Caralvá
Intimissimun
En la autopista han colocado un anuncio: “se acepta ripio y tierra”, desde entonces cientos de camiones van forjando un muro que se levanta poco a poco como frontera blanda, con cientos de colores y fragmentos de un gigantesco óleo.
Vivimos en las comunidades llamadas: El Cañito y Las Brisas, sobre nuestras espaldas caen cortinas de desechos por mandato de los potentados, dueños del borde opuesto.
Al fondo de las esperanzas fallidas, en el último sitio de la desesperación vivimos nosotros. Somos una comunidad pobre, en realidad pobre, nuestra fotografía refleja un tiradero de escombros, bajo los cuales una quebrada geográfica dibuja un riachuelo, que enfrenta un inocultable muro.
Hacia el Suroeste al lado de las familias ilustres existe un moderno sitio de recreo con caballerizas que recuerda la división de las “aceptadas” realidades sociales, ahí se ejercitan semana a semana en el deporte del hipismo los señores que fabrican muros de tierra de este lado del tercer mundo, al otro lado ellos se divierten montando sus potros de primer mundo.
Es magnífico saber que no existe más lucha de clases, solo existe paz entre nosotros aunque el capitalismo nos declara la guerra: “más a unos que a otros”, algunos dicen: “acertado en la envoltura de un caramelo”, “obedecen intereses crematísticos”, “revolucionario o aristócrata pero nunca aburguesado”, “la perfecta belleza del Romántico y el Gótico”, “capillitas y advocaciones más castizas”….. “pelillos a la mar”… pero eso no molesta en absoluto, en ocasiones vivir es suficiente motivo para celebrar la entrada al paraíso en nuestras casas, adornadas de colores cada Navidad y con pequeñas luces el día de la “noche vieja”, alejando con petardos ruidosos los malos espíritus, destruyendo los malos pensamientos que nos invaden porque nuestros empleos no dan para más, pero quizás lo suficiente para no renegar de nuestro presente, menos del futuro, aunque como Tántalo la realidad con la esperanza se distancian cuando intentamos lanzarnos al cumplimiento de nuestros deseos.
Acá no existe la pobreza, existe esa condición de abandono, acá se llama ajuste estructural y nosotros somos la parte más ajustada de esos planes.
No ignoro mi destino, uno le hace frente a todo, con la misma intensidad del sol, bajo las penumbras de esta sociedad feroz.
Me engaño al pensar que mañana será diferente, el mañana no existe, solo existe frente a nosotros ese gigantesco muro de tierra.
Sobre el térreo horizonte de nuestras comunidades, se acumulan toneladas de desechos formando una gigantesca portada de revista abstracta. Entre los escombros de materiales e impresos que caen por acá, por allá, incluso sobre nuestras casas, he recogido un documento errante en el cual puedo leer el nombre de Paul Gauguin, firmando un cuadro: “Visión después del sermón”, este cuadro tiene colores similares a los que explotan frente a nuestras casas.
Vivimos en el culo del mundo consumista, rodeados de tierra y desechos, he recogido fragmentos de algunas revistas de Historia fijando mi atención en una con el capítulo: “El asesinato de Tomás Becket” que vivió en 1170 siendo arzobispo de Canterbury pero falleció abatido por cuatro caballeros al servicio del rey Enrique II; después de leer la vida de ese hombre no he podido desprender su imagen de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, son dos seres en una persona bajo diferentes naciones y una diferencia de ocho siglos entre ellos, es tan parecido hacer el bien en un territorio distante como lo es ejecutar el mal eliminando las fronteras.
A través de una vida aprendo a amar a otros seres de otras naciones, a Tomás Becket y Oscar Arnulfo Romero les une un ejemplo y ambos coinciden en la Catedral de Canterbury con su imagen para la humanidad.
Luego encuentro documentos antiguos de la guerra, documentos extraviados de tantos años de sangre, son ejemplares carcomidos como uno llamado: “El Rebelde”, aquél era un instrumento clandestino de una organización insurgente con sueños revolucionarios, este pequeño documento detalla muertes juveniles armadas y martirios contra la dictadura, documentos inspirados a la luz de los ideales pro-soviéticos, son restos ideológicos que siguieron los caminos de la liberación hace 40 años… pero ahora reposan en las pasarelas de los basureros municipales, rellenos sanitarios o muros marginales. Pensar que contienen nombres de jóvenes idealistas, ellos fueron asesinados por instrumentos represivos en la plena oscuridad saturnal antes que llegara la democracia.
Uno se acostumbra a todo.
La vista se acostumbra al paisaje lunar o las auroras de horizontes impecables, colores naranjas, atardeceres espléndidos, entonces no pesan las penumbras ni la historia de milenios, solo disfrutamos de estos pequeños segundos junto a nuestras familias día con día. Al final es un consuelo y la tranquilidad de aceptar el destino, pero tan tarde comprendo que he pasado muchos años en plena rebelión y ya no puedo más.
Pero eso es otro cuento, no menos interesante.
Por ahora vivimos frente a un paredón que en su alma encierra un microcosmos urbano, coexiste la descomposición social y los símbolos abandonados, aquello connota un destello dominante: la revolución ha muerto. Los despojos del panfleto llamado: El Rebelde, que en otros días era un honor leerlo, ahora es parte de una breve historia desechada por algún desilusionado lector coleccionista que perdió la fe a fuerza de golpes históricos de diálogos-negociaciones y asesinatos entre líderes históricos…pensar que poseer ese panfleto durante la guerra civil significaba la prisión instantánea y ahora es solo otro material entre los miles de documentos sin valor alguno.
