Por Mauricio Vallejo Márquez
Cuando uno tiene tanto tiempo como yo, puede recordar tantas cosas como el día que entré a un negocio que vendía emociones. ¿Emociones? No se imaginan la curiosidad que me dio y por eso entré, para averiguar de qué se trataba eso, no sabía en lo que me metía, se los aseguro.
Los dependientes se acercaron a mí, con sus batas celestes y sus zapatos blancos impecables. Sin que les preguntara nada comenzaron a explicarme que las emociones eran inyectadas o estimuladas por medio de electrodos que se instalaban tras las orejas y quedaban para siempre fijas en nosotros.
–¿Qué? –pregunté sorprendido.
–Así como escuchó –contestó el que parecía el jefe.
-Por el precio ni se preocupe, señor –me dijeron entre sonrisas bonachonas.
Así que sin pensarlo y creyendo que era una estupenda oferta firmé el contrato. Lo tomé como un juego y me divertí mucho experimentado y averiguando lo qué era en realidad, lo que me habían vendido.
A las semanas de mi compra, mi familia murió y me quedé solo. Fue un trágico accidente, mi esposa conducía el carro y sin darnos cuenta todos estaban muertos menos yo.
Poco a poco todo lo que tenía lo fui perdiendo: mi ropa, mi computadora, mi carro y finalmente mi casa. Hasta que me convertí en eso que llaman un indigente. Hasta ese momento reparé que mis problemas iniciaron desde que llegué a la «venta de emociones». Así que para quitarme la duda decidí volver allí.
En el local pedí hablar con el gerente.
–Hola señor, que gusto tenerlo por aquí –dijo y agregó –¿Se siente cómodo con su elección?
–!No! –contesté.
–Antes de haber elegido debería haber preguntado por sus consecuencias.
–No sabía nada de eso, me dijeron que no me preocupara por el precio –contesté.
–Sólo Dios toma el alma del hombre sin darle sufrimiento. Si quería felicidad la tuvo en ese momento, ahora nosotros cobramos los intereses”.
–¿Qué puedo hacer?
–Nada – contestó– debió morir cuando lo hizo su esposa. Ese era el precio.
En ese momento creía que todavía tenía solución el problema en que estaba. Que quizá había un reembolso o algo que cambiara las cosas.
–Por el momento, no sé por qué no le han permitido morir, pero a todos nos llega la hora –no dudo en responder el hombre.
Cuando salí del local dos hombres me tomaron del brazo y me llevaron hasta la entrada de los locales, en ese momento entraba otro cliente y los dependientes corrían a ayudarle y les daban el mismo cuento que a mí. Jamás creí que esta escena la vería tantas veces hasta que me quedé completamente solo, hasta que sólo quedé yo.