Harry Castel
Escritora y dramaturga
297. Séptimo Día
Metida entre las sábanas y sin haber podido tener ni un momento de inconsciencia que la alejara de su crónico estado de pena, shop vio de nuevo el amanecer. Cada avance de la luz lo sentía como una personal afrenta y cerraba los ojos negándose, sin embargo, la luz avanzaba y con ella los sonidos de la mañana en aquella colonia obrera de gente que aún en domingo, se levantaba temprano para aprovechar el día consagrado a los oficios de la casa. Arrastró los pies hasta la cocina y llenó la cafetera de agua, mientras deseaba con todas sus fuerzas tropezar, caer y quedar inconsciente por una semana, un mes, cien años, lo suficiente para que su pena se hiciera tan chica que pudiera ponerla en la palma de su mano y dejar que se la llevara el viento. Pero nada de eso pasó. El café comenzó a caer en la jarra y mientras su aroma se metía escandalosamente por cada rincón de aquel apartamento vacío, una inexplicable ráfaga de cólera se apoderó de ella. Buscó debajo de la mesa de la cocina y bolsa negra en mano, corrió a la sala y comenzó a meter en ella las fotos de ambos, los libros que él había dejado, la ropa desperdigada por el piso, los papeles que desde hacía semanas se iban alojando perezosamente arrugados entre la mesa y la librera, los periódicos de hace un mes, los escombros de la vida que ya nunca más sería su vida. Al terminar, sudorosa y jadeante, se sirvió una taza de café y mientras se sentaba en el sillón frente al televisor pensó por primera vez que sería perfectamente capaz de olvidar.
298. Adicción
No quería salir. Tal vez lo que decían sus amigos era verdad y se había vuelto una ermitaña, pero por el momento su ánimo pasaba de los bares y las fiestas y prefería las puestas de sol. Había encontrado este lugar en una curva de la carretera en la salida sur de la ciudad, fue por casualidad, como suelen ser las cosas verdaderamente importantes. Iba en su coche pensando en lo vacío que resultaba todo. Tenía meses pensando en lo vacío que resultaba todo, pero no fue sino hasta ese momento, a las seis y diez de la tarde de ese sábado de verano, cuando el vehículo tomó la curva, que reparó en el mirador recién abierto. Estacionó, salió y se apoyó en la baranda de madera, en ese momento una violenta explosión de naranjas y rojos le hizo quedar boquiabierta ante el cielo y quedó embriagada de rosa y violeta… eso fue todo, se había hecho adicta a los atardeceres.
299. Modestia
No era la gran cosa. Quería decirlo mientras los hombres del pueblo lo cargaban en hombros y las mujeres lanzaban flores y gritos de agradecimiento a su paso. Había sido cuestión de suerte. Tenía buena puntería y eso no era un secreto. No sabía por qué el Rey Saúl le había llamado, precisamente a él, para enfrentar al gigante, pero ante tanta algarabía, se sentía más que contento de que sus oraciones hubieran sido escuchadas y que el pulso no le hubiera fallado, pero de ahí a ser un mata gigantes…
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