Luis Armando González
Para los científicos cuyos campos bordean temas culturales, históricos o sociales estos no son ni perturbadores ni intrusos, sino todo lo contrario: son objetos de reflexión detenida. Quien lo dude, debería tomarse el tiempo de hacer, cuando menos, una revisión de la obra de los biólogos evolutivos Stephen Jay Gould y Richard Dawkins (y de su maestro Charles Darwin); del paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga; o del psicólogo cognitivo Steven Pinker, solo para mencionar a unos pocos científicos naturales.
Por el lado de la acusación de totalitarismo, el quehacer científico –su lógica argumentativa y sus métodos empíricos— es lo más anti totalitario que existe. Basta con leer libros científicos para percatarse de ello. Y, el talante o ethos científico es antitotalitario –lo mismo que antifanático y antidogmático— por definición. No da por supuesta ni niega la racionalidad de las formas de conocimiento no científico (mitos, tradiciones, religiones, arte), sino que aquellos científicos a los que esos asuntos competen se preocupan por explicarlos de la mejor manera posible. Es obvio que no lo harían si no los consideraran importantes.
Los cultivadores del saber social-cultural-comunitario-ancestral –a los que no se puede llamar científicos sociales, principalmente porque rechazan la ciencia— se dan la mano con algunos de los cultivadores de un saber científico social que acepta que lo suyo es un trabajo científico distinto (“blando”, “cualitativo”) al que realizan los científicos naturales. Es aquí –tanto en los sectores docentes como entre los estudiantes— que el tercer grupo (que abandera enfoques como el de las “epistemologías del sur”) recluta a sus adeptos. Y, en la actualidad, hace sentir con fuerza sus tesis, argumentos y propuestas en distintas facultades de Humanidades y en disciplinas como la antropología, la sociología de la cultura y los estudios culturales.
Es notable como, en algunos ambientes universitarios y de investigación social, docentes, investigadores y estudiantes adscritos a disciplinas de las ciencias sociales están adquiriendo formas de ver la realidad natural y social que son contrarias a la ciencia y que la rechazan, dando la espalda a sus extraordinarias conquistas. Pareciera ser que este fenómeno se repite en distintos lugares en el mundo, socavando aun más las posibilidades de que las ciencias sociales sean lo que, ante todo, tienen que ser: ciencias. Porque el problema de que esas posibilidades se debiliten es de las ciencias sociales, no de las ciencias naturales, cuyo quehacer sigue boyante al margen de las profecías de los epistemólogos (y epistemólogas) del sur o los defensores (y defensoras) de eso que difusamente se ha dado en llamar “pensamiento crítico”.
Cumplir con las exigencias básicas que convierten a un saber en ciencia es el principal desafío que deben enfrentar las ciencias sociales; para ello, no deben entender su quehacer como algo ajeno a lo que hacen y logran las ciencias naturales, especialmente en aquellos campos en lo que se tratan temas que involucran al Homo sapiens: su evolución y estructura psicobiológica, su herencia genética, sus hábitos y comportamientos, sus sentimientos, emociones y vida mental.
Las asechanzas ideológicas que se filtran a través de las posturas anticientíficas no son un buen incentivo para enfrentar con solvencia ese desafío. Separar lo natural de lo social-cultural es un triunfo del anticientificismo, de graves consecuencias teóricas y prácticas. Y es que, como apunta Stephen Jay Gould, “no podemos analizar una situación social compleja poniendo tanta biología por un lado, y tanta cultura por otro. Debemos intentar entender las propiedades emergentes e irreducibles que nacen de una interpretación donde no se separen genes y contextos ambientales”.
