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Todo el peso de la ley

Amndré Rentería Meza

Escritor joven

 

El anciano doctor Bellegarride llegaba religiosamente todas las mañanas a su cuarto de estudio para revisar una y otra vez sus apuntes sobre legislación nacional. Tenía una extraña manía que no lo dejaba dormir: quería enmendar todas las leyes que se habían escrito en aquel país.

En su mesa de trabajo sobresalía una montaña de códigos, doctor leyes, normativas, convenios y declaraciones. Las páginas de todos los documentos estaban marcadas con plumones fluorescentes, y en sus márgenes destacaban numerosos apuntes y reflexiones. Apenas cabían ya tantas letras.

Mientras corregía era imposible sacarlo de su despacho, aun cuando sus dos impertinentes nietos que vivían con él le rogaban para que dejara de escribir y jugara con ellos. Él seguía empecinado en mejorar el contenido de la inmensa torre de leyes que tenía acumulada en su escritorio.

Los niños eran tan constantes como el doctor, llegaban a diario a persuadirlo de que abandonara la faena. Se metían debajo del escritorio y le jaloneaban los pantalones. El doctor Bellegarride, ilustre abogado de la República y retirado con honores hace tres décadas, les replicaba que no podía salir a jugar porque la ley está por encima de todo. Los niños, que no entendían de esas cosas, alzaban los hombros y salían al patio a jugar. El doctor sonreía y pensaba, Algún día lo comprenderán, algún día.

Al contrario de lo que pueda creerse, el doctor Bellegarride era un hombre cariñoso, alegre y para nada cascarrabias, sus nietos lo adoraban. Lo curioso era que su semblante cambiaba por completo cuando la idea de reescribir los artículos llegaba a su cabeza.

Por la noche, cuando se daba por satisfecho de su trabajo, el doctor se retiraba a su dormitorio a descansar. Pero el fantasma insaciable de las leyes salía a su paso y no lo dejaba en paz. Justo en el momento en que se acomodaba en la almohada, su mente comenzaba a girar en torno a los decretos. Se figuraba que a lo mejor sus correcciones no fueran del todo precisas, así que dormía intranquilo y a la mañana siguiente se levantaba y se encerraba en el estudio a editar. Esta historia se repetía a diario.

Sucedió que en una tarde de lluvia, mientras el doctor estaba trabajando, los niños llegaron decididos a sacarlo del encierro. Le jaloneaban el ruedo del pantalón y tiraban el elástico de los calcetines. El doctor trataba de espantarlos de buen humor diciéndoles, Ahora no puedo.

Debajo de la mesa, los niños se mecían de un lado a otro. La pila de libros que rodeaban al doctor estuvo a punto de venirse al suelo, pero en ese instante los niños cesaron el movimiento. Resignados, los nietos salieron al patio a saltar en los charcos y a buscar babosas debajo de las piedras húmedas. El doctor clavó nuevamente sus ojos en los artículos y se puso a trabajar concentradamente.

Después de un rato, el doctor Bellegarride sintió por primera vez un inexplicable remordimiento cuando escuchó las sonrisitas de sus nietos bajo la lluvia. Sonrió. Voy a darles una sorpresa, dijo con voz fuerte, como si alguien más lo escuchara.

Iba levantándose lentamente de su silla cuando la voz interior de la legalidad lo detuvo en seco. Se paralizó y sin más decidió volver al trabajo. Al dejarse caer en la silla, golpeó sin quererlo una parte del escritorio. El impacto fue suficiente para que la pesada torre de libros, que hasta entonces estaba al borde del precipicio, se le viniera encima al doctor Bellegarride. Cayó sobre él, como quien dice, todo el peso de la ley.

Cuando la noche era espesa y los niños se dieron cuenta que su abuelo no había salido de su cuarto de estudio, entonces fueron a buscarlo. Abrieron la puerta y sin mayor sobresalto lo encontraron sin vida debajo de una montaña de libros de leyes. Los niños reflexionaron en silencio.

-Ahora lo entendemos, abuelo. La ley está por encima de todo -dijo uno de ellos.

Después cerraron la puerta y se fueron a dormir tranquilamente, con la sensación de que su abuelo era un hombre sabio.

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