Álvaro Darío Lara
A Dylan Magaña, un habitante extraordinario del ayer.
Si deseamos emprender un viaje hacia finales de siglo XIX o principios del XX. Un viaje que nos sitúe no en la perspectiva aproximativa y fría de la ciencia histórica; sino en el mundo de las sensaciones, las emociones, la estética y las subjetividades de un gran partícipe y espectador de un país que lentamente abandonaba siglos de cierta inercia social, para enrumbarse en el llamado “progreso” de una “modernización” aldeana y brutal, ese viaje sólo es posible de la mano del narrador salvadoreño, Arturo Ambrogi (1875-1936).
Su obra nos sigue deslumbrando, debido a dos aspectos básicos: en primer lugar, por el lujo de su lenguaje signado por el costumbrismo, el modernismo y la influencia cultural europea (francesa, principalmente). Y, en segundo lugar, por su gran habilidad técnica, en el manejo del cuadro descriptivo; en el estilo, de profundidad psicológica, sensible, inteligente y de fina ironía, con el cual desnuda ambientes, personalidades y sinsentidos de nuestra vida social y política. Es el Ambrogi cronista, el maestro del artículo periodístico, el viajero cosmopolita, el narrador embriagado de un exotismo finisecular. Naturalmente insuperable es también el Ambrogi del trópico irredento, extasiado por la belleza rústica de nuestra naturaleza física y humana.
En 1955, ese fabuloso editor que fue Ricardo Trigueros de León (1917-1965), publicó un libro excepcional de don Arturo, me refiero a “Muestrario”, en la colección Biblioteca Popular, Volumen 8, del Departamento Editorial del Ministerio de Cultura de la época, que dirigía el recordado escritor ahuachapaneco.
Este es un libro “armado” con publicaciones de Ambrogi, que Trigueros de León, recogió con admiración y aprecio, de medios nacionales. Aunque la nota editorial que precede al texto, no aparece firmada, el compilador se evidencia ampliamente, para aquellos que somos apasionados lectores de su obra. Veamos, entonces, lo que dice Trigueros de León: “Muestrario es un libro que se ha formado con páginas de Arturo Ambrogi, publicadas bajo ese título en la prensa salvadoreña. Es en verdad un muestrario de la vida cotidiana, en un San Salvador que ha pasado ya a la Historia. Estampas un tanto borrosas, apenas conservadas en la memoria de quienes las vieron perderse para siempre. Ambrogi, que fue un acuarelista de la palabra, recogió con verdadera delectación esas impresiones de la vida todavía provinciana, con sus tipos característicos y el reflejo fiel de las costumbres de la época”.
“Muestrario” está compuesto por una primera sección, donde se consignan doce estupendas crónicas, la gran mayoría, de marcada atmósfera anecdótica. Luego, encontramos un segundo apartado, intitulado: “Los hombres que he conocido”, donde siguiendo el tono personal, Ambrogi, nos instala en sus encuentros con seis personajes continentales de interesantísima dimensión cultural.
Sin embargo, en esta ocasión, me referiré a la última crónica del primer apartado, esto es: “Monografía de un extraño” (dedicada al poeta Vicente Acosta, su primo hermano materno), donde nuestro autor, ahonda en un particularísimo personaje, cuyo nombre no interesa, por cuanto jamás se menciona. No importan sus señas en el registro ciudadano (ya que él no existe para la ciudad, ni para el mundo). Importa su tragedia de músico y poeta, incomprendido y limitado por un medio hostil. Importa su aspecto desaliñado, su desagrado, su rechazo a todo lo que es pueril y vulgar en una ignara y pretensiosa republiquita de opereta. Este es el “Brich” (un vocablo extranjero que lo retrata e identifica en el clan de amigos al que pertenece Ambrogi).
El Brich deambulaba por las calles empedradas del ayer, planeando proyectos irrealizables; obteniendo algún placer pasajero, en el alcohol de una sucia cantina, o en los vasos espumantes de
fría cerveza que le obsequian sus amigos y admiradores; o bien, en los conciertos que disfrutaba en el parque central, con un cigarrillo entre los labios.
