Luis Armando González2
Para los humanos de hace unos 200,000 años fue extremadamente duro conseguir recursos para su vida, lo mismo que lo fue para las otras especies del género homo ya desaparecidas. Tuvieron que trabajar hasta la extenuación, en ambientes extremos y hostiles (con amenazas naturales de todo tipo: sequías, fríos o calores extremos y depredadores, por ejemplo), para conseguir aquello que era necesario para sobrevivir. Durante miles de años apenas superaron levemente, en la energía obtenida, lo invertido en energía y esfuerzo.
Cuando esa balanza les fue desfavorable –cuando fue más el trabajo y menos lo obtenido en recursos para vivir y tener bienestar— el deterioro, la enfermedad y la muerte asolaron a las comunidades humanas. Aun en este siglo XXI, con toda su riqueza y las conquistas científicas y tecnológicas con las que se cuenta, hay comunidades humanas a las que la ecuación no les es favorable, pues apenas obtienen de sus ambientes socio-naturales –con un desgaste extremo de sus organismos debido a la intensidad y dureza con la que trabajan— los recursos necesarios para sobrevivir.
Trabajan intensamente pero lo que obtienen no es suficiente para asignarlo “a tareas básicas como la reparación, la defensa, el crecimiento, la procreación y el mantenimiento de la descendencia” (Antonio Damasio). En estas situaciones críticas, paradójicamente, el trabajo (como gasto de energía vital para obtener energía para seguir viviendo) se convierte en una amenaza para la vida: si un individuo gasta más energía (eso es trabajo en sentido estricto) de la que integra a su ciclo de vida individual, reproductivo y de bienestar, el deterioro, la enfermedad y la muerte irrumpen prematuramente, lo cual es una seria amenaza para su supervivencia y la perpetuación de sus genes.
De aquí que las ideologías que en el presente y en sociedades que tienen recursos materiales y tecnológicos para dar bienestar a sus ciudadanos, animan (exaltan, glorifican) a un trabajo extremo hasta el agotamiento –basadas en una moral del trabajo justificada para otras épocas de mayor precariedad— pueden dar (y han dado) pie a desastres en la salud y el bienestar de las personas. En los debates actuales sobre la salud y la enfermedad es patente que el agotamiento físico, emocional y mental de las personas es un factor vinculado a enfermedades como el cólera o la tuberculosis, e incluso algunos tipos de cánceres.
“El concepto de enfermedad –escribe José Manuel Sánchez Ron— es algo más que la identificación de un germen. No existe semejante cosa para los cánceres. Deberíamos recordar, por ejemplo, la experiencia del siglo pasado. Aunque los antibióticos y vacunas desarrollados entonces para enfermedades contagiosas como el cólera o la tuberculosis salvaron millones de vidas, a la larga aquellas enfermedades fueron dominadas mediante otro tipo de medidas: mejor alimentación, menos horas de trabajo, y sobre todo mejores condiciones de vida, en particular de salubridad”3.
En resumen: “mejor alimentación, menos horas de trabajo y sobre todo mejores condiciones de vida, en particular de salubridad” implican mayor bienestar, es decir, una homeostasis óptima para las personas. Esa búsqueda de bienestar, que esta ínsita en las estructuras biológicas del homo sapiens, ha sido el acicate para que este inventara a partir de las potencialidades de su cerebro, artefactos, técnicas, instituciones y un mundo social-cultural que le he han permitido obtener un plus de energía del entorno por encima de la energía gastada en el esfuerzo (trabajo) por obtenerla.
VI
Durante la mayor parte de su estancia en la tierra ese plus ha sido ínfimo (y muchas poblaciones humanas no lograron superar los niveles críticos necesarios para la vida), pero a partir del siglo XIX –con la ciencia, la tecnología, y la economía de mercado y democracia— ese plus tuvo una carrera ascendente que no se detuvo en el siglo XX y sigue en aumento en el siglo XXI4, al punto que en algunas naciones se están tomando decisiones acerca de qué se hará ante la desaparición de espacios laborales que hasta hace unas décadas requerían “trabajo humano”, y en lo que algunos llaman la “cuarta revolución industrial”, ya no lo requieren o lo requieren en una mínima cantidad.
