José M. Tojeira
Durante casi un mes he interrumpido mis reflexiones semanales. Me invitaron a hablar sobre la violencia y el perdón en un encuentro en Italia, el Tonalestate, que se celebra todos los años y que reúne personas de todo el mundo para tratar temas de humanidad. Dos aspectos me impresionaron profundamente. Uno es contemplar los permanentes esfuerzos de solidaridad de tanta gente frente a los diversos problemas que el mundo actual presenta. Esfuerzos que son siempre pacifistas, generosos y profundamente resistentes frente a las dificultades. Y lo segundo fue contemplar cómo los problemas más difíciles pueden encontrar soluciones a través del diálogo.
Impacta escuchar a un director de una ONG de Hebrón hablando de la posibilidad de encontrar caminos de paz entre palestinos e israelitas. Igual que conocer a un periodista judío empeñado en combatir el sionismo y participando sistemáticamente en diálogos en favor de la existencia de dos naciones en convivencia pacífica, Palestina e Israel. Contrasta con las noticias permanentes en los periódicos el contemplar a un rabino judío y a un imán musulmán trabajando en Milán juntos por la convivencia fraterna y la paz, junto con sus comunidades. Ver los esfuerzos y las dificultades de una mujer que dirige un refugio en Francia para trescientas personas que han huido de las guerras de Siria e Irak nos deja ver la energía femenina en el campo de la solidaridad. Escuchar a japoneses que desde una organización municipal trabajan en la isla de Okinawa para evitar los abusos de la base militar norteamericana existente en la isla, débiles contra fuertes, despierta inmediatamente la solidaridad. Son los problemas de los débiles frente a los fuertes y son precisamente los débiles los que movilizan con mayor facilidad la solidaridad y los movimientos de justicia y paz. De la parte cristiana se nos habló de la necesidad de salir de estructuras religiosas fijas y estáticas para recuperar la fuerza cristiana de la solidaridad. Para el cristianismo, como para todas las religiones, es indispensable pasar de las ambiciones de totalidad y autorreferencia a las posiciones de servicio.
En este contexto, para mi admirable en muchos aspectos, me invitaron a hablar del perdón en lugares donde la violencia y el conflicto son predominantes. En mi exposición, entre diversos aspectos, señalé la importancia del perdón como el camino fundamental de superación de la violencia. No hay manera de frenarla si no hay un grupo o una persona que dice basta a la violencia y comienza a buscar las formas para convivir. Pero además, sobre todo en nuestros días, el perdón no puede quedarse en una forma estática de reconciliación, sino que debe buscar la eliminación de las causas de la violencia. Causas que pueden estar en las actitudes individuales o en las estructuras sociales. Las actitudes egoístas, por poner un ejemplo, pueden ser causa individual de violencia, como la injusticia social puede ser también causa de respuestas agresivas cuando no brutales. Ser capaz de perdonar debe significar hoy ser capaz de enfrentar también las causas de la violencia tanto a nivel individual como a nivel social. El Salvador tiene, en este sentido, figuras de extraordinario valor y ejemplaridad. Estamos acostumbrados a hablar de Mons. Romero o de los jesuitas de la UCA. Pero ellos son solamente la punta más visible de un enorme ejército de personas solidarias que contribuyeron a conquistar la paz en El Salvador convenciendo de su error a las partes en conflicto, en la medida que no percibían la necesidad de terminar con la guerra. Cuando se están acercando ya los 25 años de la firma de los Acuerdos de Paz sería importante recuperar figuras como Monseñor Rivera, María Julia Hernández, un buen número de sacerdotes asesinados por ser solidarios con los pobres, políticos de cualquier tendencia que corrieron la misma suerte por ser fieles a sus valores. Y sobre todo los pobres y los campesinos que como Rufina Amaya y otros muchos mantuvieron el recuerdo de las masacres como fuerza no sólo de búsqueda de justicia sino como llamada imperiosa hacia la paz.
En este contexto de una próxima e importante celebración, veinticinco años, de los Acuerdos de Paz, resulta también de máxima actualidad e importancia la derogatoria de la ley de amnistía de 1993. Es una oportunidad para buscar caminos que unan los grandes principios de verdad, justicia, reparación y perdón que deben darse después de todo conflicto fratricida. No se trata de venganza ni de odio, como suelen decir quienes tienen miedo a la verdad o a salir manchados en el establecimiento de la misma. Se trata de dar a las víctimas el estatuto de dignidad que como personas humanas ameritan, sabiendo pedir perdón y sabiendo también recibirlo desde la verdad. La justicia transicional es el camino ideal para reconciliar a los pueblos que han sufrido guerras civiles. Y antes de llegar a los 25 años de los Acuerdos debíamos tener ya lista una legislación que permita caminar hacia una reconciliación definitiva.
Decía al principio de este artículo que el segundo aspecto que me impresionó en el Tonalestate fue contemplar cómo los problemas más difíciles encuentran caminos de solución a través del diálogo. En El Salvador lo vivimos con el fin de la guerra, aunque necesitamos demasiada sangre y demasiados sacrificios de muchas personas para convencernos que el diálogo era más importante que satisfacerse a sí mismo o al propio grupo aplicando la ley del más fuerte. La justicia transicional es en definitiva diálogo sobre la verdad, sobre la dignidad de las víctimas y sobre el reconocimiento de los valores y los contravalores que jugaron en los tiempos de guerra. Es además una forma de justicia que excluye tanto penas extremas como sentimientos vindicativos. Pasar del grito al diálogo, una vez que se ha dado el paso importante y justo de la derogación de la ley de amnistía, es indispensable para construir en El Salvador un futuro decente.