El “relleno de ripio y tierra” tiene como objetivo valorizar una extensión urbanizable a cualquier costo, es un mal hábito medioambiental que recuerda otras profundidades sociales de miles de ciudadanos.
Como en cualquier democracia del mundo, las paredes de la ciudad hablan y los muros emergentes tratan de ocultar el paisaje de la pobreza, donde usualmente estamos nosotros, como fantasmas.
Acá conocemos el amargo sabor de la tierra, paladeamos su densidad, su olor en descomposición orgánica, su maleable condición fronteriza entre la vida y la muerte, lo útil o inútil de símbolos en otros tiempos heroicos.
Hoy llegan tractores o máquinas pesadas que comprimen toneladas de ripio y tierra, nuestra visión está erizada de símbolos fragmentarios pero el conjunto es una torre de vigilancia que nos ausculta desde su límite.
La basura nos conduce ineludiblemente a emociones y fatalismo, es una obra colectiva en crecimiento, un concierto maloliente y fragmentado, que lleva a nuestra espiritualidad a distorsiones que chocan brutalmente con la realidad de un día para otro.
El olor del muro es frenético, lo llevo en mi, es mi segundo orden espiritual, me posee totalmente, ahí vivimos con mi mujer e hijos, hay sonidos rudos, clamores de la tierra comprimida, hay un ritmo monótono de tractores que comprimen a diario ese dique politonal, poco a poco va cambiando su forma, lo van moldeando las máquinas, aquel rostro fecal perverso y cuajado de efervescencia bacteriana, va adquiriendo un sentido vertical, como una extensa tapia de tierra multicolor.
La tierra acumulada posee tonos plásticos, cementos, cerámicas, memorias inútiles, llena está de fotografías que comunican superficialidad fría y ruinosa, acá no hay historia, simplemente es el fin de toda historia.
El señor del muro tiene un apellido ilustre, ha domesticado los desechos convirtiéndoles en falsas paredes de una muralla terrena.
El tiempo ha pasado, nuestras fronteras son: el muro de tierra y el cauce apenas insinuado del riachuelo, al mismo tiempo que ha crecido el muro, también han crecido nuestros hijos, por esta razón trabajamos muchas horas voluntarias para construir una pequeña escuela, la casa comunal y centros de reunión social, signos de una tenaz voluntad de parecernos a otros ciudadanos, con toda la seriedad que brinda la marginalidad de nuestra comunidad.
Un día de octubre, en plena temporada de huracanes, las estaciones de radio comenzaron una alerta de precipitaciones, poco a poco, la lluvia llegó con su ritmo intenso, llovía y llovía, el ritmo y la velocidad de esa música acuática era simple, cantaba en las paredes de nuestras casas una monótona nota irreverente y constante, fue entonces que el riachuelo, el despreciable afluente, mínimo en sus expresiones más emblemáticas, comenzó a crecer, crecer y crecer.
El riachuelo se convirtió en un formidable afluente, arrastrando el ripio del muro, destruyendo historias caducas y devociones devaluadas, sucedió que aquél muro prisionero y domesticado comenzó a liberarse de sus barrotes impuestos, se unían agua y tierra contra la comunidad en formidable alianza destructiva que arrasaba con todo: casitas, calles, jardines ornamentales o memoriales, centros comunales y lo que encontraba a su paso… abriendo brecha la correntada de lodo se impuso con categoría, aquello fue un amargo despertar a nuestros sueños urbanos, creímos que solo lejos de la ciudad ocurrían esos accidentes, que equivocados estábamos.
Así al segundo día de lluvia, nuestras casas estaban anegadas de lodo, nuestro pequeño paraíso que evocaba la felicidad, ascenso y la paz social, terminaba en desgracia, tristeza y exclusión, la tormenta se llevó todo, hasta nuestra visión del mundo que ahora yacía en el lodo. El muro terminó como terminan las historias de los pobres, exactamente como un óleo de Gauguin: “la vida y la muerte” con ese sentido de orfandad, pena y tristeza de la última nota de aquella melodía llamada Luzia[1]: “para que quiero llorar si ya no tengo a nadie quién me oiga”.
Algunos días después recibimos mucha ayuda de la ciudadanía. Incluyendo nuestros vecinos ilustres, la ciudad se unió en apoyo para reconstruir todo, así comenzó de nuevo la construcción de la escuela, iglesia, los arriates, las casitas y hasta las partes dañadas del jardín memorial, eso no impidió la demanda colectiva contra la ilegal construcción del muro, al final el juicio sirvió para hacer un muro tan sólido como la fe de muchos vecinos… nadie sabe para quien trabaja.
Todo fue reconstruido incluyendo la paz social, ahora el muro infunde tanto respeto como las mejores instituciones o el muro entre México y Estados Unidos está ahí… simple… pero extraño esos documentos desechados, llenos de historias rebeldes que pocos leen, en realidad no puedo olvidar a Tomás Becket y Oscar Arnulfo Romero.
[1] Luzia /Paco de Lucía – Madrid, España: PolyGram, 1998.
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