Luis Antonio Chávez
Escritor y periodista
Tengan cuidado cuando una persona les pida que le sostengan la cartera en el transporte público, porque puedes convertirte en un buen samaritano o en el villano de la película.
El jueves 27 de diciembre de 2018, vagando por Los Ángeles California (EE.UU), dispuse dar un paseo en un sitio donde coinciden ciudadanos de todo el mundo. Allí pasó algo inaudito que no le deseo a nadie…
Había pasado unos días amenos (del 15 al 24 de diciembre) en casa de mi amigo santaneco-salvadoreño René Humberto Guevara, su esposa Mirna (guatemalteca), y el hijo de ambos, René. La casa está en el corazón de Los Ángeles California.
Los días se volvieron -durante mi estancia- un colirio para mi vista. Me ubicaba en la Avenida Vermont y la calle Witshire, donde confluye el Metro, a unos pasos de la Universidad de Los Ángeles California, un edificio inmenso con su estructura fenomenal, cuya altura permite disfrutar del panorama.
Cómo me gustaba ver a las personas de todas las edades y países poniéndole empeño al trabajo. Así observé a un señor de origen asiático que llegó jalando una carreta. El octogenario llevaba puesto un atuendo de Santa Claus.
Poco a poco fue sacando sus bártulos de la carreta: fotografías inmensas mostrando los contrastes de gente muriéndose por la desnutrición, polución o la Malaria, mientras en otras escenas aparecían personas de la alta sociedad festejando la llegada de la Navidad. Me sentí conmovido.
El octogenario puso un depósito plástico que los transeúntes se encargaron de llenar con billetes de dólar. Mientras mataba el tiempo yendo al restaurante Dennys o al Seven & Leven a comprar pan dulce y el respectivo café.
Durante la primer semana también disfruté del famoso Shuco (bebida hecha de maíz y el respectivo alguashte), comí hamburguesa, “mulitas”, tacos… que después compartí con René Guevara y su amigo de origen coreano Raymond Lee. Mataba el tiempo platicando con algún que otro viandante.
Además observé a un hombre de rasgos africanos y la cabeza rapada vendiendo perfumes, zapatos, ropa… que colocó en la acera a la vista de los viandantes.
Vi a muchos hombres consumidos por el vicio, habitando “el país de la sonrisa”, ubicándose en medio de la calle o en las aceras, gritando sandeces en un inglés muy fluido, y cuidadito con aquél que se interpusiera en su camino… al grado que personas de bien los evadían cambiando de acera.
Compatriotas llevando un pedacito de El Salvador, como doña Mercedes, originaria de San Miguel y su compañera (María), de Jocoro, vendiendo en la esquina de la Avenida Vermont los respectivos tamales, panes con pollo, salchicha… mostrando la calidad de salvadoreños que somos.
Platiqué con don Arnulfo Chávez y su esposa Mercedes, el primero originario de El Paisnal, y ella, de Santa Tecla; ambos testigos de Jehová. También hablé con el periodista Romeo Lemus, el actor de teatro Carlos Velis… en esa esquina vi a uno de los hijos de Will Smith manejando un convertible.
No puedo dejar de mencionar a la señora Olimpia Lazo, quien trabajó largos años en el Seguro Social. Así pasaban los días en esa inmensa ciudad.
La noche del 24 me llevó René Guevara a donde sus compadres de origen mexicano con quienes compartí la cena: un rico pozole de pollo… Pasadas las ocho de la noche nos regresamos a la casa de mi amigo salvadoreño.
Sucede que el 25 me invitó mi sobrina Wendy Bolaños a visitar su casa en Anaheim. Luego de dos días de perfecta tranquilidad me sentí abrumado por no hacer nada, pues pasaba todo el día viendo películas, por lo que en la disponibilidad de cambiar de escenario dispuse caminar un rato.
Andaba de la seca a la meca buscando personajes para describirlos en algún cuento o novela… veía a hombres, mujeres y niños, a fin de identificar alguna característica que les hiciera lucirse en mi narrativa.
