harry castel
Escritora y dramaturga0
212. La búsqueda.
El hombre siguió caminando, capsule lo había hecho durante muchos días y la delgada suela de sus sandalias atestiguaba el polvo de mil caminos. El hombre había preguntado al cielo por la razón de su vida sobre el polvo y el cielo había quedado en silencio, search o al menos eso le pareció al hombre que vio cintilar enmudecidas a un millón de estrellas, así pues el hombre se había puesto en camino para encontrar una respuesta. Pasó por innumerables aldeas y preguntó a innumerables hombres, hasta que al fin las aldeas se terminaron y las casas se terminaron y los hombres se terminaron y solo quedó lo verde y a lo verde le preguntó, le preguntó a los animales y a las flores que encontraba en los paredones húmedos, pero los animales y las flores le miraban sin comprender cómo el hombre podía pararse sobre la tierra sin saber porqué estaba allí, pero eso es algo que solo el hombre puede hacer, por lo tanto los animales y las flores no podían comprenderlo. Así pues el hombre caminó bajo el ojo vigilante del sol y la mirada amorosa de la luna y un día llegó al pie de aquella montaña donde se decía que vivía elquetodolosabe y el hombre se decidió a subir a la montaña, pero justo en ese momento, el viento despejó las nubes que cobijaban la cima de la montaña y el hombre pudo ver la cima, cubierta de una diáfana claridad, entonces, el hombre comprendió…
213. Precoz.
Ella sabía que la vida era dura. Le bastaron solo diez años sobre este planeta para comprenderlo. Si quería sumar un día a más a esa cuenta tenía que correr, así que no lo pensó: dejó a su amigo tirado en aquel callejón, sabía que con ese hueco en su cabeza no iba a ir a ningún lado, le sacó el dinero que habían logrado juntar en esos días y corrió antes que los soldados pudieran alcanzarla.
214. Wakati.
Sintió el peso en las manos, el arma era demasiado grande para él, no sabía cómo iba a levantarla, pero sabía que tenía que hacerlo y sabía que tenía que disparar aunque nunca antes había disparado y el cuerpo no dejaba de temblarle y en lo único que podía pensar era en su madre preparando shikwanga, casi se echa a llorar al pensarlo, pero en ese momento el capitán los insultó a gritos como siempre lo hacía, para que atacaran las chozas inmóviles bajo el calor de la tarde, sintió como la sangre se calentaba dentro de su cuerpo y gritó.
215. Riña.
Era persona de contradicciones: bar de quinta y café elegante, pero es que nunca lo pensaba en términos de categorías, simplemente le gustaba un lugar y se quedaba allí, como quien escoge casa, que el lugar fuera o no con un determinado “tipo de gente” era algo que lo tenía sin cuidado… recién cuando el envase vacío pasó rozándole la oreja izquierda es que reflexionó en que la próxima vez se detendría a pensar un poco más en lo seguro que podría ser o no, uno de esos lugares que tanto le gustaban.
216. Coincidencia.
A lo lejos pudo haber sido cualquiera: uno de los tipos desocupados que había visto en las calles de Los Ángeles, esperando que una mano desde cualquier pick-up le ofreciera un trabajo, uno de los que tocaban guitarra en la estación de Sol, para no salir al frio del invierno, o uno de los que miraban de reojo en alguna cantina próxima al Callejón del Beso. Pudo haber sido cualquiera de los tipos sin rostro que habitan los lugares comunes del exilio, de los muchos rostros que él había visto cuando aplanaba calles con las manos en los bolsillos y la cabeza en el paisito, cuando al cruzarse con ellos en la calle ambos tenían la sensación de haberse visto en algún otro lugar, en algún otro tiempo, pero indudablemente no en el lugar y tiempo donde se estaban cruzando.
Pudo haber sido cualquiera, pero mientras caminaba maldiciendo el frío de esa casi congelada acera en Montreal, se dio cuenta que no era cualquiera: era El Seco y entonces se alegró, porque según sus cuentas El Seco tenía cuatro años de muerto y ahora resulta que caminaba directamente hacia él y parecía que también lo había reconocido, lo supo porque El Seco apresuró el paso, mientras buscaba algo dentro de su abrigo, en ese momento él cayó en la cuenta de porqué llevaba tan bien la cuenta de años de muerto de El Seco y rápidamente giró sobre sus talones, para salir corriendo.
217. Vuelta.
La gata se estiró, perezosa, bajo el sol de las diez de la mañana; dejó zumbar a la libélula que maniobró rápidamente alrededor de su cabeza, la modorra era demasiado perfecta como para romperla por cualquier cosa. La gata entornó los ojos para distinguir las formas a lo lejos, nada alarmante se dibujaba en el horizonte ese día; no sabía qué día era, eso la alegró, pensó que había sido su mejor elección el ser gata en esa vida, en lugar de volver a la tediosa condición humana.
218. Emergencia.
El autobús rezongaba empantanado en el tráfico de las siete y treinta de la mañana, un vocerío de pitos en variados tonos se elevaba por sobre aquel largo charco de brea de cuatro carriles, donde parecía que todo el mundo permanecería hasta el Día del Juicio. A lo lejos una sirena rompió los monótonos bramidos con un aullido largo; espantadas, todas las demás bestias se encabritaron y agitaron, haciéndose a un lado para dar paso a aquel espanto que cruzó como un relámpago la sinuosa línea negra. Dentro, un corazón casi se apagaba.
219. Escape.
La carretera era interminable. En el claroscuro de la mañana se dibujaba el perfil de las montañas, una tras otra, como olas levantándose en el paisaje. En esa penumbra sintió de nuevo una arcada, se reprimió, no quería caminar por el pasillo del autobús y que los adormilados pasajeros la escucharan vomitar. Respiró profundo y se convenció de que eso era lo mejor: dejar en la mesa del comedor una nota para su mamá y desaparecer, ir a un nuevo lugar con gente desconocida que no preguntaría sobre su pasado ni sobre el bebé que iba a llegar.
220. Re-estreno.
El sótano era demasiado oscuro, parecía que ni siquiera las ratas podrían ubicarse en él. En el rincón derecho, un vidrio roto dejaba pasar un rayo de sol que iba a dar justo sobre la vieja cajita de música, donde la bailarina con su menudo tutú rosa sonreía, sintiendo que un reflector, de nuevo se posaba sobre ella.
221. La Imaginación.
Era esa la parte del cuento que más le había gustado, aunque le había gustado todo: la historia de la princesa, la forma en que el guerrero se había enfrentado a todos los peligros para llegar a ella, pero la parte que más le había gustado no tenía nada que ver ni con el guerrero ni con la princesa, era solo una frase para enmarcar un final feliz: “un mar apacible y azul”. En sus doce años de vida en la oscuridad, se había preguntado muchas cosas de ese mundo que nunca había podido ver, pero hubiera dado todo por saber cómo sería un mar apacible y azul.
222. Luna Nueva
El hada miró en derredor… hacía pocos minutos el último espíritu se había esfumado con el eco de la última de doce campanadas y ahora la casa estaba completamente vacía, respiró profundamente el aire de los últimos veinte años y en medio de la madrugada, una ráfaga de viento trajo de golpe una multitud de imágenes, sonidos, rostros, canciones, suspiros, adioses, bienvenidas, medias palabras, vacíos envases, cosas idas, memorias. En el centro de la casa todo se arremolinó en un torbellino que se iba encogiendo cada vez más, hasta que el hada lo tomó en la palma de su mano y pudo ver en un instante, uno por uno todos los días pasados, porque las hadas tienen mejor vista que los humanos. Entonces el hada le dio el beso de las buenas noches a su torbellino y elevando las manos lo dejó perderse en el cielo que poco a poco se iba iluminando. Con las primeras luces del alba, el hada terminó de empacar todo en un capullo de violeta y muy contenta, emprendió el viaje.
223. El café de la tarde.
En medio del bullicio nada destacaba, alguna risa tal vez se elevaba estruendosamente para luego volver a caer en la multitud de voces. El hombre de la mesa de junto blandió en una mano un libro de Joyce y en la otra, cuatro dedos con los que gesticulaba mientras el pulgar permanecía rígido e inmutable.
Levantó la cabeza y a través del vidrio vio a la gente que bajaba por la calle en medio del sopor con el que entraba la tarde. Miró en redondo, la chica en la mesa de enfrente le pareció conocida, sin embargo estaba de espaldas y no tenía ganas de ir hasta su mesa a saludarla, eso le hizo pensar que debería ser más sociable… pensó en el chico que conoció hace un par de días… suspiró… tal vez no tan sociable, eso podía ser peligroso. Bajó la vista a su libro y volvió a concentrarse en su café.
224. Precaución.
El calor de casi mediodía derretía el hielo en el vaso. Ella reía, se sorprendía a sí misma riéndose de verdad, no podía recordar cuándo había sido la última vez que lo hizo, creyó que no volvería a pasar, sin embargo se escuchaba reír y le encantaba esa especie de cosquilla interior que la atravesaba. Mientras se llevaba de nuevo a la boca la cuchara, cargada de jarabe color rosa, volvió a verlo; él estaba por decir cualquier otra tontería sobre la reunión de trabajo que acababan de terminar y ella sintió cómo de nuevo sus ojos recuperaban el brillo que había dejado no sabía dónde. Estaba por dejarse llevar de nuevo, pero se contuvo, esta vez se había prometido ser más precavida.
225. Anónimos
Las luces azules y rojas de los reflectores rebotaban en las lentejuelas de la minúscula tanga, en las caderas morenas y rellenitas, en los flecos que por el sostenedor le asomaban a la altura de los pezones y en las crenchas de pelo que le resbalaban por la cara que dejaba escapar, indiscreta, una incipiente arruga. Así la vio él, desde la entrada de esa barra show perdida en un puerto del sur de México, cuando se la señalaron con el dedo después que preguntara dónde podía encontrar a La Guanaca, así le decían la mayoría de veces, en ocasiones la llamaban por su nombre de batalla, el nombre que aparecía en sus papeles no era el suyo, así que en realidad nadie podría haber dicho cómo se llamaba aquella mujer que había buscado oficio de vendedora, mesera, cuidadora de niños, limpiadora de casas y cuánta cosa pudo antes de agarrar ese, que fue el único que le dieron.
El hombre caminó diligentemente a la barra y le hizo una seña; la mujer se acercó con media sonrisa que quería ser coqueta y él le preguntó: – ¿usted es de El Salvador? Ella torció el gesto e hizo ademán de retirarse, él rápidamente le dijo: – no soy policía ni periodista, – la mujer se detuvo – soy antropólogo. La mujer lo miró con curiosidad, no sabía si aquello era un oficio o una enfermedad. Él le pidió que hablaran sobre sus razones para salir huyendo hacía más de veinte años, la mujer se lo pensó, al final asintió con la cabeza y se dijo: – Pero no te voy a decir cómo me llamo.
226. Antiguo.
Era un pueblo perdido cerca de la frontera con Honduras. El hombre estaba reposando sus ochenta y cinco años en una cuca de madera a la entrada de una casa que alguna vez fue blanca, acababa de encender un puro y le jalaba al tabaco a puras penas para que la brasa quedara perennemente encendida, al fin lo logró y dio una bocanada de puro placer hacia el cielo celeste, tan desteñido y polvoso como su casa; entrecerró los ojos. En el patio media docena de muchachillos desarrapados iban llegando y se acomodaban en dos filas. El anciano los veía llegar; cuando estuvieron todos, con el puro entre los labios y el ojo izquierdo entrecerrado, mandó al mayor de los muchachos adentro de la casa, al poco volvía con un bulto rojo, el anciano lo tomó y sacó de su envoltorio el tocado; los seis pares de ojos se abrieron mucho más para permitir que el brillo de las bambas doradas se multiplicara en sus pupilas. Sin soltar el puro el anciano se colocó el tocado, el más alto de los muchachos lo ayudó a maniar el trapo alrededor de la cabeza y a fijar el pesado casco de madera para que la sirena esculpida en lo alto quedara derecha, luego le dio el corvo. El anciano se mojó los dedos en saliva y apagó el puro, dejándolo en una grieta junto a la puerta y pesadamente se levantó y caminó al centro del patio. Las dos filas se abrieron para darle espacio y él comenzó la danza, los pies se levantaban, el corvo limaba el suelo, las monedas tintineaban en el tocado y aquel hombre dejaba de ser un anciano de ochenta y cinco años, se volvía eterno.
