Luis Armando González2
IV
Individuos ricos e individuos pobres, individuos con herencia de patrimonio e individuos sin herencia –personas blancas y negras, mestizas, mulatas, morenas, altas y bajas-, poseen la misma condición de homo sapiens, con ancestros compartidos con chimpancés y bonobos3. En nuestra especie, la vena agresiva (violenta, según algunos autores) y de dominación de los primeros, se junta con la vena de empatía de los segundos, y que consiste en “hacerse una idea de las ansias y necesidades de los otros ayudarles a satisfacerlas”4.
Ambas han sido útiles a los individuos homo sapiens (a sus genes, diría Richard Dawkins) para sobrevivir, pero no de cualquier manera, sino maximizando su bienestar y minimizando los costos asociados al mismo. Precisamente, el trabajo –cuya definición clásica es “gasto o consumo de energía”- es una inversión de esfuerzo y energías que los individuos han tenido y tienen que hacer para obtener recursos o condiciones, desde la naturaleza o de productos previamente elaborados (en los que ya hay trabajo incorporado), para vivir, y no de cualquier manera sino de las más óptima posible en orden al bienestar y la reproducción biológica. Homeostasis es el nombre técnico de esa búsqueda biológica de bienestar y algo más.
“El proceso homeostático –dice Antonio Damasio- no es un simple estado de estabilidad. Mirándolo en perspectiva, es como si las células aisladas o los organismos pluricelulares dirigieran sus esfuerzos para conseguir un tipo concreto de estado de estabilidad propicio para prosperar. Puede decirse que esta regulación natural se orienta hacia el futuro del organismo, y podría describirse como una inclinación a proyectarse en el tiempo mediante una regulación optimizada de la vida y la descendencia. Se podría decir que los organismos no solo persiguen su bienestar, sino algo más… La esencia de la homeostasis es la gestión de energía: obtenerla y asignarla a tareas básicas como la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia. Esta tarea supone grandes esfuerzos para cualquier organismo, y mucho más para los organismos humanos, dada la complejidad del entorno en el que se desarrolla su vida”5.
Esos “grandes esfuerzos” –de los que habla Damasio- constituyen la esencia del trabajo humano, aunque por extensión –restando las dimensiones de planificación consciente del trabajo humano- aplica para todas las especies vivientes, que también “gestionan energía” para “la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia”.
Una gestión energética exitosa se mide por los resultados que como diría Dawkins, residen en la procreación y descendencia de los genes, que usan como “maquinaria de supervivencia” a los individuos (ya sean estos plantas, bacterias, hongos, mosquitos o primates). Esos resultados exitosos solo son posibles si, en el intercambio de energía que se da entre los individuos y el entorno natural (y social), la inversión energética que hacen los primeros (para hacerse de recursos-energía para vivir) es menor que la energía obtenida, es decir, si esta es mayor que la primera. Lo contrario es una amenaza para la vida, para la homeostasis, y en el límite puede llevar a la muerte de los individuos, siendo preámbulos de ésta el agotamiento y el deterioro biológico y la enfermedad. Trabajar menos y obtener más recursos para el bienestar orgánico y mental (en el caso de los organismos con mente) es un imperativo para el éxito reproductivo y para la supervivencia. Trabajar más (gastar más energía) a cambio de menos es una amenaza que esas “maquinarias de supervivencia” (que son los organismos) intentan –guiados por sus genes— vencer, y –cuando no lo logran— es su supervivencia la que está en peligro.
“Nosotros –dice Richard Dawkins— somos máquinas de supervivencia, pero ‘nosotros’ no implica solamente a las personas. Abarca a todos los animales, plantas, bacterias y virus. Es muy difícil determinar el número de máquinas de supervivencia sobre la tierra, y hasta el número de total de las especies es desconocido… Todos somos máquinas de supervivencia para el mismo tipo de replicador, las moléculas denominadas ADN. Hay muchas maneras de prosperar en el mundo y los replicadores han construido una vasta gama de máquinas para prosperar explotándolas. Un mono es una máquina que preserva a los genes en las copas de los árboles, un pez es una máquina que preserva a los genes en el agua; incluso existe un pequeño gusano que preserva a los genes en la cerveza. El ADN opera de manera misteriosa”6.
¿Y esos primates que somos nosotros? Preservamos los genes en los entornos socio-naturales que desde hace unos 200,000 años –al inicio con tecnologías incipientes heredadas de otros parientes del género homo7 y en el presente con tecnologías complejas alimentadas por la ciencia— hemos venido construyendo, y que se han revelado bonancibles para una gestión energética, que en definitiva ha sido favorable para la supervivencia de la especie homo sapiens, de los individuos que la forman y de sus genes. Que estemos aquí, luego de un recorrido evolutivo de unos 200,000 años, así lo pone de manifiesto. Cualquier individuo homo sapiens que veamos ahora –mediano, pequeño, alto, moreno, negro, blanco, amarillo, musculoso o grácil— llegó hasta aquí –y con el grupo racial o étnico del que forma parte— porque su cuerpo es una “máquina de supervivencia” exitosa8.