En el Brich, Ambrogi, simboliza la personalidad bohemia, dotada de auténtico talento artístico, que se pierde por emerger en un medio anulador. Si ya, la naturaleza y tendencia disoluta es un arma mortal, en cualquier ruta hacia la plenitud humana, ésta pareciera ser más fatal, cuando se trata de la compleja personalidad de un artista inmerso en un medio desalentador.
El Brich, me hace pensar en poetas talentosos a quienes conocí y traté, como Ulises Masís o nuestro querido y recordado Gilberto Santana, recorriendo siempre esas calles turbulentas de San Salvador, sobrevolados por bellísimos pájaros o por funestos cuervos.
Vamos a un fragmento del magistral Ambrogi, en esta sentida y acabada prosopografía. “Un tanto astroso el traje; greñuda e insubordinada la masa de cabellos; sucia y desmadejada la barba negra, de Cristo joven, a lo Beraud, en que ya brillaban, entre asperezas, los primeros hilos de seda blanca de las canas. En él, las eran bien prematuras!…Los ojos abotagados, de honda mirada soñadora, se velaban, enfermizos, legañosos, continuamente, tras los vidrios opacos de los anteojos que le daban, con el conjunto extravagante de su persona, el aspecto de uno de esos nihilistas feroces, de folletín popular. Serio, melancólico arrastrador de alguna incurable tristeza. En la comisura de los labios, amarillentos de nicotina, iba prendida siempre, como abeja a una flor en que sorbe miel, una sonrisa de esplín, amarga mueca macabra que no podrían borrar ni la alegría artificial del vino ni el cariño franco de sus pocos amigos”.
Como todo creador, sabedor de su talento, pero portador de unas alas cercenadas, por su propia mano y por la grosera atmósfera, el Brich compensaba su amargura (como tantos) volviéndose huraño y ajeno a la piara. Dice Ambrogi: “Veía a la gente con soberana indiferencia y hojeaba el mundo como un álbum de monos. Pasaba por la vida, como se estaciona en la celda de una cárcel; pero sin pensar en evadirse. Sabía sufrirla; y nunca se quejaba de ella, aunque esa resignación no fuera reconfortada con frecuentes lecturas de La Imitación. Había en el fondo de su doctrina, aunque pareciera extraño, algo de la filosofía de Pangloss: todo está bien, tal como está; y éste es el mejor de los mundos conocidos. Lo despreciaba todo; ante todo, bueno o malo, se sonreía con un fondo de benevolencia. Le importaba un bledo ese qué dirán, que encadena todo anhelo, o corta las alas a toda aspiración que sobrepasa el rasero de la más correcta vulgaridad”
A pesar de que el Brich, pudo- probablemente- ser rescatado al promovérsele con una beca de estudios, fuera del país, ya que en éste no existían (ni existen aún) instituciones realmente especializadas en la formación superior de las artes. Lamentablemente, su obra y su persona pasaron de largo frente a los amos y señores del presupuesto público. Expone Ambrogi: “… el Gobierno, el único que puede hacer algo en bien de la incubación del arte nacional y que, sin embargo, es el que lo ve con más profunda indiferencia, como cosa inútil, debía haber aprovechado, pensionando y enviando a algún conservatorio europeo a nuestro desgraciado amigo”.
La última vez, que Ambrogi, vio al Brich, según refiere, fue a la salida de la otrora Casa Blanca (la antigua Casa de Gobierno), desilusionado, después de esperar por horas, una audiencia con el Ministro de Gobernación. Tampoco hubo oportunidad ese día, para plantear su solicitud urgente: por lo menos “una placita de escribiente, para no morirme de hambre”. No hubo ni habría para el desafortunado “Brich”, ni una plaza, dentro de la partida pública, que le permitiera vegetar en un escritorio, para poder cobrar siquiera un mísero salario, con el cual palear sus necesidades más demandantes.
Luego, nada. El Brich desaparece. Nadie supo más de él. Como nadie sabe más, de lo que ocurrió y ocurre, con tanto talento, víctima de su propia y genial locura creadora; y víctima también -y con mayúscula- del todavía ingrato escenario nacional, que muy poco ha avanzado desde aquellos 1899 y 1905, en que Ambrogi, firmó, esta admirable y desgarradora crónica literaria.