•Ciencia versus ideología
La ideología no se lleva bien con la ciencia, como lo dejó en claro Karl Marx. De hecho, la ideología, como falsa conciencia, es lo opuesto a la búsqueda científica acerca de cómo funciona el mundo, en lugar de las ilusiones que tenemos o nos hacemos sobre ello. Rechazar la ciencia y sus logros es rechazar la mejor herramienta disponible (inventada por los mejores de nuestra especie) para entender los resortes que mueven a la realidad en sus diferentes ámbitos, incluido el social-cultural-humano. Ese rechazo abre las puertas a las ilusiones y fantasías ideológicas, es decir, a la construcción de visiones falsas de la realidad. Esas visiones falsas no descansan solo en religiones o filosofías idealistas, como en la época de Marx, sino en constructivismos, relativismos y anticientificismo que, como plaga, se extienden con un ropaje que también es falso: el del progresismo emancipador, que se esfuerza por hacer creer que el conocimiento científico es opresor, totalitario, eurocéntrico y colonialista. Con esta visión, quienes –suscribiendo posturas anticientíficas— luchan genuinamente por la emancipación de individuos y grupos oprimidos se enemistan con su mejor aliado.
El énfasis en lo “occidental” de la ciencia regionaliza innecesariamente un quehacer que no es patrimonio de ninguna nación o cultura en particular, sino que es patrimonio de la humanidad. Es ideológico no sólo adscribir el conocimiento científico (lo mismo que la racionalidad) a un área del mundo, como sí ese conocimiento no fuera cultivado también en la India, China, Japón, Australia o América Latina.
Al margen de ello, asumiendo que la ciencia fuera exclusivamente occidental –que no lo es— eso no quiere decir que por ello sea algo malo o negativo. La falacia de la “contaminación” es nefasta: por el hecho de que en occidente se hayan dado y se den prácticas negativas no quiere decir que todo lo generado en occidente o asociado con lo occidental sea negativo. Es paradójico que quienes abjuran de la “ciencia occidental” lo hacen en lenguas occidentales y siguiendo los protocolos académicos, a veces de forma enfermiza (en la autopromoción mediática y las publicaciones), que se usan en las comunidades académicas occidentales y no occidentales.
Definitivamente, cuando algunos campos de las ciencias sociales abren las puertas a la ideología las posibilidades de que se consolide un saber científico social provechoso se hacen más difíciles, con lo cual se pierden valiosos recursos y tiempo que podrían ser usado en el estudio explicativo de fenómenos sociales, culturales, políticos, económicos y mentales que urgen de ser entendidos de una mejor manera. No es que los científicos, naturales o sociales, no deban tener una ideología o unos compromisos ideológicos. Eso es prácticamente imposible.
De lo que se trata es que esos compromisos e intereses no se mezclen difusamente con las exigencias cognoscitivas de lo real o, peor aun, que las ilusiones ideológicas se hagan pasar por un conocimiento cierto de lo real. Una cosa es la realidad efectiva y otra cosa las concepciones que tenemos de ella: las ideologías son concepciones distorsionadas que, como tales, impiden tomar decisiones eficaces para intervenir en la realidad y dan la pauta para la manipulación de las conciencias a partir de intereses económicos o políticos. En palabras de Stephen Jay Gould:
“Los científicos no somos distintos del resto. Somos seres humanos apasionados, enredados en una red de circunstancias personales y sociales; nuestro campo reconoce cánones de procedimientos diseñados para dar a la naturaleza la oportunidad de autoafirmarse delante de los diferentes sesgos; pero a menos que los científicos entiendan sus esperanzas y se autoexaminen con rigor, no serán capaces de clasificar las preferencias surgidas del mensaje débil e imperfecto de la naturaleza…
El compromiso político expresado abiertamente no impide al científico de ver la naturaleza con precisión, aunque solo sea porque ningún científico honesto o un activista político efectivo estarían lo bastante locos como para impulsar un programa que estuviera en total desacuerdo con el mundo tal y como está. Muchos acontecimientos de la naturaleza son decididamente desagradables (…) pero ningún sistema social deja de incorporar este tipo de información, a pesar de la plétora de paliativos, desde la reencarnación a la resurrección, que defiende más de una cultura”.
