Gabriel Otero
En una época prehistórica ayuné con certeza Guadalupana, es reconfortante el poder de la oración cuando se cree en ella, la paz se respira y las palabras llegan más allá de la invocación, ahora oscilo entre la marea agnóstica y el vacío existencial, aunque en el fondo tengo la esperanza de encontrarme, después de la muerte, a mis seres amados, a los que me cobijaron con su cariño del frío y la indiferencia de este mundo.
Cuando llegué a México, al otrora Distrito Federal, el 14 de junio de 1980, viví en una colonia en el norte de la ciudad: la Lindavista, que se ubica a un par de kilómetros de la Basílica de Guadalupe, el nuevo templo tenía pocos años de haber sido habilitado, y se convertiría en el segundo sitio de peregrinaciones de la cristiandad después de la Basílica de San Pedro en El Vaticano.
Hoy La Villa es el primer referente turístico y religioso para la Ciudad de México, el número anual de visitas es escandaloso, es la población de países enteros que vienen a ver el ayate de Juan Diego con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Y solo para darse una idea de la cantidad de gente, el Bosque de Chapultepec representa el segundo lugar con 24.5 millones de visitantes por año.
En un lapso de tres décadas, siendo adulto, he ido a la Basílica tres veces, en la primera Gabito tenía año y medio, asistimos como cualquier familia mexicana. En la segunda fui a tramitar un acta de bautismo de Julieta hija que estaba próxima a casarse, y la tercera fue el sábado pasado a las criptas, a depositar las cenizas de mi suegro, esta ha sido la más triste, pero con creces, la más evocativa.
Las criptas se encuentran debajo de la iglesia, se llega a ellas por un pasillo lateral al sagrario, al bajar del lado izquierdo hay un altar de mármol, detrás de este hay tres filas simétricas de nichos con las cenizas de personajes notables como el expresidente Miguel Alemán Valdés, la cantante Rocío Dúrcal y familias pudientes españolas y mexicanas.
Justo en medio hay un corredor silencioso flanqueado por una oficina y la sacristía, y al centro otro altar y una imagen de la Virgen de Guadalupe, en esta pequeña capilla rodeada de nichos se ofrecen las misas de difuntos.
Nos tocó un cura con un peluquín negro a la vieja usanza, que regañó a las feligresas por repetir textos de la liturgia exclusivos del sacerdote, parecía que tenía cierto retraso mental, momentos después de la homilía relató la operación a la que había sobrevivido, ahí entendí las razones de su aire taimado.
Me fui al concluir la colocación de las cenizas en el nicho mortuorio, y mientras subía escuchaba las vivas al Cristo Rey y recordé las palabras del abad vitalicio de la Basílica Guillermo von der Shulenburg Prado, quien en 1996 afirmó que no había pruebas científicas y arqueológicas de la existencia de Juan Diego, echando por la borda la aparición de la Virgen Guadalupe en el Cerro del Tepeyac, porque no solo de mitos vive el hombre.
Y también recordé el cuento “De cómo Guadalupe bajó a la montaña y todo lo demás” de Ignacio Betancourt cuando el Revlon, el Pifas y el Bena secuestraron la imagen de la Virgen de Guadalupe para exigirle cinco pesos de rescate a cada católico apostólico mexicano.
Y salí al atrio aturdido por tanto fervor y abordé lo más rápido que pude el Metrobús, y contemplé maravillado el verdor de la ciudad tras días y días de lluvia.
Y por ahora descreí aún más, quién sabe mañana.
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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.
Ilustración del autor de Jonathan Juárez.
Fotografías de Griselda Otero
Fotografías cortesía de la arquidiócesis de México