René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
Como si fuera la mayor virtud confieso que estoy orgulloso de ser pueblo, de sentirme pueblo, de ponerme sus zapatos rotos y sus camisas remendadas, y de comer lo que come en las aceras y mercados, sobre todo en estos días en los que refrendar la utopía puede llegar a ser, en la historia del país, la madre de todas las luchas por la justicia. Hace veintisiete años -con la ilusión cargada en un fusil cuyo imaginario mostraba el camino- se firmaron los Acuerdos de Paz. Ese fascinante documento se convirtió, por derecho adquirido, en la brújula con polos trastocados y en la luz escarlata de las ilusiones de miles de paisanos que fueron incinerados lentamente, en la golosa hoguera de la esclavitud capitalista; y que fueron cocidos a balazos rápidamente por la dictadura militar. En los primeros tres años, hasta 1995, sentimos que acababa la dura, ruda y larga penitencia de la miseria en carne viva. Veintisiete años después, debemos reconocer el innegable hecho de que el pobre sigue siendo pobre, aunque hoy tenga el derecho a gritar que tiene hambre. Veintisiete años después, la densa cotidianidad del pobre sigue siendo una cárcel adscrita, para millones, y recurrentemente adquirida para miles. Veintisiete años después, el pobre y el empobrecido cohabitan en la mazmorra de la miseria construida en el sótano del inmenso centro comercial de la galopante y obscena prosperidad material. Veintisiete años después, el pobre todavía muere de hastío y de frío en los oscuros rincones y en las esquinas sospechosas de la sociedad salvadoreña y se encuentra exiliado en su propia tierra; desterrado en su propia familia; preso en su propio dolor; asaltado en su propio escrutinio final.
Y así, con un cheque sin fondos en la mano izquierda asistimos a las urnas para dramatizar, de nuevo, una condición dramática: la desilusión más extrema, no del estómago, sino del alma cristalizada por la nostalgia de lo que nunca sucedió. En cierto modo llegamos a las urnas de nuestra triste democracia para cobrarle un cheque a la historia y a su escoria, y ese fue un acto revolucionario. Cuando los inventores originarios de nuestro país redactaron los alucinógenos ideales de la primera Constitución (1824), plasmaron una promesa de la que todo salvadoreño sería heredero: “El Estado es y será siempre libre e independiente de España, de México y de cualquiera otra potencia o gobierno extranjero, y no será jamás el patrimonio de ninguna familia ni persona (…) la República y el Estado protegerán con leyes sabias y justas la libertad, la propiedad y la igualdad de todos los salvadoreños”. Esos artículos eran la tácita promesa de que todos los hombres tendrían garantizados los derechos inalienables de vida, libertad e implícitamente el derecho a la felicidad. Hoy resulta más que evidente que El Salvador es, como Estado, una promesa fallida, una leyenda sin héroes populares; una patria con pocos patriotas porque la inmensa mayoría carece de patrimonio.
Y es que tan solo unos años después de firmada la primera Constitución, en lugar de honrar su obligación (que todos creían sagrada) El Salvador le dio al pobre y al empobrecido un cheque sin fondos que rebotó de masacre en masacre durante todo el siglo XX. Sin embargo, estoy seguro de que la cuenta de ahorros de la justicia todavía tiene fondos suficientes; estoy seguro de que hay dinero en los fideicomisos del coraje popular en este país, los cuales cambian algunas cláusulas, pero no los beneficiarios; estoy seguro de que los corruptos y corruptores de derecha e izquierda -que han hecho sus cómodos nidos en los distintos gobiernos usando la basura de sus fraudes electorales- no han vaciado del todo la cuenta de ahorros de la utopía. Por eso las votaciones de 2019 fueron como ir a cobrar ese cheque esperando que esta vez no nos lo reboten.
Como si se tratara de un país ajeno al que se le reclaman agravios, las urnas fueron el lugar simbólico para recordarle a El Salvador –ese abstracto perverso con que nos manipulan y atribulan- que el hoy termina hoy, y al doblar la papeleta rogamos porque nos oiga… Y entonces recordamos que “el vivo a señas y el tonto a palos”. Ya pasó el tiempo de la gradualidad extrema (¿cómo puede haberla después de una cruenta guerra civil?), no nos podemos dar ese lujo obsceno -que es una coartada, más bien- de sentarnos a esperar que las cosas cambien por sí solas; no podemos seguir bebiendo la pócima letal del conformismo y del “pasito a pasito” con que nos han traído estos últimos treinta años. Después de casi cuatro décadas de luchas por la justicia social, ya es hora de remontar el patético pantano de la exclusión social, y remontarlo desde las condiciones que nos fueron legadas. Ni modo en esas condiciones nos han puesto quienes debieron hacer avanzar la revolución social, pero la corrupción es una droga poderosa cuya adicción solo puede curarse con lienzos de conciencia hirviendo.
Es hora de salir de la cárcel clandestina de la injusticia social, y es hora de reclamar la propiedad sobre los ejidos de la democracia real, que es tan política como económica; que es tan ideológica como normativa; que es tan mundana como virtual. Sería un suicidio para el país y para la cultura política no reconocer las urgencias político-sociales de la coyuntura.
Estos días diluvianos de la genuina desilusión del pobre y del empobrecido no pararán su marimba hasta que salga un sol arbitrario que seque los pantanos de la miseria e ilumine la libertad. 2019 no es un fin, solo debería ser un principio, pero eso depende del pueblo y nada más del pueblo. Quienes piensan que no votar por la izquierda partidaria es una traición a la utopía no saben lo que esta significa y no saben absolutamente nada de marxismo; quienes piensan que el pobre crónico y el pobre perentorio solo necesitan desahogar su desencanto por un rato y que después cualquier cosa les parecerá bien, tendrán una lección dura, porque esta es la última oportunidad que tiene el pueblo para cambiar la lógica política… Y parece no estar dispuesto a perderla.
No habrá tregua en El Salvador hasta que el pobre recupere sus derechos y sus deberes. El huracán de la revuelta utópica continuará desbaratando las bases del país hasta que la justicia social renazca, no importa cuál sea el instrumento social que se utilice.