Y es que los avances científicos y tecnológicos aplicados a las más diversas actividades económicas –industria, servicios financieros, comercio, agro industria, transporte, comunicaciones— han permitido de manera acelerada desde la segunda mitad del siglo XX— que el trabajo sea realizado por máquinas-herramientas, robots y sistemas de mando computarizados. O sea, las máquinas herramientas y los robots –si no en todas las áreas de la economía, sí en algunas que son estratégicas— están reduciendo al mínimo o haciendo innecesario la participación humana, lo cual no quiere decir que se les excluya de los recursos para su vida y bienestar.
En naciones que son herederas del Estado de bienestar, y ahí donde los avances científicos tecnológicos hacen innecesario parcial o totalmente el trabajo humano, se esta dando un paso inédito en la historia humana: el acceso a los recursos para la vida y el bienestar se esta independizando del esfuerzo humano por obtenerlos (trabajo). Puesto en términos de ingresos, estos están dejando de estar determinados por el trabajo realizado (porque cuando no se trabaja esa determinación se queda en el aire) y más por las necesidades de bienestar físico, mental y cultural de las personas.
En estos contextos, la moral del trabajo pierde su sentido, pues una persona obtiene un ingreso (y otros recursos no monetarios) para su vida y bienestar sin trabajar; y no porque no quiera trabajar (porque sea perezosa u holgazana), sino porque no hay necesidad de su trabajo (de su desgaste e inversión de energía).
O dicho de otra manera, hay naciones en las que en áreas económicas fundamentales, ya no se requiere (o solo en grado mínimo) del esfuerzo y energías del homo sapiens para la obtención de recursos para la supervivencia. Culmina, en ellas, la larga marcha de la inventiva humana por emanciparse del trabajo.
No es un estadio de progreso, como hace notar Steven Pinker, alcanzado por todas las sociedades del planeta; de hecho una enorme porción de ellas sigue atada a la necesidad de un trabajo humano agotador, en condiciones extremadamente precarias en lo científico y lo tecnológico y en entornos socio-naturales hostiles. Son sociedades en las que el atraso económico, la pobreza, la enfermedad y la violencia se dan la mano, creando espirales de deterioro individual y grupal cada vez más críticos.
Aquí la inversión intensiva de energía humana sigue siendo ineludible para la obtención de recursos para una supervivencia precaria y al borde de la inanición. Y la violencia se convierte en un medio para la obtención de recursos para la vida, como lo ha sido siempre en la historia humana.
Steven Pinker recuerda que “el análisis de Hobbes de las causas de la violencia, que los datos actuales sobre la delincuencia y la guerra confirman, demuestra que la violencia no es un impulso primitivo e irracional, ni una ‘patología’, excepto en el sentido metafórico de una condición que todos quisieran eliminar. Al contrario, es el fruto casi inevitable de la dinámica de organismos sociales racionales y que procuran su propio interés”.
La precariedad, la falta de recursos y la pobreza favorecen que el propio interés se persiga mediante la violencia criminal. También es un incentivo para ello el decaimiento de la fuerza de la ley: “cuando la fuerza de la ley decae, aparece todo tipo de violencia: el pillaje, el saldar viejas cuentas, la limpieza étnica y las pequeñas guerras entre bandas, señores de la guerra y mafias”5.
Otras sociedades, aunque no tan avanzadas como las que viven directamente los resultados de la cuarta revolución industrial –y que ya vivieron los resultados de las otras tres—, reúnen condiciones para ir liberando a sus ciudadanos de las ataduras del trabajo (reduciendo los horarios laborales y las edades de jubilación, por ejemplo), pero la voracidad de sus élites y la ceguera de sus políticos les impide tomar decisiones en favor del bienestar de sus ciudadanos. Aquí la moral del trabajo se usa como subterfugio para mantener prácticas de explotación injusta y para contener las ansias de bienestar propias del ser humano.