227. Encierro.
Despertó. De pronto. Con esa sensación que acompaña a las pesadillas que uno no es capaz de recordar. Miró alrededor y le costó reconocer que no estaba en su habitación, en su casa, en su país. Lloró. Quiso que todo hubiera sido un mal sueño: el hombre apuesto que ofrecía un buen salario y un trato inmejorable, la mujer amable que realizó el milagro de las visas, aquel viaje largo, apretadas en la enorme bodega del barco, todas, jóvenes y viejas, sin una ventana por dónde ver el cielo, la luz de las lámparas del puerto, bajando todas con sus bolsas, con sus bultos y la fila larga, entregando sus pasaportes a aquellos hombres de uniforme ¿porqué no se los devolvieron? Y la nueva bodega, más grande y los nuevos cuartos, más pequeños y las horas y horas y horas bajo las lámparas, cosiendo. Preguntó al hombre que las supervisaba cuándo era su día libre, él la golpeó; preguntó cuándo les iban a pagar, él la golpeó más fuerte, entonces dejó de preguntar. No sabía exactamente dónde estaba, se suponía que debía ser en el país nuevo, el que les cambiaría la vida y donde les sobraría el dinero para mandarlo a su familia ¿Su familia pensaría que ella estaba muerta? Lloró. Afuera alguien gritó que era hora de levantarse, como impulsada por un resorte brincó de la litera, se limpió los ojos y se apresuró a doblar su sábana.
228. Octubre.
Suspiró mientras se sentaba al escritorio, dentro de su traje de burócrata. Encendió la computadora. Su secretaria le dio los buenos días y la agenda pertinente. Suspiró. Era octubre. Por la ventana el cielo era una enorme manta azul claro, iluminada de sol, automáticamente recordó sus diecisiete años y los últimos días de escuela, la ansiedad de los exámenes finales, la urgencia porque sonara el timbre de la última hora y la tiendita a tres cuadras del colegio, automáticamente recordó también a su novia de bachillerato, esa chiquilla de lentes que estaba siempre cargando un libro, nada que ver con él, nada que ver con nada más que pasarse un par de horas hablando de nada y dejando resbalar besos entre frase y frase. Le perdió la pista en la universidad, se la encontró luego de algunos años por casualidad, cruzándose una calle, este es un país pequeño, ella ya no llevaba lentes pero seguía cargando libros, le había dado su número pero él nunca la llamó, no sabía porque, simplemente lo había dejado para otro día y el tiempo fue pasando. El cielo estaba totalmente limpio, perfecto para fugarse del trabajo. Buscó el número en su celular, todavía lo conservaba. Marcó.
229. El mar
Aquel mar era inmenso. El turquesa del agua despedía destellos que rebotaban de ola en ola hasta perderse en el infinito. A sus espaldas un muro de enormes hojas, enormes como todo en aquel lugar; no quería regresar a esa selva, jamás había visto cosas así: árboles de los que no se veía dónde terminaban, hojas como manos enormes que brotaban aquí y allá directamente de ese suelo mullido, donde parecía que iba a hundirse cada vez que caminaba, animales parecidos a simios con enormes ojos redondos y sin pupilas, que colgaban de las ramas sin caerse ni siquiera cuando estaban dormidos, otros que de pronto volaban como por arte de magia, desplegando enormes alas sin plumas. Cinco días anduvo aterrado por esa selva, sin saber si saldría vivo de allí, temiendo de todo lo que por necesidad debía comer, sin saber si metía a su boca alimento o veneno, maldiciendo la hora en que su curiosidad lo había llevado a separarse de la expedición, con los pies ardiendo dentro de sus botas. Ahora que había llegado a aquella playa que no conocía, prefería quedarse allí y esperar a su buena o mala fortuna o al menos morir viendo al mar, ese mar que había causado todas sus penas desde la primera vez que lo vio antes de que lo subieran en ese barco. El sol seguía elevándose en el cielo y el hombre sentía secarse su garganta, el resplandor de la arena le hacía doler los ojos, vio a sus espaldas la selva y pensó en volver… en ese momento, en el horizonte, se dibujó una vela.
230. Hogar
Esa mañana abrió los ojos y sonrió. No recordaba cuándo había sido la última vez que le pasaba eso: abrir los ojos y sonreír, disfrutó de la sonrisa porque le pareció una sensación recuperada. Saltó de la cama y se estiró, le dio gusto estirarse. Caminó descalza hasta la cocina, era domingo y sus hijos hacían horas extras con la almohada, desde el sillón la gata la miró con pereza y escuchó los ladridos del perro en el patio, apremiando se le abriera la puerta. Sonrió de nuevo, le gustaba mucho esta nueva sonrisa que venía sin compromiso, sin presiones, sin miedo. Encendió la cafetera y dejó entrar al perro. Se recogió el cabello frente al espejo, se dio cuenta que algunas canas asomaban en su cabeza, en realidad le gustaron, pensó en cómo se vería un buen mechón de canas al frente de su cabeza, ensayó un par de peinados para ella misma y se encontró bonita. Fue por café y se sentó en el sillón; disfrutó de la sala, del café, del sillón. Sonrió. Pensó en lo bueno que era vivir así: libre de alguien que la maltratara.
231. Desidia
Hacía mucho, mucho tiempo… tanto que ya había dejado de esperar y ni siquiera se asomaba en el ocaso para ver el camino por donde su príncipe tendría que haber venido.
232. Percepción
Había algo en el aire, si él hubiera tenido espíritu científico habría dicho: electricidad, si sus ojos hubieran visto únicamente lo que había sobre la extensión de la tierra delante de sus manos habría pensado que venía tormenta, sin embargo hacía mucho tiempo que había entrado en el mundo del misterio, hacía muchas noches que bailaba bajo la luna llena y podía percibirlo en el aire, podía sentirlo hasta en sus huesos: él sabía cuándo se aproximaba un dragón.
233. Tarde
Ambos levantaron las espadas, no era un gesto para combatir, más bien estaban cansados, el ocaso comenzaba a teñir de rosa las nubes y el cielo parecía reflejar el mar de rojo que empapaba toda la tierra alrededor. Ambos hombres levantaron las viseras de sus cascos, unos ojos azules, casi transparentes, se encontraron reflejados en la pupila de color castaño que destellaba fieramente frente a ellos, a pesar que el viento comenzaba a soplar en el paisaje otoñal, el sudor les corría en riachuelos de la frente a la nuca. Jadearon. No había nada alrededor más que cuerpos vencidos por la Parca, así que nadie pudo discernir si era miedo o cansancio lo que clavaba a ambos caballeros al árido y removido suelo del campo de batalla. Jadearon. Eran tal vez cien pasos los que les separaban de terminar la batalla. Jadearon. En el cielo, un estallido de rosas y naranjas recibían a las almas cosechadas en la jornada. El metal rechinó cuando bajaron las viseras sobre los cascos. Corrieron. Sonaron al cruzarse las espadas. Jadearon. El lila comenzó a agonizar sobre las nubes. El sonido metálico llenó el campo vacío. Las nubes comenzaron a apagarse, mientras la oscuridad se iba apropiando poco a poco de la pupila azul.
234. Laberinto
Los pasillos parecían ser interminables y los espejos sobre las paredes no hacían más que aumentar la confusión. Ella caminaba de un lado a otro, intentando recordar por dónde había entrado. El eco rebotaba en los espejos y se multiplicaba al infinito, así como su imagen de joven asustada, una y otra vez, de pared en pared a lo largo de los pasillos. Se sintió mareada, le parecía que este pasillo era infinitamente más largo que cualquiera donde hubiera estado anteriormente, pensó que esa debía ser la salida, que esta vez debía estar próxima a librarse de esa pesadilla de paredes y espejos en la que se encontraba desde hace no sabía cuántos días. Quitó las manos y la frente de la pared donde se apoyaba, maldijo su rostro en el espejo y miró el largo pasillo. Al final parecía haber una salida. Tomó aire y echó a correr. Corrió mientras sentía como sus ojos se llenaban de lágrimas otra vez. Al final del pasillo se dio cuenta que lo que parecía una salida, era solamente el reflejo del pasillo en el que desembocaba el anterior. A su derecha y a su izquierda, las paredes cubiertas de espejos le devolvieron su imagen mientras se derrumbaba, derrotada, al piso. Gritó. El sonido, rebotando entre los espejos, se multiplicó de pasillo en pasillo, hasta el infinito.
235. Concierto
Estaba melancólica La Muerte. Bien pudo haber sido la luz de la tarde deslizándose entre los viejos y pesados cortinajes, resistiéndose a morir. Bien pudo haber sido el tenue surtidor, que en delgadísimos hilos hacía un sonido de cristales al dar de hoja en hoja, humedeciendo imperceptiblemente el jardín. Bien pudo haber sido el viejo guarda que viendo la puesta de sol, acariciaba la cabeza de su anciano perro, recordando días mejores. Bien pudo haber sido el silencio que iba invadiendo el palacete, a medida que avanzaba la oscuridad. Pero no era nada de ello. La Muerte estaba melancólica. En medio del silencio de la tarde había escuchado las notas de un piano y atraída por el sonido había llegado hasta esa habitación donde un músico tísico, menor de lo que su cansado cuerpo aparentaba, desgranaba notas en un piano, pensando en la luna. La Muerte entonces se quedó embobada viéndolo y la melancolía vino a posarse sobre su hombro. La muerte se había enamorado.
236. Invasión
Era un idioma extraño, jamás había escuchado hombres como estos, enormes hombres como osos de un color extraño, hablando con sonidos que parecían venir desde una cueva en el fondo de sus gargantas, interminables racimos de letras formaban las palabras, palabras largas, enormes palabras inimaginadas, tan imposibles que debían ser mágicas y a su sonido seguramente comenzaban a existir las cosas que eran nombradas, aunque nunca antes hubieran sido posibles ni pensadas. A ella le hubiera gustado saber qué decían esas palabras, pero no podía preguntar, los hombres reían con una risa cruel y profunda, venida de la misma gruta de donde salían aquellas fantásticas palabras que ella quería comprender, pero no había manera. Los hombres reían y en medio de sus risas de oso, hablaban entre ellos con aquellas kilométricas palabras donde uno podía perderse como al seguir un laberinto. Ella los miraba, los miraba aterrada y fascinada. Uno de los hombres la tomó de los cabellos entonces, mientras reía, reía y levantaba una maza enorme.
237. Cenital
En medio de la oscuridad brilló intensa la luz del cenital que la cegó, aturdiéndola por un momento, fue un momento nada más, lo necesario para tomar aire y acallar el miedo. Respiró profundo una vez más, encontró el equilibrio en el centro de su cuerpo, donde le dijeron tantas veces que debía concentrarse antes de comenzar. Sin saber porqué recordó a esa profesora, ni siquiera había sido su primer profesora, ni siquiera le caía bien, era una mujer vieja y seca, con ojos pequeños y penetrantes, que recorría la línea varita en mano y jamás decía una palabra, solo pegaba con la varita y ella sabía que debía corregir inmediatamente si no quería sentir el siguiente golpe. Quería recordar su nombre pero no pudo. La preparación había terminado en un pestañeo. Contuvo el aire y se elevó sobre su pierna derecha. Cuando comenzaron los giros y fuetés, escuchó al público aplaudir y sintió que todo volvía a estar en su lugar.