•Reflexión final
Quizás no sean pocos los que están lo bastante locos para impulsar programas que están en total desacuerdo con el mundo tal como éste es. La fuerza y éxito de las ideologías estriban precisamente en hay personas que aceptan ideas ilusorias obviando los imperativos de la realidad. De ahí la necesidad de estar siempre vigilantes a las variadas formas en las cuales la ideología puede contaminar los ejercicios cognoscitivos orientados a conocer la realidad tal como ella es.
Las ciencias naturales, sin ser totalmente inmunes a esa contaminación, han creado mecanismos sumamente eficaces para la “cura ideológica”; entre estos mecanismos, además de la meticulosidad experimental y la revisión-discusión colegiada de los productos de investigación, está la robustez teórica, que pone en dificultades insuperables a charlatanes que quieren “revolucionar” con sus “descubrimientos” los cimientos de saberes bien establecidos en lo lógico y en lo empírico. En fin, en las ciencias naturales es casi improbable que se suscite de nueva cuenta una experiencia como la de la “biología soviética” de Trofim Lysenko.
En las ciencias sociales, el débil cuerpo teórico de algunas de sus disciplinas favorece la contaminación ideológica, pues no hay criterios conceptuales-explicativos firmes que permitan descartar planteamientos que no solo no explican nada, sino que contradicen lo que se sabe de la realidad natural y humana. En terrenos en los que el rigor lógico y conceptual es débil, cualquier formulación encuentra acomodo fácil, pasando a convertirse en parte de un híbrido difuso de ideas y nociones para todos los gustos. Apuntalar los fundamentos teóricos de las distintas ciencias sociales y sus disciplinas sigue siendo un desafío de primera importancia; pero ese apuntalamiento debe ir de la mano con investigaciones que indaguen –y permitan explicar— fenómenos (y problemas) reales sociales, culturales, económicos, mentales e históricos. Porque si bien es cierto que lo ideológico es una amenaza para las ciencias sociales, no es lo único. En El Salvador algunas ciencias sociales que despuntaron bien, como la economía, han terminado por dedicar buena parte de sus energías a la elaboración de políticas, normativas o mecanismos para corregir problemas (corrupción, evasión fiscal, tributación, equilibrio presupuestario, etc.), y no a explicar esos fenómenos (lo cual es su tarea si quiere ser ciencia).
No está mal ayudar a corregir problemas (económicos, sociales, sanitarios, etc.), pero corregir no es explicar, y definitivamente la explicación debería ir antes de la corrección o de la intervención. Es urgente que esa ciencia –la más antigua de las ciencias sociales— retome sus cauces explicativos de la realidad económica, en todos los planos y facetas que la constituyen. Es urgente, asimismo, que se delimite lo explicativo de lo procedimental y lo normativo. Una cosa es prescribir (o diseñar) procedimientos y normas, y otra tener un conocimiento riguroso de cómo funciona la realidad natural y social-cultural. Llamar ciencia a lo primero confunde más que ilumina las responsabilidades y tareas a realizar en cada área en particular.
La siguiente ciencia social en surgir –la sociología— debería ser un baluarte de la lucha antiideológica no solo en sus distintas disciplinas, sino en los otros saberes sociales que tienen pretensiones científicas. Los sociólogos deberían estar vacunados contra las ilusiones de todo tipo. Deberían sentir entusiasmo por la sociedad y sus misterios, y no por la magia. Ser conscientes de que es “hermoso es poder explicar esos misterios” y que es un “privilegio hacerlo”.
Sus aliados naturales en este empeño son, por un lado, los economistas; y por otro, los historiadores, entre los cuales hay una estirpe (en El Salvador, y en otros muchos lugares del mundo) que se curó, desde hace un buen rato, de las arremetidas de lo ideológico, el positivismo ramplón y el inmediatismo pragmático. Historia, sociología y economía deberían ser, en un contexto como el salvadoreño, las ciencias sociales que posicionen y hagan valer, antes que nada, su carácter científico y que sean un acicate para que otros saberes sobre lo social-humano se tomen en serio la necesidad de fundamentar su quehacer en bases científicas.