No había sentido el tiempo. Subía y bajaba del Metro (Autobús) como si ya conociera esa inmensa nación que absorbe con sus fauces a cualquier despistado, e incluso a los ya avezados en eso de las aventuras…
Me extasiaba viendo las grandes edificaciones, cantidades de gentes yendo de aquí para allá, personas con facciones asiáticas, latinas, anglosajonas, de origen africano…
Ingresaba a los cafés Starbucks donde pedía el aromático con este mi accidentado inglés, al grado que a veces los dependientes tenían que hacerla de traductores para identificar qué les quería decir.
Después de varias horas, cansado y desorientado, alejado del lugar donde me hospedaba, tras indagar qué autobús me llevaría de nuevo a mi destino, decidí regresar a casa.
Pronto descubrí que me había perdido en la inmensa ciudad estadounidense, lleno de gente linda -la mayoría-, con ganas de entrarle duro al trabajo para suplir necesidades aquí y enviar el resto a su país de origen.
Ya en el Metro (bus), recorrí un largo trecho por varias autopistas, en medio de montañas, freeways (carreteras) con cinco carriles, líneas férreas… camino a Santa Ana California, ansiaba llegar a mi destino antes que mi sobrina pegara el grito en el cielo y tratara de buscarme por haberme extraviado.
Iba rumbo a un hogar humilde compuesto por mis sobrinos Isaac y Wendy, su esposo Emilio y su hermano, Pedro, quienes me mostraron la fibra humanitaria con que fueron educados.
Me sentía abrumado, con la incertidumbre de saber si daría con la casa donde me alojaba o me extraviaría, pero como guanaco que se precia de serlo no se rinde, seguí atento para ver si identificaba un sitio que me indicara que había llegado a mi destino.
A veces pensaba ir a un café dónde hubiese Internet para comunicarme a través del Wi Fi con mi sobrina Wendy, o le hablaría a mi amigo René Guevara para que acudiera en mi auxilio. ¡Ah, que aflicción la que me entró al ver que nunca llegaba a mi destino!
Imaginaba que si no estaba conectada a la Internet, pediría ayuda en una comisaría donde confesaría –¡qué pena!-, con los años que tengo, que me había perdido. A todo esto declinaba la tarde y con la misma mi temor aumentaba.
Ensimismado en mis pensamientos y afligido porque aquél autobús se llenaba de pasajeros en una parada, y en las otras bajaban menos personas de las que lo abordaban, me temblaban las piernas, mi cuerpo era un mar de nervios, al grado que no veía fin a mi llegada a la casa donde me alojaba.
A unos metros de la llegada a mi destino (intuyo que así es porque comencé a ver sitios que me eran familiares como la Clínica del pueblo), algo aceleró mis energías. Una mujer pidió amablemente que le sostuviera una bolsa con unos comprados y su cartera.
La mujer, de rasgos anglosajones, algo rellenita, lucía un vestido muy elegante y unos tacones altos. Tenía unas pestañas grandes que servían de guardián a sus inmensos ojos azules… y en su rostro relucían unos chapetones…
El bus arrancó de nuevo tomando la ruta hacia Santana California, como quien va para las playas de Santa Mónica. Todo transcurriría con normalidad por un buen tramo. Mis ojos estaban enfocados hacia el horizonte…
No sé qué pasó pero algo llevó mi vista hacia abajo del piso del autobús. Así fue cómo observé que la cartera de la mujer estaba abierta. Para evitarle o evitarme cualquier eventualidad, no dudé en decirle que su bolso estaba así.
Para qué quise más. Pedí que me tragara la tierra. Ella se alteró, empezó a gritar como loca, diciendo –con un inglés muy bien acentuado- que la cartera no estaba abierta y que yo lo había hecho sustrayéndole algo de valor.
Todos los pasajeros comenzaron a mirarme mal. Lo peor fue cuando la mujer tomó la cartera de mi mano y empezó a buscar, diciendo a gritos que le faltaban 2 mil dólares que recién había sacado del banco y exigía que se los devolviera o llamaría a la policía.
Después de revisar su cartera y no “hallarlos” hurgó en mi pantalón sacándome los papeles que yo andaba en mis bolsillos, frente a la mirada atónita de los presentes y lo sonrojado de mi rostro por la vergüenza que me hacía pasar ante ese incidente inaudito.
