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Un falso dilema educativo

Luis Armando González

La situación de crisis suscitada por el coronavirus –que al parecer seguirá presente, aunque con menor virulencia, a lo largo de 2020- ha puesto en uno de los primeros lugares del debate académico el asunto de lo virtual y presencial en la educación. Y es que la crisis aludida forzó la entrada en vigor de estrategias formativas no presenciales, en prácticamente todos los niveles educativos; en ellas, se recurrió –por lo general de manera improvisada y abrupta- a los distintos recursos ofrecidos por Internet y la telefonía celular: desde las plataformas que permiten realizar videoconferencias grupales, pasando por el correo electrónico y los mensajes en Messenger y WhatsApp, hasta las llamadas telefónicas.

Salvo los procesos educativos diseñados previamente para ser impartidos virtualmente –y que continuaron, y aún continúan, con una lógica previamente establecida-, las actividades docentes que habían sido planeadas según criterios presenciales tuvieron que ser implementadas de manera no presencial. En la práctica, esto generó distintas complicaciones no sólo en razón de la disponibilidad de los recursos tecnológicos (personales o institucionales), sino en razón de las deficiencias en las habilidades técnicas por parte de docentes –no todos, por supuesto— no preparados para atender cursos, materias, seminarios, talleres o grupos de tesis de manera virtual. Aunado a ello, estaban (y siguen estando presentes) dos temas nada secundarios: primero, la pedagogía y la didáctica virtuales son distintas de las presenciales; y segundo, los contenidos (teóricos y metodológicos) presenciales no se trasiegan automáticamente hacia lo no presencial.

Al calor de esas y otras dificultades –que, cabe sospechar, se han tenido en distintos sistemas educativos alrededor del mundo— se fue generando un interesante debate acerca de lo virtual y lo presencial en la educación, debate en el cual se pueden identificar distintas posturas. Una especialmente llamativa consiste en proponer que la educación virtual ha llegado para reemplazar totalmente a la educación presencial, a la que se le reprochan las más variadas fallas y debilidades. Quienes abanderan esta posición, además de ver en lo virtual-tecnológico algo extraordinario para la educación, entienden que las pruebas de ello se encuentran en la actual experiencia en la cual lo presencial fue suspendido drásticamente y las actividades educativas virtuales pudieron ensayarse a plenitud. Hay quienes piensan que se trató de una novedad absoluta, como si antes de la actual situación no se hubiesen impulsado interesantes experiencias formativas virtuales, en las cuales si bien ya se visualizaban sus virtudes –lo virtual tiene ciertamente virtudes—, también se visualizaban sus limitaciones que no son únicamente técnicas o de procedimientos, sino que muchas veces involucran aspectos sustantivos.

En el polo opuesto se sitúan quienes opinan que la educación presencial es irremplazable, y que lo virtual no tiene (o no debe tener) un lugar importante en los procesos educativos que en verdad quieran ser tales. En favor de quienes creen esto está la ya milenaria tradición educativa que se remonta cuando menos a Sócrates y cuyos logros culturales (científicos, filosóficos, literarios) solo una persona escasamente informada puede poner en duda. Es indiscutible que un nervio de la educación, entendida como un proceso de asimilación crítica de nuevos conocimientos, es el diálogo, la dialéctica, el contraste de ideas y opiniones, en lo cual intervienen la razón y la pasión.

Y el espacio privilegiado, durante cientos de años, para ese ejercicio es el espacio ocupado físicamente por los actores principales del proceso educativo (maestros y alumnos): el aula o salón de clases, el auditorium o, como prefería Aristóteles, el jardín de su Liceo. Ciertamente, la educación presencial, dialógica, tiene un largo recorrido histórico, pero no es por eso que se la debe considerar valiosa, pues que algo sea antiguo no lo hace bueno o positivo y, obviamente, tampoco lo nuevo o reciente es, solo por eso, positivo o bueno. Son los logros los que cuentan; y la educación presencial tiene en su haber los suficientes como para tomarse con reservas las propuestas de su supresión total por mecanismos, estrategias y prácticas educativas virtuales.

Los logros de la educación presencial no deben ocultar sus limitaciones o sus posibilidades de mejora; no deben impedir determinar qué áreas de ella pueden ser asumidas y tratadas de una mejor manera por mecanismos y estrategias virtuales. No es cierto que no se tengan pistas sobre esto último: tanto las experiencias previas a la crisis sanitaria como las experiencias suscitadas durante la crisis ofrecen información relevante sobre áreas o ámbitos educativos en los cuales lo virtual puede convertirse en un soporte de primera importancia para lo presencial. Y por supuesto que también las experiencias apuntadas revelan lo que no se puede pedir o esperar de lo virtual en materia educativa. Ni se tiene que ser extremadamente fantasioso con las posibilidades de lo virtual ni excesivamente pesimista o escéptico sobre sus potencialidades. Lo prudente es sopesar, con honestidad y realistamente, los pros y contras.

Por lo apuntado hasta ahora, es claro que la visión antitética de lo virtual y lo presencial en educación nos enfrenta a un falso dilema. No se trata de elegir entre lo uno y lo otro –de abolir la educación presencial y poner en su lugar una educación virtual; o de cerrar las puertas a lo llegada de modalidades o prácticas virtuales en la educación—, sino de situarse en una postura intermedia, viendo a lo virtual como un buen complemento de unos procesos educativos que no deben renunciar a uno de sus nervios fundamentales: la dialéctica, el diálogo, el contraste y lucha de ideas entre interlocutores que interaccionan físicamente; el tensionamiento racional y pasional que permite la muerte de ideas inservibles y el surgimiento de ideas mejores, y que hasta ahora, después de 2,500 años, no encontrado mejor espacio para su desarrollo que ese espacio en el cual maestro y alumnos se las ven cara a cara. Y es partir de estas dinámicas que se han fraguado y se fraguan habilidades y capacidades investigativas que, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias sociales, permiten explorar el mundo natural y social –es decir, plantearse problemas e indagar sobre los mecanismos que los explican— de modo fáctico, no virtual. Esas capacidades y habilidades, asimismo, requieren en gran medida, aunque no en exclusiva, actividades prácticas en el aula y fuera de la misma –por ejemplo, en comunidades, museos, archivos, empresas, mercados, hospitales o laboratorios— que son vitales para la formación de los estudiantes y para el cultivo de un saber que se problematiza sobre la realidad, y no sólo sobre abstracciones mentales matemática o conceptuales.