238. Descanso
El ocaso era infinito. Un hermoso estallido de rosas y naranjas y violentos violetas intercalándose en el cielo, al fondo una cordillera se desdibujaba perezosamente, como si también muriera con la luz del sol. Desde el risco donde se encontraba podía verlo todo e imaginarse el mar detrás de las montañas agonizantes. Le hubiera gustado estar en el mar, llenarse los bolsillos de piedras como una de esas poetisas heridas de amor y adentrarse en las olas, después de todo la muerte era más como el agua que como el aire, un vaivén delicado y a compás donde el alma podía ir adormeciéndose y descansar finalmente de todo el absurdo, de todo el dolor, de todo el peso… Respiró. La luz comenzaba a declinar y el disco anaranjado del sol se acercaba a la cordillera, como un meteoro agonizante que avanza paso a paso. Tal vez después de todo el aire fuera como el agua, tal vez después de todo en medio de ese ocaso infinito también podía flotar delicadamente, a compás, diciéndole al alma que ahora todo iba a estar bien, todo iba a estar en su lugar. Fue en ese momento en que abrió los brazos para sumergirse en su infinito y se dio cuenta que el aire podía ser como el agua.
239. Comenzar
Corría el riesgo de sufrir otro bloqueo de escritor, lo suponía porque en toda la tarde le había dado vuelta a la misma línea. La verdad había tenido una buena racha durante todo un mes: se sentaba a su computadora y las palabras simplemente aparecían aún antes que pudiera invocarlas concienzudamente, en ocasiones le había sorprendido una historia que jamás se le hubiera ocurrido y la descubría entera, nueva, sin saber cómo, luego de poner un punto final. Esas buenas rachas no podían seguir para siempre, lo sabía, es por eso que suponía que esa línea atascada justo en mitad de la página podría ser el primer tronco de la represa y eso la ponía ansiosa. Jamás había sabido cómo lidiar con esos bloqueos, cuando hablaba con otros colegas parecía que lo llevaban tan fácil: vete a dar una vuelta, sal de casa, tómate un café y olvídate del asunto hasta que regreses, consíguete una amante, haz un rato de escritura automática, fúmate un porro… pero a ella esas cosas no le funcionaban, simplemente el cauce se detenía y todo se convertía en un páramo sin tener idea de cuándo volvería a llover de nuevo. Presentir eso es lo que más la desesperaba y esa línea atascada en medio de la página no ayudaba en nada. Se levantó de la mesa, desesperada y comenzó a pasear por la habitación. Por más que le daba vueltas al asunto no había nada más que esa línea, esa estúpida línea que ni siquiera servía para comenzar un cuento, girando en su cabeza: “El 2011 se acabó ¡qué año difícil! pensaba mientras metía los pies en las pantunflas…”
240. Off line
Ese par de líneas no debieron haber terminado en una discusión de una semana, era ridículo y lo sabía, pero estaba cansada de ser siempre la primera en ceder, la primera en volver a comunicarse, la primera en preguntar si salían, la primera en llamar… sentía como si estuviera jugando ping pong con la pared y decidió que no podía seguir así, lo curioso es que ni siquiera estaba enojada, simplemente estaba cansada, como si hubiera estado corriendo en círculos durante mucho tiempo sin saber porqué, sólo creyendo que era importante correr y de pronto un día la resistencia no le dio para más y dejó de hacerlo, sin que al final importara demasiado. Debió reflexionar algo al respecto, pero también estaba muy cansada para eso. Era como si hubiera soltado algo que pesaba demasiado y no podía pensar al respecto, solo podía sentir la liviandad. Es por eso que cuando a la noche lo vio activo en el cuadro de chat, en lugar de comenzar a escribirle algo, prefirió simplemente ignorarlo.
241. Segundo amor
Eran unos ojos divinos, de esos que cuando te miran sabes que te has convertido en la única persona sobre la faz de la tierra, pero él se resistía porque hacía mucho tiempo que dejó de creer en el amor a primera vista, la culpa la había tenido ese violinista con pinta de rocker que lo flechó mientras ejecutaba el allegro del concierto para violín no. 3 en sol mayor del bueno de Mozart, que siempre le había parecido insufrible pero al que había asistido por condescendencia con una amiga que había organizado ese concierto de versiones de cámara y no había más que hacer, fue y se enamoró a primera vista del chico del violín que se mudó con él por tres maravillosos años, hasta que metió todas sus cosas en una maleta y se largó con una bailarina clásica un domingo por la mañana y le rompió el corazón haciéndole prometerse que no volvería a enamorarse a primera vista. Por eso se resistió a esos ojos divinos, con un transparente color de caramelo que prometían no lastimarle. Quiso mantenerse a distancia mientras su amiga, si, la misma del concierto, le animaba a acercarse.
• ¡Mirá que sos una Celestina peligrosa! – le dijo
• Pero te vendrá bien la compañía, además te gusta, no lo negués.
Y no tuvo más remedio. Tomó en sus brazos al cachorro sin dueño que lo lamió entusiasmado y mientras iban a la entrada del refugio con el encargado, para llenar el registro de adopción, sintió que su corazón roto se iba reparando.
242. Sabiduría popular
Las palabras fueron frías y rápidas, no hubo tiempo de contestar nada, de preguntar nada, ella sintió que abría la boca pero cuando el sonido comenzó a salir él ya se alejaba de prisa para subirse al bus que estaba estacionado en la parada. Ella se mordió el labio de abajo, siempre se mordía el labio de abajo cuando todo estaba perdido, aunque pareciera cliché de película de los sesentas. Le vio subirse al bus, la unidad arrancó y ella sintió el impulso de correr tras él pero se detuvo, su abuela se lo había dicho: “nunca corrás detrás de un bus ni de un hombre porque o te accidentás o hacés el ridículo” y así vio marcharse a ambos a lo largo de la calle, hasta perderse en el horizonte.
243. Virtual
La computadora se congelaba cada dos minutos… él maldijo su suerte, justo ahora que necesitaba la agilidad del mundo virtual, el ciber espacio se ponía en su contra… hubiera querido decirle cuánto se arrepentía por haberse marchado de esa forma, sin pensar en cuánto iba a extrañarla, pero la pantalla insistía en quedarse allí, en la a de extra… y luego nada, no habría oportunidad de pedir disculpas… malhaya del mundo virtual…
244. Nudos
Todo era una absoluta maraña dentro de su cabeza, entre fragmentos de poesías navegaban preguntas sobre el sentido de la existencia, junto a trozos de pensamientos existencialistas, suspiros de duda amorosa se encaramaban uno sobre otro hasta que lograban salir con un profundo movimiento de pecho, tan amplio que parecía que ese pecho se convertía en vela para navegar sobre la cama en la que tirada de espaldas, trataba de desmadejar sus pensamientos, tirando de un hilo y luego de otro, solo para darse cuenta que todos ellos terminaban en un exasperante nudo.
245. Tiempo
No podía evitarlo, tenía que pedir tiempo fuera, tenía que parar el mundo y bajarse por un rato, así fuera un par de segundos, lo suficiente como para ver todo el cuadro desde fuera y entender qué estaba pasando, así que tecleó poco a poco la tan temida frase: “necesito un tiempo”, pero en su caso era verdad, sólo necesitaba un tiempo para sentir que comprendía a cabalidad lo que estaba haciendo, sin embargo, la fuerza de la costumbre en la interpretación de esa frase, le jugó una mala pasada. Cuando regresó al departamento luego de cinco días, él ya no estaba.
246. Ábrete Sésamo
La magia habría sido una estupenda salida en aquel percance, si tan solo hubiera podido decir: ¡hocus pocus! O abracadabra o ábrete sésamo o cualquier otra cosa que hiciera que aquella pared desapareciera pronto para que él pudiera perder de vista al policía que le estaba pisando los talones.
247. La Rueda
En el principio todo era silencio, silencio y oscuridad. Flotando en aquel espacio ingrávido pensaba en muchas cosas, a veces tenía la impresión que no sólo pensaba, era como si pudiera recordar, como flashes repentinos donde aparecían rostros, manos que se extendían hacia él, sonrisas suaves y redondas, hojas de un verde tierno meciéndose con el viento mientras dejaban filtrar diminutos haces de luz. Pero jamás había abierto los ojos ¿de dónde podrían venir entonces aquellas imágenes? ¿Dónde podría haberlas visto? Hubiera querido abrir los ojos pero no conseguía hacerlo. Flotaba, lo sentía, pero de momento no podía saber nada más. Le parecía a veces que algunas voces le llegaban lejanas, en sordina, una al menos le resultaba sobrecogedoramente familiar. Entonces sucedió: de pronto todo en aquel universo comenzó a moverse, él se sintió sacudido y asustado, buscó una salida, sin saber cómo llegó a un túnel, al final podía sentir una luz, sabía que si llegaba a la luz estaría a salvo y avanzó a rastras hacia la salida, de pronto la luz estalló, sintió por primera vez el peso de su cuerpo y por primera vez abrió los ojos, no sabía muy bien qué es lo que estaba viendo, se sentía confuso y rompió a llorar. Entonces escuchó que alguien decía: ¡Felicidades, es una niña!
248. Extravío
Seguía extraviada, habían pasado dos años desde que se extravió y seguía perdida. La verdad no sabía si serían exactamente dos años, a ella le parecía igual demasiado tiempo. De nada servía pensar, como lo había hecho durante meses, que no debió tomar ese atajo, ese pensamiento la tuvo caminando en círculos demasiado tiempo y ahora tenía la ropa hecha andrajos y los pies destrozados. Hubiera querido sentarse allí mismo y dormir por mil años, de manera que cuando abriera los ojos pudiera encontrarse en un paisaje totalmente diferente, en vez de seguir viendo el árido desierto en el que se encontraba atrapada desde hacía tanto.
249. Lapsus
Tres cuentos – se había dicho a sí misma – voy a escribir tres cuentos diarios hasta terminar este endemoniado libro. Afiló el lápiz y ordenó las páginas blancas que se habían desordenado con el abandono. En pleno siglo veintiuno seguía haciendo sus borradores en lápiz y papel blanco porque tenía debilidad por lo obsoleto y efímero. Llevó todo a la mesa frente a la ventana de la sala, se sentó a escribir… y nada, parecía que de un plumazo alguien hubiera borrado todas las palabras de su cerebro.
250. Insomnio
No era buena para llevar cuentas, los números jamás habían sido lo suyo, era incapaz de recordar cualquier fecha que pudiera considerarse memorable, incluyendo los cumpleaños, se equivocaba al calcular su propia edad y en consecuencia siempre la acusaban de ser traga años, no podía evitarlo, seguramente le hacía falta el gen que ayudaba a los humanos con la matemática, es por esto que estaba tan desesperada: luego de incontables insomnios, alguien le había dado la cura: “cuenta ovejas” y ella no veía el modo de evitar perder la cuenta.
