Tania Primavera
Entro en un carro, salgo de otro, no los conozco, no me conocen. Pido su servicio a diario por la mañana, ellos no pueden faltar. A veces quiero tener el plan para caminar. Tendría que llegar empapada en sudor al museo. Tendría que caminar algunos kilómetros por la ciudad. Rodear la universidad, caminar, ver lo que pasa con los que pasan. Esquivar los mismos lugares para que nadie sepa que paso ahí todos los días.
Pero aún no lo he logrado.
No escatimo y les cuento cosas que me pasan. O a veces me cuentan cosas que a ellos les pasa. Alguna vez, es una mujer que maneja. Me cuenta de su hija, me cuenta de sus vanidades o affaires.
Para conversar
hay pocos oídos,
para escuchar
también.
Si no me conocen
es mejor.
Y sonríen.
Y no les importa escuchar.
Los que están cerca están aburridos de la historia. Ellos no saben mi historia. La conocen en esos minutos en trayecto por las calles y el tráfico de las siete de la mañana. Hablamos un día de Sigmund Freud, el gran psicólogo de Viena. Y entre tanta cosa, se me han salido las lágrimas. Analizo sus canciones. Muchas veces, son letras cursis, o de hombres inocentes con mujeres malvadas, risa y risa, pocas veces casi nunca una música elegante.
Hoy, al que me tocó, le conté sobre los jarabes naturales que ha hecho mamá y que hasta bálsamo y la miel de Rumanía les puso, él me dijo que no tenía mamá, que fue su abuela que lo crio, y su mamá lo abandonó.
Les dejo ser.
Les dejo hablar.
Me dejan ser,
me dejan hablar.
Lo cierto, es que todo es como terapia en camino, terapia en el Uber. Mientras limpio con la franela mis lentes redondos oscuros, reviso un poco el celular, y veo por la ventana el árbol de papaya que crece cerca de la vendedora de fruta y la gente pasar.
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