Víctor Corcoba Herrero/Escritor
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El ser humano por principio está continuamente en salida, debe estarlo, al menos para coexistir cercano a su análogo, siempre en guardia para compartir situaciones concretas, dispuesto a interrogarse y a verse en los demás, para hallarse consigo mismo y dar respuesta a su distintivo fundamento existencial. A veces estamos más muertos que vivos, a pesar de tantas siembras de quehaceres, pero hacemos poco silencio y nos perdemos en inutilidades, que no facilitan el encuentro, ni tampoco el desprendimiento de lo “mío” hacia el “nosotros”. Con frecuencia, olvidamos que este mundo ha de ser de todos y de nadie en particular. Menos mal que, en ocasiones, nos sorprende algún don Quijote andante, sembrando sonrisas de agradecimiento e injertando ofrendas poéticas francamente alentadoras. Es lo que hace un soñador del campo de Montiel, un don nadie o quizás un todo, porque él por sí mismo es un poeta en guardia, Juan José Guardia Polaino, gran maestre del verso y discípulo de Quevedo. En efecto, vive sin apenas hacer ruido, pero siempre está en marcha para donarse. A todas horas practica la liturgia embellecedora del Parnaso y nos acerca con gratuidad y gratitud la experiencia de mirar hacia arriba y de pensar sobre nuestro regreso a la poesía, de la que jamás debimos apartarnos.
Por ello, es importante rescatar la memoria, reunirse con nuestros predecesores como lo hace Juan José Guardia Polaino en su último libro “ido el fauno… a don Francisco de Quevedo”, poniendo su alma en el alma de otro soñador como lo fue el escritor español del Siglo de Oro, señor de La Torre de Juan Abad y caballero de la Orden de Santiago, porque “vos, siempre lo supisteis… la vida no se os acababa ante las tapias de la muerte; quedasteis deambulando, anclado en vuestro polvo enamorado…”, o lo que es lo mismo, en el reposo de la palabra tras una vivencia de espíritu inquieto. Quizás, en consecuencia, tengamos que usar más el lenguaje de nuestras entrañas, pues este mundo es un abecedario de intereses que nos está convirtiendo en auténticos pedruscos, sin sentimiento alguno, y lo que es peor, sin humanidad ninguna. Sea como fuere, en la clarividencia de Juan José Guardia Polaino vemos que la vida es un verso de amor interminable y que vivir es un fascinante acto de luz para repatriarse eternamente al reino de la poesía, y al igual que cada poema es único, también nosotros somos exclusivos a través de ese latido, que hemos de poner en conjunto y que todos llevamos mar adentro.
Estimo, por tanto, que es vital retornar al verso y hacer sosiego para adentrarnos en lo fructífero que es discernir, sobre todo a la hora de disponernos a tomar la palabra, pues todo tiene su momento, ya sea para hablar o para callar, convencido de que así seremos más inspiración cada día. Realmente, Juan José Guardia Polaino, convive entregado al sigilo, eso sí, dialoga con Quevedo a todas horas, hasta el punto que se hablan con el corazón y se entienden con la mirada. ¡Cuánta lealtad y nobleza en este cantor de cuerpo entero y de visión profunda! A golpe de lírica nos recuerda que “las gentes, los paisajes, el pasado, las costumbres, los vivos y los muertos, los labios, las acequias –que siempre gritan la humanidad del hombre, y todo cuánto ha quedado escrito en los pliegues de la historia, conforman esta gratitud”. Cuánta falta de valores, de gratuidades y agradecimientos en este mundo de hoy, deshumanizado como jamás, en el que hasta tres millones de personas sufren de inseguridad alimentaria crítica en el mundo, y casi un millón de niños de entre seis meses y cinco años padecen malnutrición aguda, y 440,000 se enfrentan a malnutrición aguda grave, según los últimos informes de Naciones Unidas.
En cualquier caso, la poesía es esperanzadora, tiene la virtud de rescatarnos, de volvernos hacia esa autenticidad que nos embellece y humaniza, realzándonos al evocar ese hálito humilde que conserva Juan José Guardia Polaino, y ahí realmente es donde radica su grandeza, en ese sabio corazón de poeta que sabe que es vasija de barro, pero pulso eterno de verbo, y como tal siempre camina versando: el amor con el amar en el amor. No perdamos más tiempo. Confiemos en nuestra escucha y vayamos al santuario interior de nuestra voz, con la ilusión de estar en asistencia para servir más y mejor a nuestros semejantes, no para servirnos de ellos utilizando el pedestal del poder de don dinero, que es lo que verdaderamente nos separa y destruye. Ya está bien de tanto “yo” en el centro del mundo, de tanto aparentar lo que tampoco se es, propiciemos la unión de pulsaciones y renazcamos hacia un lenguaje que nos hermane hacia esa melódica sintonía de vivir para las gentes, como Juan José Guardia Polaino lo hace teniendo abiertos los balcones de su alma y dispuestos los candiles para alumbrar su historia, la huella dejada por el inconfundible Quevedo.