251. Trasnoche
La luz del vehículo rojo lo cegó. No conocía la ciudad y siendo de noche con lluvia se sintió aún más desubicado. Un perro comenzó a ladrar y él apresuró el paso por aquella solitaria avenida que antaño debió ser elegante y ahora era una calle de prostitutas para los obreros de la zona, burdeles que vendían tragos baratos y cerraban a las siete de la noche. Ni puertas ni luces, debía ser tarde entonces. Apretó aún más el paso y escuchó un taconeo sin apuro. Hurgó la acera por delante de él y al fondo de la calle vio una mujer que bamboleaba sus anchas caderas hacia él. Pensó aliviado que debía ser una prostituta a la que agarró la noche. La tenía a menos de media cuadra y se dio cuenta que era una mujer hermosa, no parecía de la zona. Al llegar junto a él la mujer se tropezó, se le había roto un tacón. El pensó que estaba de suerte:
• ¿Le ayudo? – le preguntó
• Creo que me doblé el pie… ¿me lleva a cucucho? – dijo ella y él la encontró más bonita aún.
No fue sino hasta que la tuvo en la espalda que la sintió extrañamente pesada, en medio de la oscuridad diez uñas afiladas se le clavaron en la espalda y cuando volteó horrorizado le recibió un rostro desgreñado y horrible. El hombre se zafó como pudo y corrió bañado en sudor frío, mientras la escandalosa risa de la mujer flotaba en medio de la oscura avenida.
252. Azar
Faroles y más faroles. Una interminable hilera de faroles encendidos le alumbraban los pasos. Sobre el negro impecablemente lustrado de su zapato cayó el último pétalo de la margarita que había deshojado, comprendió entonces que su destino estaba sellado.
252. Abril
El calor era un ladrillo enorme que sofocaba la noche. El insomnio flotaba por encima de los techos que resguardaban docenas de sábanas revueltas y pasos deambulantes, vasos con agua y manos abanicando el aire inútilmente en busca de un poco de frescor. La madrugada prometía un par de horas frescas, pero por el momento la canícula golpeaba impíamente. Entonces, de la nada, un rayo partió el cielo en dos y las nubes comenzaron a caerse a pedazos sobre la ciudad agradecida.
254. fuga
El lápiz se había ido de vacaciones. Cuando el escritor lo buscó en su mesa ya no estaba. Seguramente había aprovechado ese momento de descuido de las cuatro de la tarde, cuando la vecina iba a la tienda por el pan dulce para la hora del café; él se paraba y estirándose para disimular, llegaba hasta la ventana justo a tiempo para que ella pudiera voltear y levantar la mano para saludarlo con esa sonrisa que parecía una mañana entera, él mostraba sus mejores dotes histriónicos y parecía siempre pillado por sorpresa. Fue allí, cuando volvió a la mesa luego de ver la perfecta espalda de ella alejándose por el pasaje, que se dio cuenta de la fuga de su lápiz y pensó que también a él le vendrían bien unas vacaciones.
255. Deseo
Esa tarde de nuevo quería ser pájaro. De vez en cuando le daban esos antojos de ser algo que no era. Un día había deseado ser verde esmeralda y de pronto se encontró tomando el sol cómodamente sobre una piedra, vestida de lustrosas escamas y se dio cuenta que se había transformado en lagartija y mientras disfrutaba del sol le costó mucho volver a su forma original. Ahora, de nuevo quería ser pájaro; la primera vez que lo deseó se regodeó medio minuto en ese pensamiento y cuando se vino a dar cuenta tenía ya pico de pájaro, entonces se asustó y se dijo a sí misma que no podía permitirse tales pensamientos, no fuera a ser que el deseo le pusiera alas y ya nunca más podría bajarse del azul. Sin embargo esa tarde, quien sabe porqué, le pareció delicioso dejarse llevar por la idea. Cerró los ojos un momento e imaginó la deliciosa caricia del viento en las alas… cuando los abrió de nuevo, pudo ver sus dos finas patas naranjas, levantándose del suelo y desplegó gozosamente las alas.
256. Bautizo
Luego de un tiempo era inevitable: con tanto pequeño cuento al cual nombrar, se le estaban acabando los nombres. Abrió el periódico del lunes pero ninguno de los deportivos nombres que allí aparecían le pareció adecuado para su nuevo cuento… tal vez en los clasificados, hojeó una página tras otra, pero no logró dar con algo que describiera esa especie de picor de espíritu, de desazón que su pequeño cuento le provocaba. Hubiera querido ponerle un nombre alegre, algo así como naranja o desayuno, pero cuando aquel pequeño cuento lo veía a los ojos comprendía que era imposible un nombre feliz.
En el patio, el sol de la tarde corría a esconderse de fatigas y las nubes se iban contagiando bostezos rosas y lilas. El escritor contempló el cielo un momento, pensando que no era posible que la noche llegara y le encontrara así, con un cuento sin nombre. Entonces lo supo, su pequeño cuento, que tanta desazón le causaba, solo podía tener un nombre:
• Te llamarás melancolía, le dijo y el pequeño cuento sonrió de gusto.
257. Zona horaria
Había sido una semana pesada. Cuando escuchó el despertador el viernes a las seis de la mañana, quiso cerrar los ojos cinco minutos más, pero sin duda los segundos continuarían su marcha sin freno mientras ella mimaba la modorra que se le enredaba en las sábanas, no quería que se le hiciera tarde, así que se estiró y alcanzó la pequeña portátil que descansaba en su mesa de noche, encendió la pantalla y mientras miraba el pequeño reloj en la esquina inferior derecha, abrió la ventana de chat, buscó la pequeña esfera verde que le dijera que estaba allí, cuando de pronto vio la línea de diálogo:
• Buenas noches amor! Yo terminando el trabajo… qué tal tu día?
Y sonrió, pensando en esa locura de la zona horaria.
258. Ensoñación
Recorrer la ciudad en tren le resultaba una idea irresistiblemente romántica, escuchar el eco de las ruedas sobre los rieles de metal, mientras la vista se detenía con el tiempo preciso en la hermosa arquitectura que había podido conservarse después de tantos sismos en esa ciudad que parecía estarse moviendo a empujones todo el tiempo y enmarcando ese paisaje que parecía siempre permanecer con treinta años de retraso, el inevitable fondo de volcanes, que le daba a todo el conjunto un aire exótico, como de novela tropical, donde siempre se está a la sombra del dictador de turno, elegido democráticamente o por la fuerza. Mientras se deleitaba con este pensamiento, un codo le dio sin piedad en la parte de atrás de la cabeza, recordándole que debía pegarse mucho más a los asientos cuando estaban próximos por llegar a la siguiente perada del bus, las estrechas ventanillas que le cortaban el espacio terminaron de sacarlo de su arrobamiento y con un suspiro de desencanto se sumergió en la realidad cotidiana.
259. Apuro
El nudo de la corbata le apretaba, quiso aflojárselo, sin embargo la ocasión no le parecía la apropiada, además tenía las manos ocupadas y de momento no podía permitirse encargarle a alguien su preciada Thompson, así que se limitó a hacer una seña a los policías que le apuntaban, quienes diligentemente pusieron sus pistolas en el piso, exactamente como en las películas.
260. Sentencia
Era una jaula amplia, había más que suficiente espacio para los cinco chimpancés, desperdigados por ella, varios troncos adosados con llantas, repisas y cuerdas, fungían como selva improvisada, mientras que en la pared de fondo se destacaba una desteñida pintura de un paisaje tropical con un sol amarillo y redondo, sin embargo ninguno estaba jugando; repartidos en varias ramas miraban hacia un imaginado horizonte, uno de verdad que quedaba más lejos de los contornos de la amplia jaula, allí donde estaban los recuerdos de las hojas húmedas del rocío matutino, la algarabía de los pájaros justo antes de romper a llover y el sol de verdad, el que obligaba a meterse bajo las hojas cuando estaba en medio del cielo… el cielo. Era de entenderse que a un humano aquella jaula debía parecerle un lugar aceptable para guardar animales que escasamente comprendía, pero para los cinco reclusos el espacio era realmente deprimente.
261. Atardecer
Era un ocaso espléndido, como usualmente lo son en las tierras del trópico, con ese estallido de naranja sostenido, seguido por un púrpura interminable que desfallecía sobre un rosado que solo cedía al iluminarse las primeras estrellas en el firmamento. En medio de ese ocaso espléndido escuchó el primer helicóptero, al principio creyó que era su imaginación, al salir después del bombardeo, pero luego vio el temido punto a lo lejos, entre las nubes que aún no dejaban de ser púrpuras, se frotó los ojos con una mano, porque en su pensamiento no cabía aún la posibilidad de un bombardeo a esa hora, pero cuando el punto se perfiló completamente en el horizonte, con su hélice arriba, su cabeza dejó de pensar y su cuerpo entendió todo de golpe, perfectamente y comenzó a correr como si no fuera ella quien controlara sus piernas, al tiempo que los brazos se agitaban como dos banderas locas por el aire, gritaba a todo lo que daba su garganta, gritaba hasta ponerse ronca: ¡viene carreta! ¡carreta! ¡corran! Y fue allí donde escuchó los silbidos, estallando en su oído derecho… uno, dos… de repente, vio sintió que se caía y vio todo negro.
262. Apretón de manos
Le dio la mano. Según lo esperado, ese pequeño gesto debió haber valido para borrar años de discordia, muertos, hogares consumidos en medio del humo negro, huidas apresuradas con lo que cabía en las manos, tierras, hijos dejados atrás o perdidos irremediablemente, años de exilio sin tierra que llamar suya, sintiendo que todos le sentían extraño, siendo de ninguna parte, aunque hubiera regresado a esa tierra que ya no le reconocía después de tanto y tanto. Todo eso le pasó por la cabeza cuando el dictador le dio la mano delante de las cámaras, en aquel multitudinario acto de reconciliación a él, representante de todo un pueblo. Cuando sintió aquella mano fría le ganó la rabia, hubiera querido clavarle un puñal en medio del condecorado pecho pero no tenía nada, nada más que su puño que se estrelló contundente en medio de la cara de sorpresa del dictador mientras aún le sostenía la mano.
263. Volver
La mano del anciano temblaba, talvez de emoción o de cansancio. Habían sido demasiados mares, demasiados puertos, demasiados horizontes antes de llegar por fin a La Isla. Había transcurrido un tiempo que él apenas podía medir sino en insomnios y suspiros, muchas veces cuando el dorado del sol se despenicaba entre las olas al amanecer, el cielo lo encontraba escrutando con su catalejo, esperando ver cómo a lo lejos aparecería la cúpula de cristal rodeada de verde esmeralda, que le indicaría que su errar había terminado, que al fin podría, como lo estaba haciendo en ese momento, extender su mano para encontrar de nuevo la de su amada Circe.
264. Rápidos
Río abajo todo parecía completamente tranquilo, una vez pasado el rápido era como si el río se agotara y no tuviera más remedio que desfallecer entre las rocas hasta casi parecer una de esas fotografías de calendario, donde en medio de un idílico paisaje un espejo de agua reflejaba nítidamente el cielo despejado, de tal forma que uno no lograba distinguir donde terminaba uno y comenzaba el otro… si, rio abajo, una vez pasado el rápido, estaría a salvo, la cuestión ahora era cómo mantenerse a flote en medio de ese caos de agua que lo hundía una y otra vez.
265. Soñar
El desierto era un tema trillado, sin embargo, aunque en él hubiera pasado de todo, desde Moisés hasta principitos abandonados, estar allí, en medio de ese silencio atroz, hacía que todo cobrara una dimensión totalmente nueva. Ningún libro hubiera podido prepararlo para aquello, miró al cielo donde a pesar de no haber luna las estrellas bastaban, de pronto una se desprendió convirtiéndose oportunamente en una estrella fugaz ante sus ojos ávidos de esperanza; por un momento comenzó a divagar entre sus referentes literarios al respecto y estaba a punto de perderse entre Laurence Olivier y versos desperdigados de Khalil Gibran, cuando el coyote les susurró lo suficientemente alto como para sacarlo de su ensueño que se apuraran, el paso estaba a solo unos metros más.
