El Mesón
A Lidia Paredes
Doña Lidia es una mujer menuda y de encorvada espalda por el cansancio de la vida. Ha sus ochenta años vive con sus cinco nietos en la pieza No. 2 del mesón “Nueva Esperanza.” La pieza es un cubo de paredes gruesas de cinco metros de largo por cuatro de ancho flanqueadas por un pequeño corredor en donde ha instalado su maltrecho polletón. Siempre ha vivido en la misma pieza, como siempre ha trabajado de echar tortillas. Tal parece que el humo de la cocina de leña no sólo ha ennegrecido las paredes de adobe, las vigas del techo sino que también el hollín ha ido cubriendo pausadamente sus vidas.
Eran las 11:45 de la mañana y la tortillería estaba repleta de clientas impacientes por salir corriendo a sus casas. Las tortillerías en mi pueblo son una especie de centros de información popular. Casi con las mismas características de los pozos en los relatos bíblicos. La gente se congregaba alrededor de ellos y compartían los acontecimientos más relevantes y otros no tanto. Las tortillerías son espacios donde convergen personas de estratos diferentes pero unidos por el pan diario de nuestras vidas: las tortillas.
Doña Lidia mantenía encendido su radio para disimular el tedio de su jornada. La emisora interrumpió su programación para brindar un avance noticioso titulado Polémica entre la Fundación de la empresa privada y el Gobierno central. El locutor fue puntualizando el meollo del asunto. Mientras la fundación afirmaba que había más de quinientos mil nuevos pobres, el Gobierno desmentía diciendo que solamente eran doscientos mil. La cantidad en disputa son trescientas mil personas. El locutor finalizó preguntando ¿quién tendrá la razón, la fundación empresarial o el Gobierno de la república? Y prometió que estas y otras noticias serán ampliadas en el noticiero más adelante.
Inmediatamente se continuó con la programación habitual de música. Doña Lidia por unos segundos fijó su mirada en el comal como hurgando en su memoria para encontrar el eslabón perdido de su vida. Tomó una porción de masa, le dio forma redonda, palmeó unas cuantas veces y la echo en el comal. Y sentencio:
-Yo sólo se una cosa, que si no trabajo no como.
Las clientas dejaron de hablar abruptamente para escuchar a Doña Lidia. Cuando ella terminó continuaron con sus conversaciones habitualmente estériles para ponerse al día de los chambres del pueblo.
La cuna
A Zarina Ro.
Tocaron a la puerta. El papá dejó entrar a dos hombres. Los llevó directamente hasta la habitación de Martha y les dijo –“Esta es la cuna…llévensela inmediatamente”.- Martha no podía creer lo que acababa de escuchar.
-¿A dónde llevan mi cuna esos hombres?- Le preguntó a su mamá desconcertada.
-Ya es tiempo Martha, ya es tiempo.-Le respondió secamente su madre.
La niña salió intempestivamente de la habitación. Corrió por el corredor que daba a su habitación. Y por una rendija desconsoladamente vio cómo le arrancaban su cuna. Lloraba inconsolablemente pero en silencio. Nadie sabía que estaba ahí detrás de la puerta viendo cómo le secuestraban su cuna. Martha no podía dar crédito a semejante vejación de la que ella era objeto. Ni su padre, ni su madre le habían advertido que la venderían.
Martha con sus siete años de edad se había ganado el cariño de toda su familia. Era tan delgada y dinámica que su abuela Irma le decía de cariño “mi alambrito eléctrico.” “Martita, cuando juega es tan inquita que parece que son tres niñas las que veo.” Decía frecuentemente su abuela. Era su consentida. A ella le encantaba llevarla de paseo porque sus amigas siempre le decían “Irma que hija más bella tienes.” Esto la llenaba de orgullo porque todo el mundo le decía que se parecían.
Pero Martha no volvió a sonreír y fue perdiendo peso hasta el punto de ser alarma familiar. Nadie se explicaba por qué la niña dejó de jugar, comer y reír. Sus padres la llevaron con diferentes médicos, sicólogos y hasta esos tipos que realizan toda clase de ritos y saumerios para espantar los malos espíritus. Un día de tantos intentos frustrados a Doña Irma se le ocurrió llevarla donde el Párroco del pueblo para que le practicara un exorcismo a la niña.
-Buenas tardes Padre Angel.- Saludó Doña Irma con Martha en brazos. Le traigo a mi nieta de la que le hablé para que la viera ud.
-Pase Señora, con gusto la atenderé.- Respondió el Padre ofreciéndole una silla de madera rústica.
El Padre Angel tomó a la niña y se estremeció por su delgadez. Examinó sus ojos con meticulosa experticia. Los rumores del pueblo afirmaban que el Padre era mitad sacerdote y mitad brujo. Con sólo ver el ojo él era capaz de aliviar los males del cuerpo y del alma de la gente y animales. Lo que realmente muy pocos en el pueblo sabían era que el Padre Angel había estudiado botánica en el Seminario mayor de Castilla en España. Ahí fue que aprendió las bondades de las plantas para aliviar los dolores físicos y también alivios para los nervios.
Luego de auscultarla le dio una paleta de fresa. Le dijo que se sentará donde ella quisiera y Martha así lo hizo.
-Martha hagamos un trato, ¿quieres?- Le dijo con suma amabilidad.
-Si.- dijo Martha sin dejar de chupar su paleta de fresa.
-¿Cuéntame por qué estás tan triste? Tú no estás enferma del cuerpo sino de tu espíritu. No he encontrado nada que te duela, ni nada que este mal en tu cuerpo.
-Es que yo…no puedo, no quiero dormir en otra cama sino en mi cuna. Respondió Martha viendo a su abuela Irma.- Extraño a mi cuna.
-Entiendo. ¡Y si por alguna razón pudieras volver a tener tu cuna volverías a comer, a reír y jugar alegremente? Le pregunto el Padre Angel con ternura.
-¡Por supuesto…sí lo haría! Respondió Martha poniéndose de pie y con su paleta en la mano.
El Padre Angel volvió a ver a Doña Irma y sonrió con la expresión de haber encontrado la razón de la tristeza de Martha. Doña Irma se acercó a su nieta y le dijo hincándose frente a ella.
Perdónanos Martita. Si sólo te hubiésemos tratado como una persona…
TEDIO
La cotidianidad del vecindario se alteró cuando todos vimos aparecer el carro rojo transitar por las calles. Pensé que no volvería a ver uno como este. En mi juventud todos queríamos presumir un carro así. Sus inconfundibles trazos cóncavos siempre me hicieron evocar a los insectos de caparazón robustos.
Se detuvo el carro justo frente a nosotros. Era conducido por una mujer joven. Vestía de negro rigoroso. Tez blanca y ojos expresivos que se confundían con el color verde de sus aretes. Zapatos negros y de tacones altos. Los cuales le acentuaban sus espigadas piernas. Nos volvió a ver y con una sonrisa dulcemente pícara nos preguntó.
-¿Me pueden decir cómo hago para salir de este barrio?
-Siga recto y a la primera esquina cruce a la izquierda.- Respondió Jorge anticipándonos a todos.
Ella, luego de darnos las gracias, subió a su “escarabajo rojo” y se marchó desapareciendo sin rastro alguno.
-¿Qué estábamos hablando? -Interrumpió Jorge nuestro silencio.
Nadie respondió. Solamente nos encogimos de hombros y continuamos rumiando el tedio de nuestras vidas.
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