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Todos somos diputados (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Compañeros y compañeras del pueblo con quienes, a mucha honra, compartí la noble misión de tomar las armas para armar la insurrección en los cien mil barrios olorosos a querencia y en los mercados vulnerables al fuego, y aunque su trama y ejecución fue una patética farsa de los otros, no lo fue para nosotros que, con amor indecible, pusimos el cuerpo y la mente y el corazón en las calles y los cerros. Compañeros y compañeras con quienes hoy comparto la loable condición de ser un militante de la utopía social, de ser un ciudadano que no puede olvidar que vive en el país de las víctimas sin victimarios encarcelados y de los traidores sin traición confesa, les confieso que lo anterior fue lo que me dejó claro que necesito tener a la mano la sociología jurídica crítica que rivalice con los pobres abogados que no abogan por los pobres y excluidos; fue lo que me dejó claro que el saber y el imaginario de las víctimas del genocidio económico y militar no ha entrado en la Constitución ni en la revolución. Compatriotas que viven y sufren desde lejos el inconcluso sueño guanaco que es mucho más grande, ilustre y hermoso que el indignante sueño americano que premia la desigualdad social fomentando la sistemática exclusión social que no perdona ni condona… ni usa condón.

Aquí está, junto a mí, la memoria histórica remendando sus olvidos con una fuerza que es devastadora cuando se toma conciencia de la realidad para transformarla. Aquí estoy con el pueblo del monseñor Romero que convirtió sus fulminantes y suicidas homilías en organización popular, y eso lo metió en el selecto grupo de los muertos que nunca mueren; aquí está la gente humilde con su militancia sin boletas de empeño y con zapatos nuevos; aquí está la gente de barro congregada en una ilusión huidiza, mostrando toda su sensibilidad y esgrimiendo con maestría la indignación inevitable de las madres que ven aguantando hambre a sus hijos o los ven desaparecer bajo tierra o rumbo al muro del norte. Aquí estamos los militantes indignados cargando nuestra recia y necia cultura política democrática que sabe que hay aventuras partidarias que hay que cerrar, de una vez, aunque tengamos que dar un paso atrás para retomar el camino correcto. Aquí estoy, aquí estamos, aquí están los que asumirán un cargo público sin salario público –ya que no forma parte de la burocracia- para garantizar que las decisiones ciudadanas sean ejecutadas al pie de la letra, porque, a partir de hoy, todos somos diputados, todos somos el “diputado cero” porque dividimos en dos los distintos sentidos de la política: la positiva y la negativa.

Este que ven aquí moviéndose como indómita hojarasca, es el pueblo que sabe del hambre cotidiana (pero que no sabe de ideologías extramundanas), un tipo de hambre que sigue siendo tal si no se concreta en un plato con comida… y frente a esa hambre pido perdón por no haber sido capaz de comprender que la ideología no está hecha sólo de palabras y de promesas. Este es el pueblo que sabe que la cuarta revolución industrial y la era digital solo tienen sentido si se traducen en una sociedad de bienestar para la familia que amamos, hasta lo indecible, porque nos socializa piel a piel, y que sabe que para que sea permanente y estable tal sociedad debe fundirse con una democracia real y directa como el voto que la representa. Esa es, sin pelos en la lengua, la exigencia vital; esa es la realidad que enfrentaremos al asumir el cargo de “diputado cero” para alzar la voz cuando sea necesario, lo cual haremos con determinación inequívoca.

El pueblo, trascendiendo los partidos políticos, hoy sabe o intuye cuál es su responsabilidad histórica, y esta es de la mayor relevancia para la revolución de la lógica política en El Salvador, esa utopía que le ha sido negada, deliberadamente, por quienes quieren que la corrupción e impunidad sigan siendo los tétricos gendarmes de la gobernabilidad. Los olvidados militantes de la utopía sabemos que somos los orgullosos e inconstitucionales herederos de la revolución social que, por aquello de la necesidad que no deja de morder, optó por el uso de las armas, pero esa condición no garantiza –per se- nuestra legitimidad política y nuestra identidad cultural e ideológica que sigue vigente, que sigue inconclusa, aunque los políticos y sociólogos dietéticos digan lo contrario; aunque los historiadores sin historia propia escriban crónicas reaccionarias y fétidas en las que niegan al pueblo.

La legitimidad e identidad debemos ganarlas a diario con nuestras propuestas de cambio, con nuestros actos políticos y administrativos coherentes, con nuestras ideas sociales y creencias culturales como argumentos para el debate abierto al pueblo y abierto por él. Con el partido beligerante que fundamos en los años 80s -y que no tiene nada que ver con el que se erigió como partido oficial y oficialista en los años 90s-, realizamos hazañas que deben enorgullecernos y enorgullecer a nuestras familias: evitar que El Salvador siguiera siendo la guarida venérea de los genocidas que patentaron décadas y décadas de dictadura militar. La situación actual de un pueblo decidido a acabar con la corrupción sería inimaginable sin las cruentas luchas previas y, por tal razón, la herencia es una exigencia, es un compromiso moral para construir a diario la legitimidad como reflejo de la voluntad del pueblo, pues sólo los partidos tiránicos y corruptos fundan su legitimidad en la costumbre acrítica y en el poder acumulado desde la burocracia que enriquece de la noche a la mañana.

Nosotros, los que asumimos un cargo público, pero no a un puesto asalariado (porque no es lo mismo), vivimos y amamos todo lo que implicaba la revolución social que sigue mostrando –a pesar de lo caudaloso del río de la corrupción- los caminos de las reivindicaciones populares que fueron olvidadas o que, en el peor de los casos, fueron vendidas al mejor postor, al único postor, al postor y pastor de siempre: el capital. Pero quienes nos sumergimos en la lucha armada, en las protestas políticas, en la metafísica de las ilusiones populares, en la física de la explotación consuetudinaria, en los laberintos hermosos de la poesía y la novela que decodifican el dolor y los sueños con metáforas inconfesas, en las aguas profundas del mar ansioso de la sociología comprometida, en la deliciosa pupusa de las malas palabras… nos hemos sumergido en todos esos sitios irreales y reales, hemos estado del otro lado de la vida, y hemos llegado a la conclusión vertical e insobornable de que la democracia directa debe ser el imaginario de lo político-electoral; de que la libertad irrestricta debe estar direccionada por el bien colectivo; y de que la justicia social como forma de gobierno son las misiones a las que nos debemos.

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