266. Profecías
El humo de la pipa se levantaba en espirales ascendentes, suave y lento, como si el propio humo estuviera en trance, al igual que lo estaba la anciana que fumaba la pipa y los ocho ancianos y ancianas que la observaban, a ella y al humo, en el círculo. Entonces la voz de uno de los ancianos comenzó a gemir y su gemido llegó a ser un canto, un hermoso canto de lamento sobre las tierras que se incendiarían, sobre las vidas que serían arrancadas de esta tierra por la tormenta, por las mujeres que serían obligadas a guardar las nuevas semillas, por los mil y un nombres del Sagrado espíritu que serían lanzados al viento, sepultados debajo de las pirámides, olvidados por generaciones, por los años y años de oscuridad… apenas la voz del anciano se había extinguido, dejando un timbre amargo en la choza donde la espiral del tabaco continuaba girando como un espectro, cuando se levantó la voz de otra anciana y su voz llegó a ser un canto, un bellísimo canto sobre las tierras que resurgirían, alimentando plantas desconocidas, sobre la nueva raza que diseminaría su semilla por toda la tierra, su poesía por todo el aire, sus sueños por toda la historia, su valor por todas las batallas, sobre inmensas ciudades construidas tenazmente de cenizas y escombros, sobre los mil y un nombres del Gran Espíritu recordados en medio de los nombres de la religión invasora, invocados a través de sus ritos, transformados como se transforma todo lo que muere y vuelve a nacer, como ellos mismos… cuando la voz de la anciana se extinguió, dejando un timbre de cuatro colores en la choza, la anciana que fumaba el tabaco levantó la mirada hacia los demás y encontró en cada pupila la aceptación del rio, de la rueda, del infinito y los nueve ancianos dijeron: Así sea.
267. Conjuro
La habitación estaba llena de viejos libros: sobre las repisas y mesas, pilas de libros que se habían ido acumulando sobre sillas y bancos, como si les hubiera faltado la fuerza para llegar a la librera más cercana y se hubieran ido quedando desmayados uno sobre otro. En alguna parte, el joven pálido por días y días de desvelos, estaba revolviendo hojas y palabras, buscando un remedio para su mal. Una tarde, atravesando el solitario patio de Su Señoría, entre el penetrante perfume del jardín, había visto a la doncella de la Señora, leyendo en voz alta unos versos que hablaban de amor y para él, que jamás había prestado atención a las cosas de los hombres, resultaban desconocidos, desde entonces el joven sabio había revuelto su biblioteca, buscando aquellas palabras para recitarlas en alta voz y curar así la herida de su corazón.
268. Búsqueda
El grito de un águila hizo que levantara la cabeza hacia el cielo, desde aquel risco sentía que con solo extender su mano podría tomar una nube y colocarla debajo de su cabeza para aminorar el cansancio, pero resistió a la tentación, aún le faltaba mucho para llegar a la cima y no quería que la noche lo tomara por sorpresa. Miró hacia atrás y le pareció increíble que hacía apenas cinco días era aún el hijo de un hombre poderoso, atento a cumplir todos sus caprichos y ahora, subía la montaña en sandalias para encontrar a ese hombre, que según le habían dicho, podía contestar todas las preguntas porque hablaba con Dios.
269. Inercia
Estaba tan cansada que simplemente continuó caminando, por inercia, porque parar hubiera supuesto un esfuerzo que ella ya no podía hacer, no podía poner fuerza en sus piernas para frenarlas y luego doblar sus rodillas para lograr sentarse, aunque sentarse, doblar su cabeza, cerrar los ojos, era lo que en realidad deseaba; hizo un esfuerzo casi sobrehumano y levantó la vista hacia el cielo, sentía que su cuello apenas lograba sostener la cabeza. El sol le hirió directamente y le hizo cerrar los ojos con desesperación, en ese punto simplemente usó el resto de fuerza que le quedaba para abrir los brazos al cielo y sin abrir los ojos, sintió como la energía se había agotado totalmente y dejó que la inercia hiciera lo suyo.
270. Sedna
La jauría corría silenciosamente sobre aquel desierto blanco, sus veloces patas parecía que flotaban sobre la inmensidad helada, como si fueran bailarinas corriendo sobre sus puntas. Todo el paisaje era tan silencioso que se tragaba cualquier sonido que pudiera haber estado flotando en el aire, el frío sin embargo quemaba, por ello el anciano esquimal envuelto en pieles solo había dejado una ranura a la altura de sus ojos, para poder ver cuando su jauría le llevara por fin al risco, justo a la orilla del helado océano, donde después de siete veces siete años volvería a ver a su amada Sedna.
271. Suspenso
Las sombras se alargaban amenazadoramente a los lados del camino, pero a los hombres en realidad no les importaba mucho, la falta de luna era cómplice en sus planes, así que la columna procuró mantener el silencio tanto como la oscuridad se lo permitiera a sus botas. El angosto camino subía retadoramente y ellos sabían que tenían que apretar el paso, aprovechando el par de horas de profundo sueño que la madrugada tendería sobre el campamento que querían tomar por sorpresa, una vez que el sol comenzara a asomarse en el horizonte, ya no habría más que hacer. En medio de la oscuridad y sin mucha experiencia del terreno, no pudieron darse cuenta de las ágiles sombras que se movían sobre ellos, en los árboles cercanos, esperando el momento oportuno para atacar.
272. Aventura
Pequeñas olas llegando a la orilla rompían la sólida quietud de aquella laguna encerrada en el fondo del volcán extinto hace demasiados años. Ningún ser humano, solo a lo lejos el canto de algunos pájaros dejaban adivinar que en aquel lugar, en medio del tupido verde, había mucha más vida de lo que parecía a primera vista. Una roca desprendiéndose del muro de piedra en el lado occidente de la ladera, puso en aviso a todo el paisaje: los pájaros callaron y los árboles contuvieron el temblor del viento en sus hojas, aún la laguna paró las pequeñas olas que rizaban la orilla y quedó expectante. La laguna lo sabía, cuando uno se queda quieto demasiado tiempo, tarde o temprano es encontrado y eso iba a suceder, lo entendió cuando vio el primer par de botas derrapando entre los árboles de la ladera occidental. Los exploradores la habían descubierto.
273. Bambalinas
No quería verse en el espejo. Había llorado y sabía de sobra que tendría los ojos achinados y la nariz roja, odiaba verse así. No quería verse en el espejo, sin embargo no tenía tiempo que perder, el público no entendía de corazones rotos, ni mentiras descubiertas, ni dos décadas de vida desaparecida en un chasquido de dedos. Con los índices aplicó el corrector en suaves toques, desde hacía mucho tiempo sentía que eso era mejor que hacerlo con cualquier esponja, además las yemas de sus dedos reconfortaban un poco la leve hinchazón que esperaba no fuera evidente en un rato. Retocó el labial y deliberadamente lo cambió por ese rojo que los blogers habían dicho que le quedaba tan bien. Se miró de nuevo en el espejo y sintió que se iba a echar a llorar de un momento a otro, entonces cerró los ojos, dirigió su cara al techo y respiró, para cuando regresó al espejo y los abrió de nuevo, había logrado componer una sonrisa tan convincente que no quiso desperdiciarla, quiñó un ojo al espejo y abrió la puerta del baño, cruzó el pasillo y solo al llegar a la puerta del salón tuvo un momento de duda, por fortuna su asistente le abrió la puerta de prisa y sin preguntar nada y al sentir los primeros flashes, volvió a recuperar la convincente sonrisa que había ensayado en el baño.
274. Ojo por ojo
Solo el zumbido infinito de los zancudos rebotaba entre las paredes de la habitación, para ser más exactos: el zumbido infinito de un zancudo. Eso lo exasperaba, sin abrir los ojos daba manotazos a diestra y siniestra, que aunque suene a lugar común es algo que sucede, pero nada, el zumbido cedía por un par de segundos y luego se reanudaba con igual intensidad, esa monotonía lo tenía al borde. Decidió al fin levantarse y encender el foco para perseguir al intruso, pero cuando el chasquido del interruptor inundó de luz la habitación, todo quedó en absoluta calma… ni rastros del criminal. Hastiado salió de la habitación y llegó a la cocina buscando algo de agua para aplacar su frustración; justo cuando acababa de llenar el vaso, una inexplicable ráfaga de viento atravesó la sala y le dio de lleno en la cara, sintió como algo diminuto chocaba contra su mejilla y luego vio revolverse la superficie del agua en su vaso: su pérfido némesis se debatía contra una muerte segura, durante una fracción de segundo lo dudo, pero siempre había sido una buena persona, acercó un dedo para que el naúfrago se refugiara y esperó a que se restableciera. Cuando el mosquito despegó el vuelo, casi lo lamentó, había tenido la oportunidad de recuperar lo que le quedaba de sueño y la había desperdiciado, pero en eso… ¡oh milagro! Habría jurado que el mosquito se quedaba viéndolo por un momento antes de retirarse silenciosamente por la ventana.
275. Corazonada
Era solo un cadáver, lo sabía, no había mucho que pudiera hacer al respecto de nada en aquella situación, sin embargo no quería quedarse donde estaba; no reconocía el lugar, además todo era frío, oscuro y húmedo y jamás le había gustado la humedad, le incomodaba hasta el desespero. Pensó que su mamá debería estarlo buscando, no sabía cuánto tiempo había pasado en aquel lugar, pero estaba seguro que en su casa deberían estar ya preocupados, en día de pago llegaba siempre con algo dulce para la sobremesa y los chicos de la casa seguro se habían quedado esperando, mientras su mamá salía a preguntar a las casas vecinas si lo habían visto. Era terrible ser un cadáver en esas circunstancias, pero más terrible aún era quedarse en aquel lugar sin que le encontraran, sin que tal vez nunca le encontraran y le lloraran para liberarle de aquella sensación de querer ir no sabía dónde y no poder hacerlo. Si tan solo… entonces lo sintió: sintió el viento húmedo que presagia tormenta ¿cómo había podido sentirlo? Solamente si su mano, que era con lo que sentía el viento, estuviera al descubierto. Una chispa de esperanza se encendió y pensó en que no tardarían en encontrarlo, su esperanza se inflamó como el mismo viento de tormenta, cuando escuchó claro, fuerte y ensordecedor, un grito de mujer a la par suya, ahora solo era cuestión de esperar a los periodistas y la policía…
276. Fortuna.
El pequeño barco de papel se deslizaba temerariamente por el canal. En la orilla, un pequeño agitaba una vara en el aire mientras lo miraba irse y al mismo tiempo partía en él, con un pañuelo rojo con puntos blancos en la cabeza, un simpático loro parlanchín en el hombro y un parche sobre el ojo derecho, eso sí, de mentiras el parche porque debajo estaba su ojo sano y salvo, listo para seguir viendo increíbles islas llenas de palmeras y tesoros, mares infestados de enormes monstruos marinos que se agitaban terriblemente antes de caer abatidos por su temeraria espada y sirenas de las cuales pensaba mantenerse siempre a distancia. De pronto una roca enorme se atravesó y el barco quedó varado con riesgo de hacer agua de un momento a otro. El chiquillo corrió a lo largo del canal, hasta donde la piedra se atravesaba en el paso y con su vara la removió para que el barquito retomara con nuevo ímpetu la corriente, desde la orilla lo despidió agitando las manos con entusiasmo, mientras se preparaba con su vara a dirigir a sus valientes caballeros en su asalto al castillo.
