada. Colores tan roídos por el tiempo como los animales en su escases. A veces pasábamos antes de hacer las compras en el mercado ubicado a una cuadra del lugar. Todo quedaba tan cerca. Me asombraba su hermoso diseño interno y externo, que siempre exhibía un detalle peculiar en el ornamento labrado. Seguía la caminata de sus hermosos vitrales a medida que la misa avanzaba, ya que los colores resplandecían a la luz solar. Sus altísimos y numerosos pilares los imaginaba de chocolate. Solemnes, nos sentábamos en las bancas enormes, de madera castaña. Me mantenía quieta y en silencio, observando el obrar de la gente adulta e imitaba los gestos de mi abuelita. Ambas usábamos vestido. Ella, lentes de ojo de gato que me encantaban, al admirar su porte galante. Yo la miraba continuamente, mientras avanzaba el ritual de la misa. Siempre cercanas al altar mayor.

—¡Mama Luci, qué bonita es esta iglesia! Me gusta venir aquí
—Sí, es bien bonita. Decía tu bisabuelita Amalia, que antes no era así, era chiquita como un rancho grande, después la hicieron más alta.
—A saber como era el techo, dije
—A saber… chiquito me dijo ella, y reímos
Esta iglesia fue la primera en El Salvador, con un estilo neo-gótico en su arquitectura. Por eso ves que cada una tiene sus orlas características. Aclaró ella
—¡Que interesante eso!, mama Luci. Me gustan las figuritas y colores de las ventanas, dije
—Sí, se llaman vitrales, casi todas las iglesias tienen. Ese redondo de allá, es un rosetón para nuestra señora del Carmen. Pues por ella hicieron esta iglesia.
—Yo imagino esto de chocolate, dije yo.
—Sí, tu favorito, me recalcó ella.
La gente se instalaba en las bancas, hasta encajar como piezas dispuestas de un ajedrez gigante. Los asientos se abarrotaban en su mayoría de mujeres, personas adultas mayores, niñas y niños. El padre llegaba por último, mientras los acólitos arreglaban el altar.
Observábamos los vitrales y sus hermosas formas que resplandecían en las altas paredes e imaginábamos leyendas que recitábamos mientras la misa no comenzara. Ella siempre me dijo que era importante contar historias. A mí eso me encanta. Contar los relatos que ella siempre me recita. “Al acercarse el temblor de los años” — me aseguró— “ del recuerdo sólo pervive la fábula hecha palabras”.

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