No podía contener mi rabia ni la vergüenza, sobre todo por la diferencia de idiomas, y aunque sé algunas palabras en inglés, supe que estaba sólo yo contra todos los pasajeros acusándome.
Para salir de esa escena embarazosa encaminé mis pasos a la puerta principal a solicitar al chofer que detuviera la unidad de transporte público.
A éste le dije que se me acusaba de un delito que yo no había cometido (hurto), y que debía ver la forma de defenderme, le pedí –con mi inglés chapuceado- que llamara a la policía.
Minutos después de angustiante espera que me pareció un siglo, apareció un carro policial, de cuyos asientos emergieron dos agentes: un chelón de complexión fuerte, que calculé medía al menos dos metros 10 centímetros de alto; contrario a su compañera de color, de una estatura promedio y cuyos atributos no desmerecen al que muestran las estrellas de cine.
Los agentes subieron al autobús, pidieron la identificación al chofer, preguntándole -en un inglés fluido- que les narrara brevemente cuál era el problema. Después se dirigieron a mí pidiendo mi identificación.
Se me caía la cara de vergüenza. Di mi pasaporte, el cual saqué de la bolsa trasera del pantalón con una mano temblorosa como la de una persona que ha pasado un buen tiempo alcoholizado.
Dios estaba conmigo porque los policías, aun con la diferencia de idiomas, comprendieron lo que les decía –a medias-, ya que dudando revisaron mi billetera donde sólo tenía 55 dólares, más unas monedas tras pagar lo consumido en el Starbucks, una cafetería ubicada en el centro de Los Ángeles.
Para demostrar lo que les decía vacié las bolsas de mi pantalón, la camisa y me quité el suéter (hacía un frío espantoso, al grado que las montañas estaban bañadas de nieve).
Luego se dirigieron hacia la mujer que gritaba como loca descubriendo que en la cartera de ella estaban los 2 mil dólares que juraba que yo le había hurtado.
En ese momento me dio mucha rabia. El dinero estaba escondido bajo un montón de papeles, servilletas, pintalabios y una toalla que de seguro usaba para limpiarse el rostro.
La mujer quedó tan mal parada que empezó a llorar por la vergüenza que pasó, pues quedaba como mentirosa.
Tras llenar ciertos formularios que sólo los policías saben, éstos me dijeron que debía ir con ellos a la comisaría para levantar un acta, preguntándome, a la vez, si quería tomar alguna acción.
Yo, por estar enojado, les dije que sí, pero al instante reaccioné, pidiéndoles que se quedaran así las cosas, pues no quería empeorar la situación…
Lo que sí hice fue decirle a la señora que debía pedir disculpas públicas y resarcirme por daños y perjuicios por la vergüenza que me hizo pasar.
Además exigí que me devolviera mi pasaje. Ella pidió disculpas y llamó a su esposo para que le trajera dinero para dármelo por el daño causado. ¿No entiendo por qué no los tomó de los del bolso?
Media hora después llegó el marido quien tenía facha de ser de caché. El hombre, vistiendo de forma elegante, manejaba un coche nuevecito de marca Maseratti. A estas alturas no logro comprender el por qué esa mujer andaba en el Metro (bus).
El hombre se acercó a su mujer a quien le dio dinero, teniendo como testigos a los policías quienes vieron cuando me lo entregaba como recompensa por el mal rato pasado.
Yo, como todo guanaco que se respeta así mismo, al ver la gran cantidad de dólares tiré líneas y mentalmente dije “ya la hice, con esto pago una de mis deudas al banco”.
Cuando recibía el dinero (sólo billetes de 100) y en gran cantidad, se me iluminó la vista, y como el cuento de Epaminondas, cerré mis ojos…
Al instante hice cuentas de las deudas de la casa, la tienda, el comedor, la zapatería, la luz, el agua… pero al abrirlos supe de que todo aquello había sido un sueño.
Gracias por su atención. Fomentemos la lectura, para llegar lejos en conocimiento.
Los Ángeles, California, 27 de diciembre de 2018