277. Desidia
Habían mil y un pequeños detalles cotidianos sobre los que escribir: el brillo de la luz de las diez de la mañana que se colaba por ese último vidrio que le faltaba a la ventana y que por simple desidia no se había repuesto, de modo que la luz caía directamente sobre el jarrón con flores de lirio medio marchitas que estaba colocado en la mesa desde hacía no sé cuánto, cualquier cosa habría sido una buena excusa cualquier día, excepto ese. Es que en verdad, desde que ella se había marchado dejando una nota en la mesa… – una nota – pensaba – como en la más trillada escena de serie televisiva norteamericana, una nota. Desde entonces, él en realidad no tenía ganas de escribir sobre nada.
278. Danza
La mancha de humedad se extendía avasalladoramente por la pared que se iba descascarando. Definitivamente aquella casa estaba abandonada, excepto por los fuegos fatuos que de vez en cuando acudían a bailar sobre el piso de hermosos ladrillos decorados que poco a poco iban siendo conquistados por la maleza. Esa noche era noche de fuegos fatuos y uno a uno iban llegando perezosos, para celebrar el equinoccio, aquella la noche más larga del año, donde las sombras se alargarían infinitamente en el cielo estrellado. Se iban animando poco a poco los fuegos fatuos, ordenándose en corro en el antiguo salón donde comenzaban a colgar como salvajes adornos las enredaderas de campanillas y colación. Uno de los fuegos, el más grande, se colocó al frente de los convocados y centellando su cola amarilla, indicó que los dos círculos se ordenaran y ahora sí, animados, se dispusieron los fuegos en dos círculos concéntricos expectantes, el fuego grande, que debía ser uno de los mayores, volvió a centellar en indicaciones y a un gesto suyo, una mágica música inundó el aire, debía ser mágica porque para los oídos humanos era nada más el viento sonando, pero en cuanto comenzó, los fuegos fatuos iniciaron su danza llevando magníficamente el compás. En medio de la noche, aquella casa abandonada, resplandecía intermitentemente con una luz pálida que parecía parpadear a medida que los fuegos iban y venían en su danza. Las gentes de la aldea la veían a lo lejos y pensando en lo que habría dentro, se santiguaban alejándose lo más posible de ella.
279. Encuentro
El mar se extendía inmenso delante de sus pies, olas interminables morían y renacían y volvían a morir en una danza constante. A sus espaldas un muro de selva se extendía, un mar verde infierno a donde no quería volver. Descorazonado, cayó de rodillas sobre la arena, pensando que nunca volvería a ver la pared encalada de su casa, a su abuela hilando en la entrada, sentada en la mecedora en el espeso calor de julio, miró en redondo una tierra desconocida al otro lado del mundo, donde no se suponía que hubiera nada y maldijo el día en que creyó en los cuentos de los viajeros acerca de una tierra donde enormes rubíes crecían sobre árboles de oro. Soltó su espada y se tomó la frente con las manos, en ese momento un ruido tras él le tensó todos los músculos y lo puso de nuevo en alerta, rápidamente tomó la espada y volteándose se puso en pié, delante de él un niño lo miraba con ojos repletos de curiosidad, tuvo la impresión que había estado mirándolo desde hacía tiempo, no supo qué hacer y dio un paso hacia atrás, entonces el pequeño abrió la mano y le ofreció un tubérculo blanco cocido. Él lo tomó y llevándolo a su boca, volvió a llenarse de esperanza.
289. Duda
Quince minutos más era todo lo que estaba dispuesta a esperar. Le desesperaba la impuntualidad, le desesperaba estar en un lugar que apenas conocía, con gente absolutamente desconocida, haciendo nada mientras esperaba. Jamás le había gustado esperar. Mordió la pajilla con fuerza y sintió entre los labios el sabor del plástico. Miró en redondo… nada. Volvió a morder la pajilla y se decidió a marcharse. En el momento en que buscaba su cartera para pagar la bebida, el mesero se acercó y dejó a su lado otra igual. Ella levantó la cabeza, miró el vaso alto, miró al mesero con extrañeza y él dijo en un tono absolutamente profesional: – Cortesía del caballero, señalando hacia una mesa al fondo del salón, como había visto que hacían en las películas. Sonrió desconcertada, sin saber si quedarse era seguir esperando, o solamente era comenzar una historia en el mismo lugar donde nunca había empezado otra.
290. 60 segundos.
No estaba inspirada. Tal vez era el calor o el vacío de la tarde, que a pesar de ser plena estación lluviosa, contenía un cielo que no acababa de decidirse a llover o darle paso al sol. Seguramente era eso, el clima, pensó mientras jugueteaba como desde hacía quince minutos con su cabello, sin decidirse a levantarse de la mesa donde la computadora parpadeaba su luz, descubriendo siempre el mismo espacio en blanco, el mismo desde hacía quince minutos. No quería levantarse; pensaba que a pesar de todo si permanecía allí, frente a la pantalla en blanco, permanecería conectada a la idea que quería poner en palabras y tarde o temprano las palabras llegarían ahí y la encontrarían, aguardándolas, entonces podría por fin terminar con esa inmovilidad incómoda, como si tuviera que hacer algo pero no supiera qué. Mientras tanto seguía esperando, de pronto escuchó el resorte del minutero de su reloj, levantó la mirada hacia la esquina de la mesa, junto a la lámpara y comprobó que efectivamente, un minuto más había pasado en aquella zozobra.
291. Náufrago
No podría decirse que hubiera olvidado, como ocurre cuando el río del tiempo se lleva arrastrando las memorias hasta deshacerlas entre sus aguas, dejando tal vez alguna espuma en las orillas, kilómetros más abajo, irreconocibles para cualquiera que pase al lado, no, no podía decirse que hubiera olvidado. El asunto fue más bien como recibir de pronto toda una avalancha de acontecimientos y ser arrastrada, inconsciente, hasta una bocana desconocida, donde por kilómetros y kilómetros no había nada más que arena, sol quemante y una extensión inacabable de agua salada que quema la lengua con su contacto. Así, se sentía como un náufrago, sin saber si alguien llegaría a salvarla y, tal vez lo peor, sin saber si quería que alguien llegara a salvarlo. Miró hacia atrás, tratando de recordar algo bueno que debiera recuperarse y mientras empacaba sus cosas en dos maletas, se dio cuenta que durante dos décadas de promesas fallidas, no podía reconocer nada que pudiera merecer ser salvado de aquel naufragio.
292. Encantamiento
La voz llegaba tenue, como dicen que suenan las voces de los encantamientos en los cuentos de hadas, pero él se resistía a creer que era un encantamiento, en aquel campo con troncos quemados y agujeros de bombas no podría haber encantamientos, todo lo que había era hollín, un persistente polvo gris que cubría todas las cosas inertes hasta donde alcanzaba la vista… ¿Entonces? ¿Se engañaba con el canto de algún pájaro? Sacudió la cabeza y entre los escombros de aquel pequeño bosque caminó. Cuando los cadáveres de árboles comenzaron a desaparecer, los cadáveres de las casas tomaron su lugar, las paredes calcinadas y los restos de pisos indicaban el lugar donde hubieron hogares con niños y perros, viejas mujeres en sus mecedoras que se contaban las últimas noticias de ese pueblo que era y que ahora se había ido. Ni siquiera había pájaros cruzando el cielo, entonces ¿de dónde…?
Caminó por entre los escombros del pueblo como antes había caminado por entre los escombros del bosque, hasta que llegaron allí no sabía que ese pueblo existiera, era una pena que nunca lo hubiera visto cuando todavía vivía, al llegar lo único que poblaba las casas eran los agujeros de bala y un puñado de hombres que todavía se defendía entre las paredes, hasta que las bombas llegaron y entonces, ya no hubo nada. Ni siquiera sabía cómo se había llamado ese pueblo, tal vez era un lugar que no registraban los mapas, tal vez ni siquiera tenía un nombre. Entonces le llegó de nuevo aquella melodía, como un hilo tenue abriéndose paso entre los escombros, el humo y el hollín. Caminó hasta el otro extremo del pueblo. Milagrosamente una casucha con la mitad del techo y tan endeble que parecía estremecerse con sus pisadas, permanecía en pie, como una fantasmal caja de música de donde venía la misteriosa melodía. Parte de la fachada había caído también. El soldado entró, sobre una mesita alta, un disco giraba interminablemente en un fonógrafo al que alguien había dado cuerda, frente a él, en su mecedora, una anciana mujer, como las brujas que contaban en los cuentos de hadas, parecía acabar de quedarse dormida.
293. Callejón.
Quiso la suerte que aquel pájaro, quizás fuera un cuervo, graznara cuando él estaba por entrar al callejón. Era supersticioso, así que se detuvo y vio al ave negra levantando vuelo hasta perderse en un edifico cercano. Entonces escuchó un ruido y se escondió en las sombras de la pared. Dos hombres asomaron desde el fondo de la cuadra, por la acera, a la luz de la solitaria farola y mirando a ambos lados, se aseguraron que nadie los siguiera antes de meterse al callejón. – Son ellos – pensó – mientras metía la mano en el bolsillo derecho de su chumpa para apretar la .45 como si de un amuleto se tratara. Por un momento le dio la impresión de estar en la escena de suspenso de alguna película de gansters, justo antes del encuentro final, rogó porque también en esta ocasión, los buenos salieran ganando, respiró profundo y tratando de hacer el menor ruido posible, entró en el oscuro callejón.
294. Invasor.
La puerta estaba entrampada, la habían sellado para prevenir intrusos, no había forma que alguien hubiera entrado a la casa. Sin embargo los vecinos le habían llamado: – Don Toño, debería venir a revisar la casa, ya van tres noches seguidas que se oyen ruidos, como de alguien que anda caminando por toda la segunda planta. Se alarmó, seguramente al ver la casa desocupada durante más de seis meses, algún vago de los alrededores no había dudado en apropiarse de ella, metiéndose por el sitio más inesperado; afortunadamente los pocos objetos de valor que poseía, los había llevado consigo cuando tuvo que irse a trabajar a oriente. Pidió permiso por un par de días y llegó a la casa. Todo estaba intacto, así que junto al vecino le dieron la vuelta a la casa, buscando alguna defensa rota, algún agujero en la pared del fondo, alguna puerta o ventana falseada. Nada. La casa estaba herméticamente cerrada y en su interior no se percibía el menor ruido o movimiento.
• ¿Están seguros? – insistió él, sospechando que su nerviosa vecina le hubiera alarmado por nada.
• Seguros – le dijo el vecino.
• Es dando las seis de la tarde y comienzan a caminar para arriba y para abajo, con unos grandes zapatos – terció ella.
Don Toño los vio con cara de incredulidad y ellos se sintieron ofendidos.
• Si no nos cree espérese un ratito, diez minutos faltan para que dé la hora y se va a dar cuenta – dijo el vecino mirándolo a los ojos – así no remueve el sello por gusto.
Y en lo que los vecinos comentaban lo raro del asunto, dieron las seis. Tres pares de ojos ansiosos escrutaron la segunda planta durante otros diez minutos… y nada. Apenados, los vecinos comentaban que no se explicaban que había sucedido, que era raro, que… Don Toño se despidió lo más cortésmente que pudo, diciendo que iba a aprovechar para cenar con su madre y que al día siguiente debía salir temprano para oriente, que les agradecía mucho por estar al pendiente y que cualquier otra cosa le llamaran. Los vecinos volvieron a comentar por centésima vez lo raro de aquel asunto y con pena por haberlo molestado, se despidieron.
Mientras el hombre se perdía por el camino y los vecinos entraban a su casa, echando vistazos de vez en cuando a la segunda planta, el fantasma asomó cautelosamente por la ventana, pensando en que la había visto muy de cerca y que de ahora en adelante se vería obligado a andar en calcetines por aquella casa para no volver a despertar alarmas, al menos, mientras su dueño regresaba.