V
Una de las claves evolutivas que explican el éxito de los individuos de nuestra –y en última instancia de sus genes— es que en la ecuación que vincula trabajo con recursos para la vida, la cantidad de energía (y esfuerzo) gastado en la obtención de recursos es menor que la energía obtenida de estos. La vuelta de tuerca de esa ecuación en favor del ahorro del trabajo radica la capacidad de supervivencia del homo sapiens. Y para ello, los conocimientos y la tecnología ha sido decisivos, desde las herramientas más rudimentarias (hechas a partir de piedra y madera y usadas por individuos de otras especies del género homo, como el homo habilis, el homo ergaster, el homo erectus y el homo neanderthalensis)9 hasta los modernos equipos mecánicos y electrónicos (por ejemplo, carros, lavadoras, refrigeradoras, aire acondicionado, computadoras, teléfonos, aviones, barcos y robots). Con mejoras tecnológicas graduales o con transformaciones espectaculares, el resultado ha sido –ya sea en pequeña o ya sea gran escala— la reducción de la energía y del esfuerzo humano (o sea, el ahorro de trabajo) a cambio de una mayor obtención de recursos para la vida y un mayor bienestar.
A lo largo de la historia del homo sapiens, aunque de manera extraordinaria desde el Renacimiento y luego en los siglos XVII y XVIII, la balanza se fue inclinando en favor del ahorro del trabajo y el aumento del bienestar. Los individuos homo sapiens como máquinas de supervivencia que somos hemos batallado desde siempre por obtener mayores recursos para vivir –reparar nuestro cuerpo, sentirnos bien reproducirnos y dejar descendencia— invirtiendo la menor energía y esfuerzos posibles, según han sido (y son) las condiciones socio-naturales y las capacidades culturales y tecnológicas disponibles.
En la mayor parte de la presencia del homo sapiens en la tierra (y su ancestro de hace unos 900,000 años, el homo antecesor), lograr que la ecuación fuera favorable para la vida y el bienestar ha sido sumamente difícil, siendo en muchos momentos casi imposible obtener recursos que superen, significativamente, el esfuerzo y energías (trabajo) invertidos. En los lejanos tiempos de dificultades extremas para sobrevivir, hunde sus raíces la “moral del trabajo”, que se convirtió en el marco sancionador para aquellos en los que el egoísmo era más fuerte que el altruismo y la cooperación. Las personas enfermas o ancianas también eran un problema, pese a lo cual nuestros ancestros se las ingeniaron, como revelan los datos paleontológicos de Atapuerca10, para cuidar de aquellos que por dolencias físicas severas estaban impedidos para trabajar. Sin embargo, no todo era primor y cuido hacia los semejantes, pues el canibalismo –como también revelan los datos de Atapuerca— no era ajeno a aquellos humanos empeñados en sobrevivir en ambientes precarios y hostiles.
1Estas reflexiones se han ido tejiendo al calor de interesantes discusiones con mis alumnos de la Maestría en Derechos Humanos y Educación para la paz, de la Facultad Multidisciplinaria de Occidente de la Universidad Nacional de El Salvador.
2Docente Investigador de la Universidad Nacional de El Salvador, Escuela de Ciencias Sociales. Miembro del grupo de Trabajo CIESAS Golfo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
3Cfr. Frans de Waal, El mono que llevamos dentro. Barcelona, Tusquets, 2018.
4Ibíd., p. 16.
5Antonio Damasio, El extraño orden de las cosas. La vida, los sentimientos y la creación de las culturas. Barcelona, Planeta, 2018, pp. 72-74
6Richard Dawkins, El gen egoísta extendido. Madrid, Salvat, 2017, p. 28.
7Como el modo olduvayense de fabricación en piedra, de hace más de 2 millones de años. Cfr., Juan Luis Arsuaga, Manuel Martín-Loeches, El sello indeleble. Pasado, presente y futuro del ser humano. Barcelona, DeBolsillo, 2018, pp. 202-203.
8No tiene sentido, pues, afirmar que cualquier grupo humano de los que actualmente existente –o los individuos que los forman—son superiores o inferiores en virtud de sus características físicas. Los que son menudos, bajos o medianos, poco o nada musculosos o espigados son exitosos en los entornos socio-naturales en los que siguen reproduciéndose sus genes. Esto aplica a las mal
llamadas “especies inferiores”, que son muestran su éxito en la medida que siguen dejando descendencia y no han dejado de hacerlo desde hace miles de años.
9Cfr., Juan Luis Arsuaga, El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores. Madrid, Booket, 2019.
10Cfr., Eudald Carbonell, Rosa M. Tristán, Atapuerca. 40 años inmersos en el pasado. Barcelona, National Geographic, 2017.