VII
En síntesis, con el Estado de bienestar comenzó el desmontaje de la moral del trabajo, a partir del establecimiento del derecho de los trabajadores gozar de mayores salarios, menores jornadas de trabajo, seguros de desempleo, condiciones de seguridad laboral y social, y pensiones de jubilación dignas, en coherencia con los criterios de igualdad y libertad propios de la democracia constitucional de derecho .
“La vida –escribe Steven Pinker— está hecha de tiempo y una medida del progreso es una reducción del tiempo que las personas han de dedicar para mantenerse vivas a expensas de las cosas más agradables de la vida. ‘Os ganaréis el pan con el sudor de vuestra frente’, dijo el Dios siempre misericordioso cuando exilió a Adán y Eva del Edén; y, en efecto, la mayoría de la gente a lo largo de la historia ha tenido que sudar…
En 1870 lo europeos occidentales trabajaban un promedio de sesenta y seis horas semanales (los belgas trabajaban setenta y dos), mientras que los estadounidenses trabajaban sesenta y dos horas. Durante el último siglo y medio, los trabajadores se han ido emancipando progresivamente de la esclavitud asalariada, de manera drástica en la Europa Occidental socialdemócrata (donde en la actualidad trabajan veintiocho horas menos a la semana) que en los ambiciosos Estados Unidos (donde trabajan veintidós horas menos)” .
Pero no sólo lo anterior: la conquista más extraordinaria del Estado de bienestar fue independizar el ingreso del trabajo, rompiendo con un amarre entre ambos que se remontaba a épocas pasadas incluso precapitalistas. Es decir, en los Estados de bienestar –desde criterios de salvaguarda de la vida y bienestar de los ciudadanos— se crearon fórmulas (políticas sociales, culturales, sanitarias, fiscales y de ahorro) que aseguraron que ninguna persona se quedara sin ingresos (o sin recursos) para vivir y sin un mínimo de bienestar, con independencia de su contribución laboral.
Los extraordinarios avances tecnocientíficos de las últimas cuatro o cinco décadas, y su aplicación económica (también social, ambiental y en la salud), están dando pie a otra transformación de envergadura: la eliminación o drástica reducción de la necesidad de trabajo humano en sectores económicos estratégicos. La riqueza que se obtiene en esos sectores con poco o ningún esfuerzo (trabajo) humano se traduce, ahí donde el bienestar ciudadano es uno de los focos de la política y de la economía, en una mejor alimentación, salud, deportes, cultura y esparcimiento para los individuos y sus familias.
Esos avances tecnocientíficos, y el progreso económico derivado de los mismos, también está cambiando –ha venido cambiando desde los años 70 del siglo XX— el significado del “trabajo” en esas sociedades. Y es que una enorme gama de actividades y prácticas con las que se asoció en sus orígenes la palabra y sus connotaciones (gasto de energía, cansancio, agotamiento, desgaste físico) se suavizaron o fueron erradicadas a lo largo del siglo XX. Por poner un ejemplo, hasta antes de la invención y posterior comercialización (y abaratamiento) de las lavadoras, el lavado de ropa (llevando la ropa al río y luego regresando con ella a casa) implicaba un enorme gasto de energía para las personas. El agua potable (una nueva tecnología) supuso un primer ahorro de energía humana; la lavadora fue una verdadera revolución en los hogares en cuanto a su rendimiento y al mínimo trabajo humano que requiere “lavar ropa”.