295. Camino
El largo camino levantaba remolinillos de polvo a diestra y siniestra en el aire seco del mediodía y el árbol más cercano era como el dibujo de un niño al fondo del paisaje. Le enfadaba y afligía tener que caminar todo lo que hacía falta, pero no podía quedarse quieto debajo de aquel sol inclemente que lo cocinaría como a un pedazo de carne hasta dejarlo sin jugo y debía seguir caminando sin detenerse si quería llegar a las puertas de la ciudad antes del anochecer. Maldijo de nuevo su inclinación por el juego y el desdén que la Fortuna le había hecho en esa última tirada de dados y que le habían puesto tal cual iba en el camino, sin burro, sin alforjas y con una miseria de agua en la bota, mientras sudaba y sudaba en medio del polvo. Iba con los ojos semi cerrados y pegados al suelo bajo la sombra de su sombrero de paja, porque el reflejo de aquel sol en el paisaje le hacían doler los ojos, cuando dos sombras largas le dieron alcance. Eran dos hombres: uno alto y flaco, montado en un flaquísimo caballo y otro bajo y rechoncho, montado en un burro, que discutía con él. La chispa de la necesidad se encendió en su escaso ingenio y pensó que tal vez, después de todo, no tendría que ir a pie hasta su destino.
296. Transmigración
Las muescas negras sobre el fondo de plata brillante hacían de aquel objeto la más magnífica ánfora que se hubiera visto en aquellas tierras durante cientos y cientos de años. Pocos ojos habían posado sobre ella su mirada desde que había sido forjada por élficas manos para guardar el alma sabia que en ella reposaba por unas horas mientras trasmigraba de un cuerpo a otro cada cuatrocientos años. Ahora, por quinta vez el ánfora era sacada y colocada al lado del estanque de aguas tan transparentes que parecían ser invisibles, dejando al descubierto el mullido fondo de fino césped, excepto porque las lunas se reflejaba a cabalidad en el centro de aquel. Esta noche al filo de los cuatrocientos años de su última encarnación, la pequeña Landa, la menor de las lunas, parecía colocada sobre la enorme Kriné, luna sobre luna, en perfecta conjunción, necesaria para que el rito de transmigración se llevara a cabo.
El menudo anciano, con ayuda de sus más fieles sabios, hijos y nietos hasta cinco generaciones de fieles sabios que anteriormente le habían ayudado, fue introducido al estanque, allí en el centro, en medio del reflejo de las dos lunas conjuntadas, su cuerpo exhaló su último suspiro y quedó flotando en el agua, mientras su alma viajó a la preciosa ánfora. Retiraron cuidadosamente los sabios aquel cuerpo, mientras otros conducían a un hermoso, hermoso joven cansado de vivir al centro del estanque; había sido aquel un poeta al que con solo setenta años le habían roto el corazón y para escapar a su pena, había accedido a dar su cuerpo al monarca a cambio de que los sabios pudieran liberar su alma a las estrellas. Así pues, por quinta vez en dos mil años, se dio la transmigración de aquella alma sabia a su nuevo cuerpo, para gobernar por cuatrocientos años más a su pueblo, sin conocer amor ni descendencia para poder mantener la inmortalidad de aquel hechizo, mientras el alma del poeta, libre al fin de sus dolores, se elevaba gozosa al infinito.
297. Séptimo Día
Metida entre las sábanas y sin haber podido tener ni un momento de inconsciencia que la alejara de su crónico estado de pena, vio de nuevo el amanecer. Cada avance de la luz lo sentía como una personal afrenta y cerraba los ojos negándose, sin embargo, la luz avanzaba y con ella los sonidos de la mañana en aquella colonia obrera de gente que aún en domingo, se levantaba temprano para aprovechar el día consagrado a los oficios de la casa. Arrastró los pies hasta la cocina y llenó la cafetera de agua, mientras deseaba con todas sus fuerzas tropezar, caer y quedar inconsciente por una semana, un mes, cien años, lo suficiente para que su pena se hiciera tan chica que pudiera ponerla en la palma de su mano y dejar que se la llevara el viento. Pero nada de eso pasó. El café comenzó a caer en la jarra y mientras su aroma se metía escandalosamente por cada rincón de aquel apartamento vacío, una inexplicable ráfaga de cólera se apoderó de ella. Buscó debajo de la mesa de la cocina y bolsa negra en mano, corrió a la sala y comenzó a meter en ella las fotos de ambos, los libros que él había dejado, la ropa desperdigada por el piso, los papeles que desde hacía semanas se iban alojando perezosamente arrugados entre la mesa y la librera, los periódicos de hace un mes, los escombros de la vida que ya nunca más sería su vida. Al terminar, sudorosa y jadeante, se sirvió una taza de café y mientras se sentaba en el sillón frente al televisor pensó por primera vez que sería perfectamente capaz de olvidar.
298. Adicción
No quería salir. Tal vez lo que decían sus amigos era verdad y se había vuelto una ermitaña, pero por el momento su ánimo pasaba de los bares y las fiestas y prefería las puestas de sol. Había encontrado este lugar en una curva de la carretera en la salida sur de la ciudad, fue por casualidad, como suelen ser las cosas verdaderamente importantes. Iba en su coche pensando en lo vacío que resultaba todo. Tenía meses pensando en lo vacío que resultaba todo, pero no fue sino hasta ese momento, a las seis y diez de la tarde de ese sábado de verano, cuando el vehículo tomó la curva, que reparó en el mirador recién abierto. Estacionó, salió y se apoyó en la baranda de madera, en ese momento una violenta explosión de naranjas y rojos le hizo quedar boquiabierta ante el cielo y quedó embriagada de rosa y violeta… eso fue todo, se había hecho adicta a los atardeceres.
299. Modestia
No era la gran cosa. Quería decirlo mientras los hombres del pueblo lo cargaban en hombros y las mujeres lanzaban flores y gritos de agradecimiento a su paso. Había sido cuestión de suerte. Tenía buena puntería y eso no era un secreto. No sabía por qué el Rey Saúl le había llamado, precisamente a él, para enfrentar al gigante, pero ante tanta algarabía, se sentía más que contento de que sus oraciones hubieran sido escuchadas y que el pulso no le hubiera fallado, pero de ahí a ser un mata gigantes…
300. Última
Vio la página en blanco y no podía creerlo: esa sería la última página en blanco de ese libro, la última que tendría que enfrentar, cuando pusiera el punto final no habría más ansiedad ni dudas, no más días de acercarse a la computadora como quien se acerca a una chica guapa para invitarla a salir sin tener certeza de si le dará un revés o le hará el hombre más feliz de la historia conocida. Una vez que ponga ese último punto podrá ser libre y dejar todo en un cajón por un par de semanas, mientras el corazón vuelve a latir normalmente en el pecho y él vuelve a tomar aire suficiente como para releer y corregir. Mientras eso sucede tendrá un par de semanas para pasear por el parque en la tarde o tomarse un café tranquilamente a media mañana, sin pensar en que irá a su escritorio a enfrentarse a la página en blanco.
En todo esto pensaba mientras veía su última página en blanco, la última de ese libro y entonces cayó en la cuenta que había perdido el hilo y no tenía ni idea de cómo iba a enfrentar esa página en blanco.
301. Noticiario
No podría haber un estado más allá de su cansancio, buscó una palabra para describirlo pero estaba demasiado cansada como para encontrarla. Se desplomó de bruces en la cama, vestida tal cual iba, paseó su mano ciega por la cama y encontró el control remoto, se dio la vuelta y encendió el televisor, en el noticiero nocturno pasaban una reseña detallada sobre el espectacular robo a un banco en pleno centro de la ciudad, policías corrían de un lado a otro de la calle y cuando menos se esperaba, un pick up polarizado irrumpió sobre la acera, dio un giro a media calle y salió disparado, haciendo chillar los neumáticos como en las persecuciones de las películas de acción. Ella alcanzó a esbozar una sonrisa, se quitó el pasamontañas e hizo un esfuerzo supremo para levantarse, ya dormiría después, en cuanto se hubiera desecho de la ropa con la que realizó el “trabajito” de ese día.
302. Desidia
No era pereza, era desidia, si, definitivamente era esa la palabra que calzaba en su actual estado: falta de ánimo o disposición para hacer algo. La energía alcanzaba nada más para hacer zapping en automático y dar la vuelta una y otra vez a los canales disponibles, a paso de tortuga. Pensó en levantarse a preparar un sándwich, eran las dos treinta de la tarde y no había desayunado, el estómago comenzaba a quejarse, pero el hecho de pensar en tener que levantarse y arrastrar su humanidad hasta el refrigerador, luego a la mesa de la cocina, a la alacena para buscar un plato y posteriormente de regreso al sofá, lo hizo desistir de tal empresa, ignoraría al estómago y con suerte, este entendería la indirecta y optaría por guardar silencio. Una vez más, por sexta vez en aquel día, daba la vuelta completa a noventa y nueve canales de televisión. Pensó que lo mejor era regresar a la cama, de donde nunca debió haber salido. De nuevo el solo hecho de pensar en el considerable esfuerzo para llegar hasta su habitación lo hizo desistir. Apagó el televisor y hundió pesadamente la cabeza en el almohadón del sofá, un par de minutos más tarde, roncaba apaciblemente.
303. Descuido
Había perdido el tiempo, lo sabía, lo supo desde esa mañana en que la alarma no sonó y al levantarse casi a media mañana se dio cuenta que su reloj no tenía horas… ¿dónde lo habría dejado? Por más que se exprimía el cerebro, no podía recordarlo, definitivamente, había perdido el tiempo y no se le ocurría dónde encontrarlo.
304. Caminar
Sus pies estaban limpios y lustrosos, tanto como las piedras del río donde había estado remojándolos, los sacó antes que se arrugaran más de la cuenta y los vio, la sangre había desaparecido completamente y diez uñas rosas se encajaban perfectamente en los tersos dedos morenos, siempre le habían gustado sus pies, solía verlos y dejar que algo así como una podal coquetería le invadiera, así que ahora le daba pena ver las cortaduras y rasguños que subían como enredaderas hasta las rodillas, pero no había nada qué hacer, la única salida había sido meterse en el breñal y allí había perdido las yinas celestes, con una flor celeste de plástico en el centro del empeine, que le había comprado su papa para su cumpleaños número quince. Pensó en su papá, en su mamá, en sus cuatro hermanas. Suspiró. No tenía caso pensar en cosas que no tenían remedio, eso lo decía a cada rato su mamá. El lejano sonido de la metralla la sacó de sus divagaciones. “Andan buscando a los que se corrieron”, pensó y el miedo le agarró la boca del estómago como una tenaza caliente. Se vio los pies una vez más y sintió que las lágrimas le subían a los ojos, se los restregó con la punta de los dedos, apretándoselos, para impedir que las lágrimas salieran y casi agachada caminó río arriba, pegada a los muros, para huir de los soldados que peinaban la zona después de la matanza.
305. Desayuno
El calor de oriente se dejaba sentir y el sol parecía pegar de lleno con la fuerzo de un mazo, a pesar de ser las diez y treinta de la mañana. El hombre se quitó el sombrero de palma y abanicándose busco en la bolsa del pantalón un pañuelo con el que se limpió la cara, la cabeza y luego lo enrolló alrededor de la nuca, para impedir que el sudor le siguiera bajando al cuello de la camisa. Alrededor, a la salida del pueblo, se amontonaban los famosos comedores que servían carne de dudosa procedencia, las cocinas estaban ya calientes, en espera de quienes se atrevieran con el único plato disponible para desayuno, almuerzo y cena. El hombre huyó hacia uno de los comedores y se sentó a una recia mesa de madera donde se sintió a salvo del filo del sol, pidió un café como excusa para poder ocupar una silla por tres cuartos de hora. Cuando se lo llevaron, siguiendo el humo de la taza encontró una delgada muñeca y al subir a lo largo de ese antebrazo, una coqueta mirada de enormes ojos negros le produjo un revolotear de mariposas en el estómago, que no hizo más que crecer al ver cómo se alejaban aquellas rítmicas caderas rumbo a la cocina.
