Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
Mi tío Luis Manuel estaba convencido de que yo era un genio. Y nadie en la casa de mis abuelos era capaz de sacarlo de su creencia. Él estudiaba para ese tiempo ingeniería mecánica en la UCA y en sus momentos libres jugaba conmigo, recuerdo que llevaba elefantes de madera para armar y otros objetos como el cubo Rubik (el cual aún no soy capaz de armar más de dos colores.
Los juegos de mi tío consistían en probar mi capacidad de resolver problemas. Lo que más le gustaba hacer era hacerme repetir la palabra “Constantinopla”, sin tener la mínima idea de que era el nombre de una ciudad. Entre muchos tropezones conseguí decirla.
Claro que no todo era felicidad. Desde pequeño fui travieso y rebelde. No sé porqué razón se me encendió la impresionante idea de dibujar en sus libros de ingeniería, libros que habían representado fuertes cantidades de dinero que yo inundé de garabatos de tinta. Algo que yo pagué gracias a mi sobrino Daniel varios años después.
Pero, volviendo al punto. Mi tío creía que había genialidad en mí, porque todos los niños cuando les dicen que diga “albóndiga”, responden “albón”. Sin embargo, creo que mi literalidad al percibir las palabras me hizo deducir que debía responder “albóndiga”. Y así lo hice. Mi tío tenía los ojos muy abiertos. Estaba sorprendido y le veía una sonrisa de satisfacción a ese hermano de mi madre que me enseñó a tenerle gusta a los juegos de armar y a las navajas suizas. Yo lo miraba con naturalidad, me habían pedido decir algo y eso había hecho.
Sin embargo, para mi tío no fue así. Le contó a sus compañeros de estudio que yo era distinto a los otros niños, que yo era bien despierto y todas esas cosas que el amor nos hace ver en quienes amamos. él les explicaba que los niños cuando les dicen que diga “albóndiga”, siempre responden “albón”… pero su sobrino no, él respondía de forma correcta.
Esos incrédulos estudiantes de ingeniería realizaron la excursión para ver a aquel afamado genio que aún no tenía cuatro años, aquel Einstein, decían con ironía. Llegó la fila de vehículos encabezada por el skoda blanco que conducía mi tío. Escuché el vehículo y salí corriendo de donde estaba para abrazarlo (creo que así lo recibía siempre), y mientras iba donde él gritaba con felicidad: “tutío, tutío”. Sus compañeros comenzaron a reír y uno de ellos dijo: “Vaya genio, te dice tutío”. Después de eso nadie creyó que aquel sobrino tenía algo especial.
Claro, yo era un niño y mi asociación era esa. En la casa me decían: “Anda a llamar a tu tío”, “decile a tu tío”, juga con tu tío” y aquella larga lista de frases que traían también “tutía”, “Tupapámauro”, etcétera. Así que yo asociaba que él era “tutío Luismanuel”. Con mi participación en sociedad me fui dando
Lo bueno del asunto era que mi tío siguió siendo un buen compañero de juegos, en los tiempos del Nintendo y cuando llegaron las computadores. Tanto que aún cuando se casó me siguió llevando para compartir con él, íbamos al mar, a su casa a jugar juegos de video y cada vez que yo cumplía años me llevaba a comer pizza.
La primera vez que choqué un carro fue él quien llegó a socorrerme. Y como un par de veces me quedé sin combustible también no dudó en llegar. Solo respondía en el teléfono: “¿Dónde estás?”. Y en cuestión de minutos aquel “tutío” que jugaba conmigo llegaba a solucionarlo todo.
Después, las lunas se encargaron de distanciar aquella cercanía; en tanto el cariño siempre permanece. Y sigo respondiendo albóndiga, aunque él ya no le llamó “tutío”.