Luis Armando González
En El Salvador, la segunda mitad de la década de los años noventa (del siglo XX) fue de un entusiasmo desbordante en materia educativa. En ese entonces, el gobierno de Armando Calderón Sol tomó la decisión de realizar una reforma educativa la cual, como ha pasado tantas veces en la historia del país, dio lugar consecuencias no vislumbradas por sus auspiciadores y ejecutores.
Las consecuencias llegan hasta el presente, después de transcurridas casi tres décadas desde que se puso en marcha la reforma educativa de los noventa. O, dicho de otra manera, el estado de la educación en el país en estos primeros días de 2023 no puede desligarse de lo que se puso en marcha cuando la Comisión Nacional de Educación, Ciencia y Desarrollo hizo pública, en 1995, su propuesta de reforma educativa1.
Los más pesimistas, ven un desastre educativo.
Los más optimistas, aunque no puedan hacerse de la vista gorda con los problemas educativos del presente, siguen apostando por los marcos pedagógicos y didácticos –ya sea desde la virtualidad, ya sea desde la presencialidad o ya sea desde el híbrido de una y otra— fraguados en aquellos años. Así, el facilismo y el didactismo, impuestos desde aquellos años noventa como recetas para el “éxito” educativo –y sustentados en un confuso constructivismo—, siguen en pie, sólo que exacerbados en el contexto y postcontexto de la pandemia por coronavirus.
La sociedad salvadoreña encaró la crisis sanitaria de 2020 con las herramientas educativas que se le dieron a partir de 1995 y con esas herramientas está encarando la postpandemia y los desafíos que, más allá del coronavirus (que aún inmoviliza a distintos grupos sociales), se le presentan en los planos social, económico y político. Cabe la sospecha de que esas herramientas no son las mejores o, cuando menos, que las mismas pueden (o pudieron) ser mejores.
¿Mejores para qué? Pues, entre otras cosas, para tener un mejor conocimiento de las dinámicas de la realidad natural y social, y para tener menos miedo ante esas dinámicas. Esto es más importante –lo cual no es obvio— para la vida individual y colectiva que el éxito fácil y la colección de títulos académicos.
Ahora bien, cabe la sospecha –otra no menos inquietante— de que una de las consecuencias –quizás no querida, pero quién sabe— de la reforma educativa de Calderón Sol fue debilitar, en el sistema educativo, el cultivo de un conocimiento científicamente fundamentado, desde el cual no sólo se pudieran comprender mejor el entorno natural y social, e investigar sobre el mismo, sino protegerse contra miedos y manipulaciones mediáticas o políticas.
En lugar de ello, lo que se cultivó fue el espectáculo, el consumismo, el éxito fácil y el miedo a lo incierto y desconocido. Sobre estos rieles culturales de movió el país desde los años noventa en adelante, y la educación nacional, prácticamente en todos sus niveles, y ámbitos (privado-público), se insertó en ellos, dinamizándolos. Los criterios empresariales relegaron, en la educación, a los criterios de búsqueda de conocimiento, el compromiso socio-político, la rebeldía cívica y el bien común.
De 1995 a inicios de 2020 prácticamente nadie –salvo uno que otro inconforme irrelevante— parecía molesto o preocupado por el estado de la educación. Nadie parecía con las ganas de cambiar algo, salvo cuando se tratara de “ajustar” los engranajes para que las maquinarias funcionaran mejor. Cabe sospechar –he aquí una tercera sospecha— que ese periodo fue de una importante bonanza económica para el quehacer educativo privado, pero también de una no menos importante inversión pública en educación.
Uno de los temas pendientes de contabilidad educativa en estas (casi) tres décadas es del gasto privado (personal y familiar) en educación. O sea, a cuánto asciende lo que individuos y grupos familiares han gastado por recibir educación (y no sólo un título) en tres décadas, o incluso, retrocediendo hacia los años ochenta –cuando la educación privada comenzó a ampliar su radio de acción—, en casi cuatro décadas. Es presumible que no sea un monto nada despreciable, que, sumado al gasto público en educación, lo será mucho menos.
¿Por qué es interesante esa contabilidad? Ante todo, porque es bueno saber cuánto ha invertido la sociedad salvadoreña en educación en un lapso en el que un sistema educativo puede mostrar cambios significativos. Es decir, toda esa inversión se puede comparar con el estado actual del sistema, sus logros y sus fallas, y reflexionar sobre si valió la pena, si ese dinero fue bien utilizado o si se lo pudo usar de mejor manera.
No se trata sólo de cruzar esa inversión con el número de graduados (o con los títulos entregados) en todo ese periodo, sino que se debe ir más allá, esto es, hacia la calidad de la educación recibida, pues no tiene mucho sentido invertir en educación si no se recibe una buena educación.
Y la buena educación, desde la Ilustración, no es otra que aquella que descansa en sólidos pilares científicos, filosóficos y literarios. Si no fuera el caso, si el dinero gastado en casi cuatro décadas en educación no ha contribuido a cimentar esos pilares, si, lo que es peor, lo que se hizo fue impedir que florecieran, entonces la sociedad salvadoreña malgastó su dinero de manera horripilante.
1. González, Luis Armando, “Reforma educativa de 1995 y cohortes generacionales”. https://www.diariocolatino.
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