Esa vitalidad en el conocimiento debe ser –y tiene que ser—potenciada por cualquier recurso, estrategia o práctica, que esté disponible o que sea accesible a los sistemas educativos, en sus distintos niveles. Aunque no sus capacidades más óptimas, la tecnología que permite acceder a recursos educativos virtuales ha llegado a un país como el nuestro. Hay instituciones que están utilizando esos recursos para el desarrollo incluso de cerreras completas al nivel de maestría. Algunas lo han hecho de manera meditada, ponderando bien los objetivos formativos que se persiguen y planeando con suficiente tiempo y meticulosidad los contenidos y las metodologías de enseñanza adecuadas para procesos educativos virtuales. Otras quizás no tanto, aunque esto debería ser objeto de un estudio detallado y profundo.

Lo que aquí se quiere destacar es que, en El Salvador, se tiene (o se va consiguiendo) una buena experiencia en estrategias educativas de carácter virtual que deberían ser tomadas en cuenta, en sus virtudes y en sus limitaciones, a la hora de realizar los ensambles entre los virtual y lo presencial, sin perder de vista que uno de los propósitos irrenunciables de la educación en todos sus niveles, pero especialmente a nivel superior, es formar personas con una concepción bien fundamentada –desde criterios científicos— de la realidad social y natural, lo mismo que con las capacidades y habilidades para explorar-investigar las dinámicas que hacen que las cosas naturales y sociales se comporten de la forma en que lo hacen. La pregunta es cómo (de qué manera) determinadas estrategias formativas virtuales pueden contribuir a una educación integral y de calidad. Y, complementado con ello, la otra pregunta es cómo lo virtual puede ayudar a corregir, mejorar o potenciar lo que se hace en las estrategias educativas presenciales. De alguna manera, fue la pregunta que se hicieron los investigadores del CERN, a cuya cabeza estaba el físico Tim Berners-Lee, cuando decidieron crear la WEB: se trataba facilitar, entre los físicos, el intercambio de ideas, artículos, documentos, resultados de experimentos mediante una red ágil de comunicación e intercambio de información. A estas alturas, las potencialidades y eficacias de la WEB para distintas actividades educativas y de investigación son indiscutibles. El reto es hacer, en cada país y sistema educativo particulares, el mejor ensamble entre los recursos virtuales disponibles (o que se puedan diseñar) en internet (que es algo más amplio que la WEB) y las estrategias educativas presenciales de forma tal que, en lugar de la anulación o exclusión de uno de las dos instancias, se logre una integración provechosa entre ambas.

Como en el presente, y visto desde El Salvador, es lo presencial lo predominante, lo virtual debería irse definiendo, e implementando, a partir de aquello que requiera mejora, o incluso supresión, en ese ámbito. Pero no a tientas ni a ciegas, o usando criterios de rentabilidad o de ahorro, sino teniendo en mente el objetivo de lograr una educación integral, en lo científico, lo técnico y lo humano. Si sucediera lo contrario, es decir, si fuera lo virtual lo predominante en educación, lo recomendable sería buscar en lo presencial recursos de apoyo, corrección o mejora. Pero no es el caso. Así que es lo virtual lo que debe contribuir a mejorar la educación presencial. En cada nivel educativo deben hacerse los análisis y estudios que indiquen los modos en los que se apoyo puede ser más eficaz y oportuno; y es que lo que puede ser potable y viable en educación superior (en algunas carreras, materias, seminarios, trabajos de investigación o debates teóricos o metodológicos) puede ser inviable o ineficaz, por ejemplo, en educación básica. Lo contrario también es cierto: lo viable y potable en educación básica (o en bachillerato) puede no serlo en educación superior.    

En fin, lo que debería promoverse, en educación, es una articulación potenciadora de los virtual en lo presencial, y no un reemplazo total de lo presencial por lo virtual o un blindaje de lo presencial ante lo virtual. Hay quienes están trabajando, con seriedad y profesionalismo, en lograr esa articulación potenciadora. Hacen gala de sentido común, criterio racional y equilibrio en el juicio. Los hay también quienes están atrapados en las garras de la desmesura en su apreciación de lo virtual, y que están dispuestos a hacer todo lo que esté a su alcance por hacer que la educación presencial deje de existir. Si llegaran a salirse con la suya –nunca se sabe— lo más probable es que la formación integral de las personas (una formación de naturaleza crítica, reflexiva, fundamentada científicamente, investigativa, racional y pasional) se resentiría tremendamente. Y es que, en definitiva, lo virtual, por definición, no puede dar a las personas las vivencias, las experiencias, los tensionamientos y los desafíos que ofrecen las interacciones sociales efectivas, dentro y fuera del aula, y los problemas reales naturales y sociales. Sin esas vivencias, experiencias, tensionamientos y desafíos (no virtuales, sino reales porque tienen su raíz en las interacciones que las personas tienen con la realidad natural y social) no hay educación propiamente dicha, sino un remedo “virtual” de la misma.               

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