@renemartinezpi
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Estas ochocientas cincuenta mil palabras y ciento ochenta mil trecientas comas escritas, cheap hasta hoy, discount son mi sangre que transpira semen, el semen amargo que me dio la vida y que todavía ignoro de dónde vino; son las confidentes con las que no he prestidigitado nada memorable; son mi gente como eco radiofónico; son el molde del azar en que pernocto suicidios e insomnios; son mis penas sin gloria contemporánea; son mi discurso de aceptación del reto que quedó pendiente al nomás guardar mi AK-47 en una loma del volcán de San Salvador, acto ritual, este último, que quieren que olvide los que tienen la memoria llena de olvidos escatológicos. Creí que al llegar al artículo periodístico setecientos cuarenta (número no tomado al azar porque en 1740 nació, en París, Donatien Alphonse François, mejor conocido como el Marqués de Sade) o al setecientos cuarenta y seis (porque en 1746 nació, en Fuendetodos, -Zaragoza, España- el genio de la pintura Francisco de Goya que dibujó objetos y palabras por igual) la cabalística pagana me pondría pedante y melancólico como conquistador ibérico depreciado al que sólo le ha quedado, de sus tiempos de cruel gloria, un rostro diseñado por las ratas; o desahuciado como pobrísimo convaleciente de hospital público que está haciendo cola desde 1944; o resignado como pelón de hospicio convertido en el original Fantôme de l’Opéra que busca la atención colectiva del pueblo y la atención individual de la sacerdotisa que le hace la prueba del puro a la cultura para que sea lo que debe ser.
El sentir es otro, sin embargo… es otro. Volver, nostálgico, por el charral inhóspito del cerro de Guazapa que antes era trinchera y hoy es una esquina de la muerte pavimentada con propaganda fraudulenta y fascista: “primero El Salvador, segundo El Salvador y tercero El Salvador, hijos de puta”; “a mayor salario mínimo mayores extorsiones”. Excusa cachimbona esta oscuridad densa y salinosa para seguir siendo un devoto de los premisas del tal Malthus; sentirla en la cara como retratista ciega y que la cárcava, perros usados, libros jiotosos, patios baldíos y cortinas de humo moralista y discriminaciones delictivas y agresivas de los discriminados vuelvan, cual golpe de Estado a mi conciencia patria, a ordenarse en mi desorden sin vengarse de la minifalda de mi negligencia.
No creí que un viejo reloj de cuerda fuera un verdugo silencioso que nos abate en segundos, en recuerdos, en paranoias posbélicas bien justificadas, en actos históricos que no impactaron en la memoria de los imbéciles y los reaccionarios, pero, huérfanos de él, somos intocables porque nos apropiamos del espacio y del tiempo como si fueran los juguetes mimados que con celo feroz guardábamos, cuando niños. Como ya habrás notado, éste es un modo muy poco sutil de no entrar en el asunto que me convoca, de posponer la colisión entre el setecientos cuarenta y seis y yo… y entonces recuerdo cómo pospuse mi regreso del exilio y cómo adelanté mi salida de la cárcel clandestina, lugares estos que no conocen, ni en fotos, muchos que hoy se disfrazan de luchadores sociales, se ponen la máscara de revolucionarios y –como decía mi abuela cuando se refería a los jactanciosos que usan camisas de once varas- “se tiran pedos más grandes que sus culos” porque no han hecho nada por la sociedad ni por el pueblo. Disculpen la crudeza, pero así de fulminantes e irreverentes eran siempre sus palabras.
Y entonces comprendo que fue una hazaña tremenda regresar de semejantes ausencias burocráticas; toparse, a quemarropa, con el país que es el mismo sin ser igual porque la impaciencia no es un argumento teórico. Oír: sus cosechas íntimas en los frijolares que no conocen el camino al comedor del pobre; su código trinario en las sonrisas de los niños que espantan la pobreza por un rato; su silencio de magia o ladridos en los discursos políticos cotidianos que cambian todo sin cambiar nada; y oír uno que otro romancero pipil en la sinfonía inconclusa de los pericos pasando, cuya sombra es cada vez más diminuta. Algo muta en mi carbonero interno, como si brazas comaleras me velaran la sangre y me sorprendieran desnudo y con las manos ocupadas… Yo esperaba que una luna con sol reventara mis dudas, mi culpa, mis rastros de pecado social, y sin embargo no era una luna soleada, eran brazas lloviéndome por dentro como verdad rota en su átomo, y eso se debe a que las personas que amo retribuyen mi cariño como me gusta y entonces, engreído, continúo amándolas y tratando de que mi amor sea mejor y que sea capaz de construir el colectivo de las memorias.
Allí están mi mujer, mis hijos (perdón por los posesivos) mi madre y mi abuela (ellas sí son mías porque así lo decidieron). Nunca ha estado un padre ni en el comedor ni en la pared de la sala –soy el padre de mí mismo- pero en venganza inventé una leyenda urbana en la que él es un desaparecido por las botas de Lemus, para que su falta fuera útil. Mi abuela tenía una bondad dulce e histórica; en sus últimos días se ponía a llorar por instinto, nunca supe por quién o por qué. Después lo supe… lloraba por mí y por los vaticinios de plomo, por el malagüero de las manos esposadas, por las nubes ralas que cobijan a los que son husmeados por la muerte, por la insolente arbitrariedad estética que camuflaba masacres con concursos de belleza o de canto. Mi abuela no comprendía la crueldad, aunque vivió en medio de crueles; fumaba el cigarro sin filtro que le hacía daño, y luchaba hasta lo indecible por no ser ingenua, con los ojos atribulados y humildes por sesenta y siete años de vida contra viento y marea, pero cuando el aire se volvió insufrible y cruento me dijo: ya no voy a respirar…
Por su ausencia en mí, el país siguió siendo el mismo; el que me inventé como padre era un apóstol del horizonte, la luna que lo enamoraba era siempre más ardiente que la que nos enamoraba a nosotros… y se fue sin agitar pañuelos blancos. El país que buscaba no era el mismo que el que hallé, y no está. Por suerte mi casa existe, y así no despierto a solas con mi desnudez, y abrigo el sueño inabrigable con mi mujer respirando al lado.