René Martínez Pineda
En ese ayer tan remoto que hasta parece una mentira urdida para ganar prestigio, éramos un grupo de muchachos cortados con las afiladas tijeras de la dictadura militar, y adoctrinados con las excrementosas frases de los pendejos de turno de un gobierno taciturno. Les puedo asegurar -con una mano abajo del ombligo y la otra en El Capital- que, quien nos veía, rápidamente concluía que éramos unos muchachos comunes y corrientes que no seguíamos la corriente de traición al pueblo en el que habíamos nacido, crecido y amado hasta el borde del odio: el pantalón tenía más hoyos que centavos; leíamos los pasquines de Hermelinda Linda en la barbería de Don Nico; hacíamos tremenda bulla cuando jugábamos fútbol en el regazo de la iglesia abandonada; nos chupábamos los dedos al comer mangos maduros; dormíamos cuatro horas; teníamos nombres dulcitos alusivos a pájaros extraños (Armando, Fernando, René, Alejandro, Chico, Fidel, Santiago, Loco), y compartíamos con orgullo el mismo apellido materno: Pueblo, pero, a diferencia de los ancianos fieles a la dictadura, teníamos un cuerpo espectral, clandestino y revolucionario (que se revelaba para platicar con nosotros, para ver nuestros cuerpos como si fueran cuerpos ajenos) que se colgaba otro nombre y otra cara para tener más probabilidades de sobrevivir.
Ese otro cuerpo que siendo distinto era el mismo, que siendo extraño era familiar, fundido en una identidad furtiva que teníamos en nuestro mundo privado, usaba por ojos la poesía de los considerandos y las conclusiones letales; fue seducido por las actrices porno que eran más hermosas y didácticas que el sol después de la tormenta; sabía mentir cuando decía la verdad y sabía decir la verdad cuando mentía; se erizaba al gritar los goles del “Mágico”; y lanzaba al cielo un dúctil suspiro cuando miraba pasar a la profesora de sexto grado que nos enseñó que el país cabía en un grano de café y era tan infinito como un beso patrio dado en el atrio de la insurrección de las almas. A los muchachos normales que éramos, frente a los otros, no nos preocupaba sabernos desdoblados, aunque nos sentíamos raros frente a nuestras familias. Entre ser unos y ser otros poníamos como coartada la nostalgia de los amores juveniles y las infecciones venéreas drásticas e independentistas y, por esa razón, podíamos ser tan cotidianos como utopistas, tan ordinarios como extraordinarios, tan de la tierra como del cielo, tan mundanos como espirituales.
Una tarde, luego de una marcha denunciadora de la represión de la dictadura, que en verdad era dura, llegué con el miedo como pandereta en la mano; me quité la ropa que lucía esquirlas de sangre ajena; encendí la vieja radio (una RCA Víctor, 1959, Modelo 54B3, portátil, de tubos, que me regaló mi abuela cuando obtuve mi título de bachiller) para oír noticias nuevas sobre algo que conocía de cuerpo presente. No se transmitía ninguna noticia de última hora -¡atención, atención, última hora!- y el espectro radial sólo era un eco sordo de la sinfonía inconclusa de Schubert, y con esas notas melancólicas y tremendas me dormí deseando despertar como el otro, el cotidiano, el bueno. A los setenta y cinco minutos desperté, y el otro yo, el bueno, lloraba a mi lado con aflicción indecible… y así yo era dos cuerpos que compartían el mismo corazón y la misma memoria. En el primer momento no supe qué hacer, y me puse a juntar los pedazos de los cuerpos que había visto masacrados en la calle para armar -con asco solemne al saber que yo era uno de esos masacrados- el rompecabezas de la conciencia social. Yo. El otro yo. El otro nosotros. El otro ellos. Ninguno dijo nada, ¡nada! para no evadir con lágrimas funerarias el suicidio de la mañana siguiente.
En un segundo momento, o en un tercero, la muerte del otro yo, el yo clandestino, fue un zarpazo de realidad para mí -pobrecito masacrado que era yo- y para mis compañeros del desdoble corporal, y creí, puerilmente, que hoy sí podría volver a ser totalmente cotidiano y normal, porque ese yo normal -el que conocían en mi casa y en mi escuela- había sobrevivido ileso. Ese pensamiento le dio sentido a la doctrina de la resurrección al tercer día y, para garantizar que el yo normal sobreviviente permaneciera vivo, me encerré bajo llave durante una semana para guardar el luto por los otros y por mi yo secreto. Al octavo día, o al noveno -el tiempo es irrelevante en este tipo de trances, es la abstracción de la memoria- salí a la calle con el propósito de lucir mi yo normal -el bueno, según la gente que desconoce lo que es la pobreza, aunque la sufra- en su totalitaria cotidianidad y sentimientos mundanos. A lo lejos, justo donde las calles se besan para darle relevancia a la Farmacia La Salud, vi que se acercaban mis compañeros, luciendo, igual que yo, sus yo comunes, sus identidades identificadas. Esa imagen fue una cantarada de felicidad que de inmediato reventó en una sonrisa tan sublime como inconmensurable. Pero cuando pasaron junto a mí, ninguno notó mi presencia ni buscó mis brazos abiertos de par en par. Para colmo de males, porque las cosas siempre pueden ir peor de lo que creemos, con nitidez meridiana oí que “el Loco” (¿o fue Fidel?) decía: Pobrecito René. Y pensar que todos creíamos que las balas de la dictadura militar no conocían su casa ni sabían sus dos nombres, el legal y el ilegal.
Y entonces no tuve más remedio que bajar los brazos y clausurar mi sonrisa; y entonces -siempre hay un “entonces” siguiendo de cerca a otro “entonces”- sentí en el corazón derecho -el izquierdo ya había dejado de latir y correr desde hacía una semana- un maremoto de impotencia, tristeza y ahogo que se parecía a la cristiana resignación que no resigna a los dolientes. No pude sentir legítima nostalgia, porque la nostalgia había sido enterrada en una fosa sin lápida ni día de los muertos; porque la nostalgia se la había llevado mi otro yo (el clandestino, el utopista, el pobrecito masacrado, el bueno que se ponía máscara de malo -¿o era el malo que se ponía máscara de bueno?-, el suicida daltoniano para que sus hijos no tuvieran que serlo) que no quiso hacer la travesía por el lago de azufre él solo, por miedo a naufragar. Desde ese día, a las cuatro de la tarde en punto, del julio del país de la sonrisa de los muertos, soy sólo una aparición, un espectro de mis dos yo. Sin embargo, siempre surge un nuevo encargo del país que soñamos en secreto; siempre surge una nueva urgencia de conciencias y, hoy por hoy, esa urgencia es la lucha para que las ausencias no maten a las presencias en las calles y en las aulas que nos sustentan porque somos su razón de ser.