Luis Armando González
En El Salvador actual, aparentemente, todo es importante. Cualquier cosa suele convertirse en el tema del momento, sin importar su trascendencia (o poca trascendencia) para la vida de la gente. Definitivamente, hay dinámicas y problemáticas que influyen decisivamente no sólo en la convivencia social inmediata, sino en la configuración y estructuración de la sociedad en su conjunto, razón por la cual deberían estar en la primera línea de atención colectiva.
Sin embargo, esas dinámicas y problemáticas –agotamiento del modelo económico terciarizado, concentración de la riqueza, explotación económica, debilitamiento financiero del Estado, estructura fiscal regresiva, entre otros— no suelen ser objeto de la atención pública y, cuando eventualmente lo son, pronto son desplazadas por “temas del momento”, elaborados e inflados mediáticamente, con la finalidad expresa de impedir que los ciudadanos se hagan cargo de ellos y cuestionen a quienes impiden su solución.
La derecha mediática juega a “posicionar” temas en el imaginario colectivo, atendiendo a intereses ajenos a los sectores mayoritarios de la sociedad. De esa manera, impide que asuntos importantes –que sí están ligados a los intereses de la mayoría— salgan del debate público o, si acaso se han hecho presentes, pierdan relevancia y se ahoguen en el mar de los “hechos” que las grandes empresas de comunicación fabrican y ponen en circulación a diario.
Cuando una sociedad se inunda de “hechos mediáticos” inflados, descontextualizados y ajenos a la vida de la gente –ajenos a la configuración y estructuración de la sociedad— no sólo se pervierte el debate público (con el subsiguiente debilitamiento de la democracia), sino que la confusión colectiva hace acto de presencia, impidiendo hacer las distinciones necesarias y oportunas para encauzar las energías sociales de manera positiva y creadora.
Se pierde el sentido de lo que es importante y de lo que es secundario, pues o bien todo es importante o bien nada importa y todo da igual. Este es el sentimiento que cotidianamente –y lamentablemente—, cultivan unas empresas mediáticas cuya finalidad es la rentabilidad a expensas de una racionalidad crítica mínima en los ciudadanos. O la rentabilidad gracias a la manipulación colectiva por obra de juegos de imágenes y de palabras que impiden distinguir lo que importa de lo que no importa.
Con todo, una sociedad no puede estar permanentemente envuelta en una malla de imágenes y palabras que conducen a la conclusión de que todo importa en igual medida o nada tiene importancia y, por tanto, lo mejor es dedicarse a cuidar de los propios asuntos sin que importe la suerte de los demás.
Con una mentalidad colectiva dominada por esa visión de la realidad, no hay manera de que se generen actitudes y comportamientos solidarios y comprometidos con las necesarias transformaciones de la realidad social, económica, cultural y política.
En el caso de la sociedad salvadoreña, graves problemas acumulados históricamente, y que han hecho eclosión en el presente, obligan al discernimiento, al juicio crítico que permita separar la paja del trigo, es decir, que permita atender aquello que en verdad importa para la vida de la gente, dejando a un lado temas que, desde el criterio mencionado, son secundarios o francamente irrelevantes.
En estos momentos, en El Salvador se deben tomar decisiones de envergadura nacional que permitan cambiar de rumbo a la nación, pues de lo contrario se seguirán reproduciendo dinámicas que hacen casi imposible una convivencia social pacífica, con un bienestar socio-económico mínimo para la mayor parte de la población que precisamente sea el soporte material de esa convivencia. Para tomar esas decisiones –que van más allá de las acciones de gobierno— se requiere impulsar una agenda de prioridades que marque las pautas del quehacer del Estado en su conjunto, lo mismo que de los diferentes actores de la realidad nacional.
Sin voluntad política, si compromiso ético y sin visión de país no se podrá establecer esa agenda de prioridades nacionales, y sin ella no se atinará a determinar qué es lo importante –y por lo tanto, debe ser merecedor de los mejores y mayores esfuerzos— y qué es lo secundario, o incluso irrelevante.
Y si no se toma en serio la necesidad y urgencia de priorizar los problemas y dinámicas que requieren de atención nacional, no sólo se seguirá dando palos de ciego, sino que se seguirá alentando la confusión, el pesimismo y la incertidumbre en la población, desbaratando la posibilidad de que las energías colectivas se encaucen hacia un nuevo proyecto de nación.
Es, pues, tiempo de priorizar. Es tiempo de identificar los problemas y dinámicas que han estructurado y configurado este país que tenemos, y que por muchas razones no es un país del cual podamos sentirnos orgullosos. Es tiempo de renunciar a inflar hechos irrelevantes (o secundarios) para la vida de la gente, con fines de ajenos al bien común y al interés general. Es tiempo de hacerse cargo del daño que provocan en el debate público y en las percepciones ciudadanas las coyunturas ficticias, creadas mediáticamente con el objetivo de manipular la opinión pública. Es tiempo de una ética mínima que nos obligue moralmente a poner la mirada en aquellos que están en condiciones de precariedad, vulnerabilidad y pobreza debido a mecanismos socio-económicos excluyentes y generadores de desigualdades intolerables.
Es tiempo de renunciar a protagonismos estériles, que sólo tienen como propósito la autopromoción mediática y la puesta en escena del propio poder.
Es tiempo, en fin, de (re) establecer las relaciones ineludibles entre riqueza y pobreza, opulencia y miseria, bienestar de unos pocos y abandono de la mayoría.