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Trato cruel a menores hondureños en albergue de EEUU mata su sueño americano

Xinhua
Por Olman Manzano y Wu Hao

A sus dos años, la niña hondureña Ashley Antonella vivió una de las experiencias más amargas de su corta existencia durante un sorpresivo viaje que la llevó junto a sus dos hermanos de cuatro y 12 años hacia Estados Unidos y que casi les cuesta la vida.    

Los tres pequeños se enfrentaron a las duras políticas migratorias estadounidenses que impidieron que tuvieran una vida en mejores condiciones junto a sus padres Nancy Diarelí y Hedman Josué Barrientos, ambos detenidos por autoridades migratorias en noviembre de 2019.    

Previo a su captura, los menores estuvieron a punto de fallecer ahogados mientras cruzaban el río Bravo que divide México y Estados Unidos.    

Una vez detenidos en la frontera, fueron llevados a un centro de detención de menores, la más chiquita resultó gravemente enferma de su estómago con aparente salmonella por comer lechuga helada con pan, explicó su joven madre.    

La falta de atención médica adecuada y la desnutrición puso en riesgo su vida, mientras que sus hermanitos aún son víctimas de pesadillas y traumas que les causó el encierro y el trato que recibieron, sin contar el duro camino que recorrieron para llegar allí.    

Era una fría noche de noviembre de 2019 cuando la patrulla fronteriza de Estados Unidos los detuvo y los envió a un albergue con temperaturas bajo cero, donde las condiciones en las que los tuvieron fue “una tortura”, relató Nancy Diarelí a Xinhua.    

“Nos meten en cuartos fríos como un castigo para que uno no vuelva a cruzar su territorio. No nos dan apoyo para que uno hable por teléfono o explicar sus razones”, dijo.    “Simplemente por ser migrantes nos causan daños psicológicos, mis tres niños sufrieron traumas después de pasar esa prueba del río, luego estar en ese albergue frío, ellos no se tocan el corazón”, añadió.     

“Con la comida se enfermaban los niños, les daban lechuga helada con pan, mi hija ya estaba desnutrida y solo acetaminofén le daban. Nunca recibimos un chequeo médico, sólo por encima, podemos venir enfermos no les importa, lo que quieren es retornarnos nada más. Estados Unidos lo está haciendo mal, nos retornan sea como sea, si padecemos de una enfermedad no nos tratan, regresan muchos con (la enfermedad del nuevo coronavirus) COVID -19”, dijo.    

La madre recordó que lloraba con sus hijos por haberlos llevado, “no todo es color de rosa, eso es un sufrimiento”, afirmó.    

El triste drama de los menores oriundos del barrio El Matasano, en la aldea de Támara en el centro de Honduras, rodeados de pobreza, hizo que su madre decidiera emprender la travesía hacia el país del norte en junio del año pasado para encontrarse con su esposo, quien desde enero se había adelantado hacia México para esperarlos y cruzar juntos la frontera hacia Estados Unidos.    

La falsa promesa que a las familias de migrantes les darían asilo y que los menores serían recibidos, hizo que los padres decidieran emprender la aventura.    El padre se fue en la caravana de migrantes, mientras su esposa, cinco meses después, hizo lo mismo, pero sola.     

Nancy Diarelí cruzó con sus hijos la frontera de Corinto que divide a Honduras y Guatemala, luego pasó a México y llegó hasta Estados Unidos.    

El cruce del río Bravo con sus hijos en hombros a merced de ser arrastrado por la fuerte corriente fue una experiencia cercana de la muerte, el agua casi les tapaba la cara y el frío congelaba sus huesos.    

La mujer hondureña, en medio de lágrimas, recordó que antes de cruzar oraron junto a otras familias que iban en la misma ruta, como si fuera un ritual para ser protegidos.    “Yo sostenía con fuerza los pies de mi niña de dos años que llevaba en mi hombro, el agua me tapó parte de la cara y dije que si me hundo más, se me hunde la niña, ya no va a poder respirar y empecé a clamarle al Señor en ese momento y le dije, no es posible que aquí muramos con mis hijas, danos una oportunidad, no nos dejes ahogados aquí con nuestros hijos y empezamos a orar todos en medio del río”, dijo.    

“Mi hija me decía ¡mami, mami, mami!, yo le decía mi amor agárrese fuerte de mi cabeza, duro y yo me acuerdo que le apretaba los pies a mi cuello para que no se soltara y sentí que había ángeles a nuestro alrededor, sentí que había gradas en ese río y en un abrir y cerrar de ojos estábamos al otro lado y comenzamos a llorar”, agregó.    

“Mis hijos estaban helados, fríos sin saber si iban a morir o no, no sentíamos las piernas, mi hija de 12 años no podía moverse”, señaló la joven madre, afectada por el recuerdo.    Por su parte, Hedman Josué, el jefe de la familia y quien además es el barbero de su aldea de Támara, pasó una estancia breve en México, donde trabajó y ganó algo de dinero tras salir de Honduras.     

Después de recibir a su familia, decidieron avanzar hacia Estados Unidos y entonces empezó la pesadilla.    El hondureño y su familia permanecieron en Tijuana, Baja California, en la frontera con Estados Unidos; sin embargo, se trasladaron hasta Piedras Negras, Coahuila, donde lograron cruzar a Estados Unidos y donde fueron detenidos y encerrados en cuartos fríos junto a cientos de migrantes que posteriormente fueron expulsados a sus países.    

De hecho, los últimos datos dan cuenta que el gobierno del presidente Donald Trump envió al menos a 8.800 menores indocumentados que viajaron solos hasta la frontera con México durante la pandemia de la COVID-19.    Además de esos 8.800 menores, Estados Unidos deportó a otros 7.600 miembros de lo que las autoridades llaman “unidades familiares” que incluyen a niños y adultos que los acompañan, tal como ocurrió con la familia de Hedman Josué y Nancy Diarelí.    Según datos de las organizaciones defensoras de los niños, ellos son los más afectados, pues quedan con traumas psicológicos.    

Al respecto, la vicecanciller de Honduras, Nelly Jerez, informó a finales de 2019 que el retorno de las unidades familiares desde Estados Unidos “manda un mensaje claro” de que las autoridades estadounidenses no permiten el ingreso irregular a su territorio, incluso si llevan niños como “escudo”.    

La madre de familia relató que al ser retornados a Honduras “veníamos con un trauma, sólo me la pasaba llorando, no era fácil, no dormía y recordaba todo lo que pasé, me dolía en el alma”.   

Ahora la familia piensa que esa fue la peor decisión que tomaron y que en ningún momento se les cruza por la cabeza irse de nuevo, ya que es una prueba que Dios les puso en el camino y que tampoco expondrán a sus hijos a las tristes condiciones que experimentaron en el albergue para migrantes.

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