Por: Rolando Alvarenga
Recientemente, con motivo de la suspensión por seis meses de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, por parte del congreso de ese país -bajo cargos de corrupción fiscal- el gobierno salvadoreño desconoció a las nuevas autoridades y llamó a consultas a su embajadora en aquel país para obtener información de primera mano sobre los acontecimientos.
Finalmente, aunque en Brasil se acusa a la derecha de asestar un golpe sucio y artero a la máxima figura del Partido de los Trabajadores, las cosas políticas sobre este tema están complicadas y, aquí entre nos, poco a poco las aguas se han ido apaciguando, con el gobierno a la expectativa.
El caso es que cuando brotó el escándalo brasileiro, lo primero que se me vino a la mente fue: Brasil, la sede de los próximos Juegos Olímpicos y ¿qué tal si, en un gesto solidario para Dilma y rechazo a esta “votación del congreso”, se llegase a una ruptura y el gobierno salvadoreño vetara la asistencia de los pocos atletas a estos que son los juegos universales más emblemáticos? Obvio, yo, al igual que usted, no estoy soñando con ir a barrer a estos olímpicos, pero no dejaría de ser interesante y simbólico.
Al respecto, en una política gallo-gallina de preservar el turismo, sus consecuentes y generosas prestaciones de cinco estrellas, a través de los tiempos por aquí y por otros lugares, se ha sostenido el argumento de que el deporte no tiene que contaminarse de política y no apoyar los boicots. No obstante, yo soy del criterio de que es justamente en estas situaciones (de solidaridad con las causas justas), en donde el deporte debe reaccionar y hacer sentir su peso, reciba o no reciba recursos estatales para sobrevivir.
En este aspecto, el mejor ejemplo nos lo dio Estados Unidos cuando en 1979, en protesta contra la invasión militar a Afganistán, su presidente, Jimmy Carter, llamó a boicotear los Juegos Olímpicos de 1980 en Moscú, Rusia. Su petición tuvo una masiva respuesta de 65 países, asestando una clara bofetada y repudio mundial a los invasores. En el contragolpe, los soviéticos quisieron desquitarse con la misma moneda en los Juegos de Los Ángeles de 1984, pero fracasaron totalmente.
Aunque no le llegaron a llamar boicot, los cubanos boicotearon en el 2002 los XIX Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe de San Salvador. Táctica y estratégicamente volvieron una incertidumbre su participación y, al final, dijeron que “no habían garantías para su seguridad en este país”.
Al respecto, la página CubaNet atribuyó esta ausencia al “pánico a las deserciones”, pero es obvio que se trató de un boicot contra el gobernante derechista del partido ARENA, a quien no le iban a venir a participar de un circo en su propia casa.
Recordemos que dos años antes, con motivo de la Cumbre de las Américas en Panamá, el presidente salvadoreño Francisco Flores había rasurado públicamente las barbas de Fidel Castro. Algo inédito en la política internacional y que tuvo que ver con la factura deportiva de Cuba a El Salvador en 2002. En resumen y en lo que a mí respecta, yo sí estoy de acuerdo en los boicots como una manera de demostrar dignidad y valentía contra las causas injustas. Además, usted y yo, querido lector, sabemos que El Salvador no irá a barrer en los Juegos Olímpicos.