Luis Armando González2
I
Estas notas -que constituyen una especie de ensayo- contienen una reflexión (más o menos sistemática) sobre los vínculos existentes entre el trabajo –entendido como el gasto de energía humana para obtener recursos (energía) para vivir-, la supervivencia –entendida como la exigencia fundamental que hacen los genes a los organismos para asegurar su permanencia en el tiempo- y el bienestar –entendido como el equilibrio óptimo (interno y con el medio ambiente) al que tienden los organismos en sus afanes por sobrevivir. El argumento central es que los seres humanos como “máquinas de supervivencia” que son, han estado movidos (y lo están) por el afán de trabajar menos (invertir menos energía) para obtener más recursos (energía) del medio, lo cual esta presente ya en las tecnologías más rudimentarias heredadas de sus parientes de otras especies homo. Esta gestión de energía en favor suyo se ha traducido en un bienestar creciente, que ha mejorado sus posibilidades de sobrevivir, cuidarse y dejar descendencia. Para sustentar esta argumentación se ha recurrido a contribuciones decisivas provenientes de la biología evolutiva, paleontología y ciencias cognitivas, siguiendo principalmente los planteamientos de Richard Dawkins, Juan Luis Arsuaga, Steven Pinker y Antonio Damasio. Asimismo, se inserta en una línea de fundamentación científico natural de las ciencias sociales impulsada por el equipo Castro Nogueira (Laureno, Luis y Miguel Ángel), que esta poniendo en cuestión tesis fundamentales del Modelo Estándar de las Ciencias Sociales, según el cual lo social y lo cultural pueden entenderse al margen de la realidad natural (biológica, física, química, mental) del ser humano3. En estas notas son las nociones de trabajo y bienestar las que se examinan desde criterios biológicos, paleontológicos y neurocientíficos.
II
Desde que los seres humanos monetarizaron sus intercambios de recursos, la posesión de un mínimo de dinero se convirtió en algo imprescindible para acceder a determinados bienes y servicios no asequibles por otros medios, a menos que se tratara de pillaje o robo. La necesidad de contar con unos ingresos monetarios básicos ha sido parte de la vida de las personas, de manera creciente desde tiempos pasados, aunque solo se asentó firmemente cuando el capitalismo se estableció como modo de producción dominante, a partir de los siglos XVIII y XIX.
En el presente, en un mundo en el que impera una mercantilización de casi todas las esferas de la vida, poseer un ingreso económico mínimo es vital para los individuos y sus grupos familiares. Sin dinero no hay acceso a alimentos, vestuario, vivienda, educación, salud y recreación. De ahí que si a alguien se le priva (por las razones que sean, lo cual es otro asunto) de sus ingresos básicos, inmediatamente se le esta privando del acceso a lo que es esencial para su vida, la cual desde las revoluciones norteamericana y francesa –y, posteriormente, con la creación del cuerpo normativo de los derechos económicos y sociales en el siglo XX— se convirtió en uno de los principales bastiones a defender –junto con la propiedad, la libertad y la igualdad— por las naciones civilizadas. No es casual que en los textos constitucionales inspirados en aquellas revoluciones, y coherentes con las normativas de derechos humanos prevalecientes desde 1948, este plasmada como obligación indelegable de los Estados, la protección de la vida, la integridad y la dignidad de los individuos.
En el siglo XX fueron los Estados de Bienestar europeos los que dieron concreción al derecho de sus miembros de gozar de un ingreso mínimo, partiendo de su derecho a ver salvaguardada su vida, dignidad y bienestar, independientemente de su contribución laboral específica. Esto constituyó un cambió de envergadura en la concepción tradicional acerca de quiénes sí tenían y quienes no tenían derecho a percibir un ingreso económico: la concepción tradicional había amarrado (casi) férreamente los ingresos al trabajo, de tal suerte que estaba afianzada la idea de que solo tenían derecho a un ingreso económico quienes trabajaran (o tuvieran una ocupación o un empleo), siendo inconcebible (incluso, condenado por las morales al uso) que alguien recibiera un ingreso sin trabajar4.
En la cultura del capitalismo clásico era inconcebible (inmoral, parasitario) que quienes estaban forzados a trabajar para ganarse la vida (obteniendo un salario a cambio de vender su fuerza de trabajo) creyeran que merecían, si no trabajaban, algo más que la miseria. “Si quieres un ingreso, trabaja”: ese era el dictum de los capitalistas del siglo XIX y principios del siglo XX5. “Si recibes un ingreso sin trabajar, eres un holgazán, un aprovechado, un bueno para nada”: esta fue su arremetida moral, que era parte de una “moral del trabajo” más amplia en la cual se exaltaba la dedicación, la disciplina, la entrega y la dignificación alcanzada mediante el trabajo6.
III
La “moral del trabajo” fue de gran ayuda para una explotación rapaz de la fuerza de trabajo, que fue el signo característico del capitalismo de libre competencia. Eran tan voraces aquellos capitanes de la industria que no solo no querían dar algo a quienes no trabajaran, sino que a quienes lo hacían, les daban mucho menos de lo que les correspondía. Esto último fue un acicate de las luchas obreras de aquellos tiempos; luchas que se centraron en tres exigencias, en lo fundamental: derecho al trabajo (a un empleo), salarios justos y reducción de las agobiantes jornadas laborales.
Desde la lógica de los capitalistas (o de cualquier otro que hubiera nacido con las condiciones para no tener que trabajar para obtener recursos para vivir), las dos últimas exigencias estaban fuera de lugar, pues significaba que quienes las hacían querían trabajar menos y ganar más; y el secreto de la explotación radicaba justamente en lo contrario, es decir, en que se trabajara más y se ganara menos. Desde la lógica de los trabajadores, en la cual los ingresos eran (y siguen siendo) cruciales para acceder a mejores condiciones de vida, esa exigencia tenía pleno sentido, lo mismo que la de ver reducidas sus horas de trabajo, con lo cual tendrían tiempo para el descanso, esparcimiento y compartir con sus seres queridos, es decir, para su bienestar.
El Estado de bienestar logró conciliar, no sin dificultades, esas dos lógicas que no son necesariamente excluyentes, porque en el fondo sus protagonistas pertenecen a una misma especie (homo sapiens), y los miembros de esta especie se las han venido arreglando, desde hace unos 200,000 años para trabajar menos (gastar menos energías y esfuerzos) para obtener más recursos para vivir y disponer de tiempo libre para hacer cosas que les hagan felices. Y es que, en definitiva, el gran logro de una persona que nace con riquezas y propiedades (y que aumenta sus riquezas y propiedades explotando a otros) es no trabajar y disfrutar de la vida, accediendo a todo aquello que le de bienestar.
Este logro tal como lo revela la historia humana desde que se generaron excedentes en la obtención de recursos de la naturaleza, fue posible a expensas de otros, que tenían que trabajar obligadamente, no solo para sí mismos (para acceder a los recursos que les permitieran vivir), sino para quienes los mandaban, sus jefes, patronos o jerarcas militares, políticos o religiosos.
En tiempos del reinado del capitalismo de libre competencia, eran sus jerarcas en la industria los que buscaban acrecentar su riqueza y mejorar su vida (y la de los suyos) a expensas del trabajo de los obreros, a quienes en consecuencia se les expoliaba con jornadas de trabajo intensas y bajos salarios. No otra cosa hicieron reyes, príncipes, papas, cardenales, emires, jeques y sultanes (y sus cortes de aduladores) en la edad media europea y musulmana.