306. Noventa.
El estadio estaba a reventar. En Vietnam, una marea blanca se arremolinaba de un lado a otro, levantando atemorizantes crestas sobre las graderías. La marea rugía, se apretujaba, subía y por momentos se quedaba en calma, pero solo un momento, a poco volvía a subir y meter ruido, como una nube de langostas. El equipo naranja salió al engramado; frente a la marea blanca, una marea naranja se levantó en un rugido entusiasta y con el mismo ímpetu que una gigantesca ola al chocar contra el muro de piedra, descendió hasta quedar quieta sobre las gradas. Vietnam se levantó en un potente rugido blanco que envolvió a sus diez en un sordo aullido de esperanza, flotando en el aire por un momento hasta caer sobre una verde planicie de suspenso. Cientos de miradas expectantes se prendieron de la figura negra en el campo, hasta que el silbato dio la salida para desbordar todo el hastío, la frustración y la náusea cotidiana en noventa minutos de espejismo.
307. Relámpago
Fatigada era su respiración, jadeaba a un ritmo constante y sentía que el corazón le rebotaba de un lado a otro del pecho, como una pelota de ping pong. Tragó saliva e intentó que sus pensamientos dejaran de ir a mil por hora. El tipo venía nuevamente sobre él, lo vio por el rabillo del ojo, justo a tiempo para apartarse del puño que viajaba directamente a su oreja derecha, como un relámpago se irguió y lleno de adrenalina disparó su puño derecho justo en medio del rostro del hombre, que cerró fuertemente los ojos llenos de sorpresa, antes de desplomarse sobre la lona. La campana sonó y su sonido fue el mejor que hubiera escuchado en mucho tiempo.
308. Segunda Quincena.
Le escaseaban las palabras, era lógico pues las había estado gastando sin medir, de forma que cuando las buscó, se dio cuenta que había ocupado más de la cuenta, había que racionar si quería llegar a fin de mes. Comenzó entonces a saludar con gestos de cabeza y a contestar las preguntas de las que no sabía la respuesta con un encogimiento de hombros, sus conversaciones se volvieron escasas y enviaba mensajes de texto en lugar de contestar el teléfono, por la calle no se detenía cuando los conocidos le saludaban, sin embargo se mostraba efusivo en sus saludos de cabeza y aunque repartía abrazos y apretones de mano, nadie lograba entablar con él una conversación. Sus amigos se molestaban con su repentina parquedad y aunque querían sacarle explicaciones no lograban más que un par de palabras, sabía que era su culpa, no tenía que haberlas gastado sin ton ni son cuando apenas acababa de comenzar la segunda quincena.
309. Adiós
Una amplia estela en el agua marcaba el paso de la embarcación. Desde la orilla se escuchaba aún una delicada voz que cantaba sobre buenos viajes con tiempo favorable, hacia tierras cálidas, aromadas de sol y flores, con abundancia de frutos en los árboles y agua brincando de piedra en piedra, la voz seguía describiendo hermosas mesas servidas con todo lo que al espíritu de un hombre podría seducir y hacer descansar después de una difícil faena. La voz flotaba sobre el aire transparente, mientras el fuego consumía lentamente la embarcación y al guerrero que al fin, pacíficamente, descansaba sobre ella.
310. Luna
El laberinto era enorme, no podía recordar por dónde había entrado, cada vuelta era semejante a la anterior y no sabía reconocer la posición de las estrellas en el magnífico cielo despejado. Habría deseado tener un ovillo como el de Ariadna, para encontrar el camino de regreso a la salida, de regreso a casa, miró de nuevo al cielo y se sintió terriblemente pequeña y sola. Caminó por unos metros más y entonces escuchó el aullido. Levantó la vista al cielo y miró con horror como una inmensa luna llena se levantaba de entre los arbustos del laberinto.
311. Renovación
Como todas las noches, sacó una idea del tarro y se preparó a escribir, cuando lo hizo se dio cuenta que le quedaba una sola, parecía un poco reseca, pero es que ese frasco de ideas llevaba mucho tiempo allí y quizás la última estuviera un poco rancia, sin embargo la tomó y caminó con ella hacia el escritorio, mientras pensaba cómo haría al día siguiente para conseguir ideas frescas.
312. Pérdida
Nunca había suficiente tiempo. Cuando miraba el reloj siempre le parecía que alguien le había sacado unos minutos a sus veinticuatro horas, de modo que se quedaba corto para terminar todas las tareas cotidianas, perdía cinco o diez minutos al día y al final de la semana el retraso era siempre de un par de horas, no se explicaba cómo podía perder el tiempo, a dónde se iban esos minutos que le hacían dar carreras angustiantes el viernes, tratando de tener todo a tiempo y fracasando siempre en el intento, hasta que se le ocurrió darle vuelta a su reloj y fue entonces cuando vio el agujero.
313. Distracción
Todas las imágenes del mundo no bastaban para dibujar eso que él quería. Miraba su paisaje interior una y otra vez y era extremadamente abigarrado, como si alguien hubiera ido colocando una imagen sobre otra sin concierto, de modo que no sabía por dónde comenzar a reproducir lo que había dentro suyo, ni de qué forma organizar aquella maraña de cosas agolpándose en su cabeza, sabía que tenía que sacar de allí todo aquello antes de que no hubiese más espacio ni siquiera para encontrase. Llegados a este punto se perdió… ¿Qué era lo que había estado pensando?
314. Primavera
Debajo de los escombros ya no había calor, habían dejado de humear hacía días y su ceniza gris y pesada se confundía ahora con los copos blancos que caían lentamente sobre las ruinas. Un mar blanco y silencioso se iba formando poco a poco entre los hierros retorcidos y los huesos abandonados que comenzaban a blanquear. Grises y blancos en un vaivén de desesperanza y de pronto, en medio de aquella blancura silenciosa, una pequeña, pequeñísima brizna, quien sabe si de pasto o de lirio, imposible, impensable, abriéndose paso como si quisiera nombrar a gritos a la esperanza.
315. Desahucio.
A su pesar, sentía las lágrimas resbalando por sus mejillas, ello le daba más rabia aún. Afortunadamente en aquel desván lleno de polvo solo había espectros, recuerdos de un pasado que fue glorioso y que ahora colgaba en jirones de tapiz descolorido, se arremolinaba en grises sobre muebles que fueron ostentosos y de vez en cuando asomaba en miradas severas de severos rostros vestidos en brocado. Ella sabía que dentro de poco debía bajar de ese desván y contemplar el mar de cajas en el que pronto habría de naufragar y que la sacaría como una marea descontrolada de su casona desahuciada. Nada quedaría, su apellido ya no significaría nada en una ciudad extraña, donde los nuevos automóviles acallaban el relinchar de los caballos, ella sería una extraña más, junto a cientos de extraños venidos de antiguos reinos derrumbados, a habitar en las nuevas, enormes y ruidosas ciudades del norte de aquel país.
316. Sábado en la noche.
Vio las fotografías. Pensó que en las fotografías las personas siempre aparecen felices, como si la vida fuera una continuidad de instantes livianos como una pluma, sin las horas que caen a plomo sobre los hombros, como caen seguramente cuando todas esas personas dichosas de las fotos contemplan sus retazos de pasado un domingo por la tarde en la soledad de su habitación. Suspiró. Ella siempre había sido mala para socializar, le era difícil entender el momento exacto de soltar una graciosa sonrisa, no tenía esa fina pieza de relojería que da la encantadora frase exacta en el momento preciso, en fin, que no tenía don de gentes, como se lo había dicho más de una vez su ex, al enumerarle exponencialmente la lista de sus defectos. Vio las fotografías. Suspiró. Tal vez si ella fuese un poco menos ella, las cosas serían un poco diferentes, sin embargo, seguía sintiéndose a gusto en la soledad de su sala de sábado por la noche, sin preocuparse por contestar un celular que sabía no iba a sonar a esa hora, ya que como lo había escuchado una y otra vez del hombre que afortunadamente no iba a criticarla más, era una ermitaña sin remedio. Vio las fotografías. Suspiró sintiéndose feliz por la gente que aparecía felizmente en las fotos y luego con el mouse cambió de ventana en la compu para continuar leyendo el libro que la tenía tan entusiasmada.
317. Arrepentimiento.
Sabía que era un infarto porque había leído muchos artículos sobre el tema en internet. Sabía que era grave por la cara de susto que su esposa ponía encima de él: las pupilas dilatadas de ella, su rostro enrojecido y esa forma de dilatar las fosas nasales que tenía cuando algo la había tomado desprevenida por completo y la mataba del susto. Poco a poco dejó de escuchar las voces que recomendaban desabrocharle la camisa, darle aire, llamar al 911… Se preguntó si habría alguna luz, se incorporó un poco sobre los codos y vio en derredor, no lograba ubicar ningún túnel, ningún haz de luz que cayera cerca de él, ninguna voz angelical que dijera su nombre, ninguna figura del pasado: madre, abuela, aquella profesora de preparatoria que hacía que las manos le sudaran y le palpitara fuertemente el corazón con una loca alegría que no lograba explicarse, cada vez que lo abrazaba por la mañana al llegar al kínder… pero no había nada.
Su esposa estaba de pie junto a él, con las manos tapándose la nariz y la boca, jamás le había gustado que la vieran llorar en público y al hacerlo siempre le entraba un pudor que a él le parecía terriblemente ridículo, ahora estaba así, hasta que su hermano llegó a tomarla por los hombros y quiso llevársela, entonces por primera vez la vio perder todo el pudor al respecto y llorar desenfrenadamente, con pequeños espasmos, como si ella también se estuviera ahogando. Fue entonces cuando comprendió que el asunto era serio, pero seguía sin ver ninguna luz por ningún lado. De pronto, de una esquina, vio crecer una sombra, como la bruma que sale de los pantanos en las películas de terror, justo antes de que la joven pareja de enamorados fornicadores sea asesinada. La oscura niebla avanzaba rápidamente hacia él, de pronto recordó todo lo que su abuela le decía acerca de portarse bien. Entonces, supo que en realidad, estaba en problemas.
318. Resurrección.
Sin nada más que decir, se quedó mirando al horizonte. Desde el acantilado donde había soltado una andanada de improperios a gritos hacía solo unos segundos, podía contemplar la luz de media tarde, no había un solo tono melancólico en aquel cielo perfecto, ni siquiera las nubes amenazaban tormenta para más tarde. En aquel solitario recodo de la carretera habría sido de lo más fácil salir del auto, del hastío en que la había sumido el desencanto, de las traiciones cotidianas, de la vida y tener por un momento la ilusión del vuelo, tal vez hasta lo habría pensado al ver las copas de los pinos en la curva, tal vez fue eso lo que la hizo parar el vehículo y subirse al pequeño muro, más decorativo que de protección, tal vez… tal vez ni siquiera pensó en algo, cuando su garganta se abrió para vomitar en el espacio todos los reproches guardados contra su momento de absurda realidad que ya duraba un año, tal vez… tal vez era ese el acantilado perfecto para dejar de ser la buena y cuerda persona que soporta todo con el mejor talante en espera de tiempos mejores y era ese el momento para desaforarse en insultos que ni siquiera sabía que sabía… tal vez… sea cual haya sido la razón, cuando se hubo calmado lo suficiente y logró respirar de nuevo sin dificultad, sintió cómo curiosamente, volvía a ser capaz de amar al mundo.