Claraboya
UN FRAGMENTO DEL GRAN LEZAMA
Por: Álvaro Darío Lara
Para el joven poeta Nelson Alonso.
Por vía de mi caro amigo, un surtidor de cultura y de bellos textos, el poeta Alberto López Serrano, llegó a mi atestado escritorio, un tesoro bibliográfico: “Fragmentos a su imán” (Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 2002) del gran sacerdote de la Palabra, el Maestro José Lezama Lima (1910-1976), acaso el más grande poeta que la maravillosa isla ha dado al mundo.
Frecuento a Lezama, desde los dorados días de mi juventud indómita, desde su primera publicación poética (ya que Lezama es ensayo, conferencias, epístolas, novelas…), “Muerte de Narciso” (1937). Lezama falsamente hermético y oscuro; al contrario, sabio y radiante sol, para el lector sensible y auténtico. Y un ser humano excepcional.
Así lo recuerda, con gran afecto, otro narrador cubano de primerísima importancia, Reinaldo Arenas (1943-1990), en su texto de memorias póstumo “Antes que anochezca”: “Había conocido a Alejo Carpentier y sufrí una experiencia desoladora ante aquella persona que manejaba datos, fechas, estilos y cifras como una computadora refinada, pero, desde luego, deshumanizada. Mi encuentro con Lezama fue completamente diferente; estaba ante un hombre que había hecho de la literatura su propia vida; ante una de las personas más cultas que he conocido, pero que no hacía de la cultura un medio de ostentación sino, sencillamente, algo a lo cual aferrarse para no morirse; algo vital que lo iluminaba y que a su vez iluminaba a todo el que estuviera a su lado. Lezama era esa persona que tenía el extraño privilegio de irradiar una vitalidad creadora; luego de conversar con él, uno regresaba a casa y se sentaba ante la máquina de escribir, porque era imposible escuchar a aquel hombre y no inspirarse. En él la sabiduría se combinaba con la inocencia. Tenía el don de darle un sentido a la vida de los demás. La pasión primera de Lezama era la lectura. Tenía además ese don criollo de la risa, del chisme; la risa de Lezama era algo inolvidable, contagioso, que no lo dejaba a uno sentirse totalmente desdichado. Pasaba de las conversaciones más esotéricas al chisme de circunstancias…”.
En “Vidas para leerlas”, el genial, implacable y ácido escritor cubano Guillermo Cabrera Infante ( 1929-2005), dice en uno de sus mejores párrafos, sobre Lezama, al establecer un paralelo con el dramaturgo, poeta y narrador, también insular, Virgilio Piñera (1912-1979): “Pero aunque la poesía de Virgilio es notable ( sobre todo su tercer libro, ‘La isla en peso’, 1943), no hay en ella un solo verso de la belleza imperecedera de ‘Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas’ y mucho menos algo de la extraña perfección de los poemas en ‘Enemigo rumor’, que Lezama publicó ya en 1941. (…). Pero por este tiempo, antes de ese tiempo, Lezama compuso poemas que están entre los más hermosos escritos en español en este siglo”.
La grandeza de Lezama (no sólo física, pues era un hombre alto y de muchas libras, consumado devoto de la buena mesa y de los espléndidos habanos) literaria y humana, está más que consignada en cientos y cientos de páginas que se han publicado sobre su persona y su obra.
Un libro obligado de la literatura hispanoamericana es, sin duda, su novela “Paradiso” (1966), que le dio fama continental y que también le acarreó las injustas condenas del régimen político de su patria. Así mismo, Lezama desarrolló una intensa labor como editor de la mítica revista “Orígenes” (1944-1956, 40 números), valioso registro literario-artístico, cubano y universal, de mediados del siglo XX.
De su volumen de poemas “Fragmentos a su imán”, dejamos, entonces, esta pieza excepcional, y la invitación, para que los jóvenes escritores de nuestro país y del mundo, vayan a la obra de Lezama, donde la realidad inmediata se ve opacada, por la inmortalidad de esa otra realidad, más firme, brillante y eterna: “Estar en la noche/esperando una visita,/o no esperando nada/ y ver como el sillón lentamente/va avanzando hasta alejarse de la lámpara./Sentirse más adherido a la madera/ mientras el movimiento del sillón/ va inquietando los huesos escondidos,/ como si quisiéramos que no fueran vistos/ por aquellos que van a llegar./ Los cigarros van reemplazando/ los ojos de los que no van a llegar./Colocamos el pañuelo/ sobre el cenicero para que no se vea/el fondo de su cristal,/ los dientes de sus bordes,/ los colores que imitan los dedos/sacudiendo la ausencia y la presencia/ en las entrañas que van a ser sopladas./ La visita o la nada/ cubiertas por el pañuelo,/ como el llegar de la lluvia/ para oídos lejanos,/saltan del cenicero,/preparando la eternidad/de sus pisadas o se organizan/ inclinándose sobre un montón de hojas,/que chisporrotean sobre el jarrón/de la abuela,/huyendo del cenicero”. (Poema “Esperar la ausencia”, 14 de mayo de 1974, tomado de: “Fragmentos a su imán”, publicación posterior a su muerte).