La palabra “trabajo” se sigue usando (y se seguirá usando), pero en algunos contextos –aunque quienes la usan crean psicológicamente lo contrario— es probable que se refiera a algo totalmente distinto al trabajo (en inversión de tiempo y esfuerzo requeridos ) que hacían sus abuelos o incluso sus padres . También es probable que no; y que, en efecto, se refiera a actividades laborales semejantes, en lo fundamental, a las realizadas por sus padres y abuelos.
Como quiera que sea, la moral del trabajo, tan grata a muchos oídos –y motivo de orgullo para algunas personas— va a contracorriente de los afanes de esa “máquina de supervivencia” que es el homo sapiens por trabajar menos y vivir de manera óptima (o sea, disfrutar más). Si el afán opuesto fuera la fuerza motriz –trabajar más y disfrutar menos, agotarse más y tener menos bienestar, gastar más energía a cambio de menos recursos—, no habría piedras talladas, lanzas, martillos, tenazas, taladros, pinzas, tijeras, sopletes, ruedas, luz eléctrica, barcos, aviones, carros, lavadoras, secadoras, computadoras, teléfonos, radios, televisores, etc.— porque todos esos instrumentos y recursos nos ayudan (y han ayudado) a trabajar menos (a gastar menos energía) a cambios de más recursos para la vida, con lo cual hemos dispuesto de más tiempo para nuestro bienestar (y el de nuestros genes), y con ello le hemos plantado cara a la entropía, que no es si no deterioro, enfermedad y muerte.
Deberíamos mover a nuestras sociedades –deberíamos movernos como individuos— hacia ordenamientos políticos, económicos e institucionales en los que lo central sea el bienestar de las personas. El agotamiento (o la enfermedad y la muerte) por el trabajo (o por la falta de recursos para vivir) es lo opuesto ese bienestar. De tal suerte que es urgente inclinar la balanza a favor de este último, especialmente pensando en el bienestar de quienes dejaron sus mejores energías en trabajos agobiantes y ahora están jubilados o en edad de jubilarse. Para estas personas debería fijarse la mejor pensión posible, según las condiciones financieras reales de cada país y según la dignidad y el bienestar de aquéllas.
También, ahí donde la extenuación laboral se ha impuesto desde criterios de explotación económica, es urgente reducir las jornadas de trabajo y mejorar el bienestar de los trabajadores, por ejemplo con incrementos significativos en sus salarios. Y, para quienes salen prematuramente del mercado laboral o no pueden (o nunca pudieron) ingresar, asegurarles un ingreso universal, significativo, no de miseria, debería ser una meta a alcanzar lo más pronto posible .
Y, por último, ahí donde el trabajo físico extenuante pueda ser suplido con mejoras tecnológicas, éstas deben ser impulsadas, sin que ello suponga pérdida de ingresos y bienestar para los trabajadores. Lo dicho apunta a que, como señala José Manuel Sánchez Ron, tenemos que entrar en “el ámbito de la acción política; porque tendríamos que plantearnos el cambiar nuestros modelos de sociedad” . Al mandato, trágico y agotador, de Génesis 3:19, que dice “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la cual fuiste sacado”, se le debe contraponer esta estrofa, alegre y vital, del Negrito del batey: “A mí me llaman el negrito del batey/ Porque el trabajo para mí es un enemigo/El trabajar yo se lo dejo todo al buey/Porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”.
San Salvador, 22 de septiembre de 2019
1Estas reflexiones se han ido tejiendo al calor de interesantes discusiones con mis alumnos de la Maestría en Derechos Humanos y Educación para la paz, de la Facultad Multidisciplinaria de Occidente de la Universidad Nacional de El Salvador.
2Docente Investigador de la Universidad Nacional de El Salvador, Escuela de Ciencias Sociales. Miembro del grupo de Trabajo CIESAS Golfo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
3José Manuel Sánchez Ron, Diccionario de la ciencia. México, Booket, 2019, p. 55.
4Cfr., Steven Pinker, En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Barcelona, Paidós, 2018.
5Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Barcelona, Paidós, 2018, pp. 489-490.