Por Mauricio Vallejo Márquez
Cuando caía la noche nos íbamos a la subidita de la tienda junto a Maritza, una hermana temporal que tuve entre 1988 y 1990. Ahí escondido en un rincón estaba don Mincho con su chumpa roja, su cabello colocho rubio (que decía pintar con semilla de mango maduro), su gorra doblada para no molestar la base del cráneo y su corvo del tamaño de su pierna que lucía desnudo. Lo encontrábamos con su pequeña radio de baterías a un volumen prudencial observando quien iba y venía. Silencioso hasta que un problema gástrico lo hacía reventar cohetes sonoros y después el estallido de su risa que emulaba las de algunas caricaturas chillonas. Y a medianoche el típico pito del sereno para que quedara evidencia que la noche era tranquila y él ahí andaba.
A él le encantaba contar historias de la Siguanaba, el Cipitío y otros seres mitológicos de Cuscatlán. El detalle era que él los vivía y por lo general protagonizaba las historias. Lo cual nos apantallaba a Maritza y a mí, ella recién cumplió 18 años y yo apenas 9. Así que en la noche no quería dormir solo del miedo a la oscuridad y la inseguridad de que uno de esos seres se deslizara por la rendija de la puerta o atravesara las paredes. Total, no tenía la menor idea de qué forma era que se manifestaban frente a uno, sobre todo con la naturalidad que lo contaba don Mincho.
Nos contó que el Cipitío se sentaba acurrucado en los dinteles de las puertas a observarnos. Nosotros no lo podíamos ver porque la oscuridad lo escondía como si fuera aire y de igual forma lo hacía la luz de alguna bombilla eléctrica, porque el dichoso personaje no poseía sombra. También dijo que el Cipitío era burlón y le gustaba entrar a las casas para esconder las cosas y meter en enredos a la gente por gusto, sólo por el gusto de vacilar. Que esas cosas de fregar al mal portado eran pajas, que el Cipitío jodía al que le diera la gana y punto.
Nos quedábamos con una gran o en la boca escuchando aquellos datos mientras subían y bajaban sombras rumbo a San Ramón o a nuestra desteñida y uniforme Residencial Santa Margarita con sus casas de dos pisos de color blanco y jardineras con zacate o grama.
Contaba cosas de la Siguanaba. Indagó sus fuentes, porque sabía mucho de lo que popularmente se conocía de la trágica Sihuehuet, que era una princesa y que en su momento le falló a su marido y por eso la condenó su suegro Tlaloc a ser la Siguanaba. Lo interesante del asunto era que él afirmaba que tuvo un hijo con ella. Con Maritza nos vimos mutuamente incrédulos. Don Mincho siguió contando que como él no le tenía miedo tras el primer encuentro con el espanto, ellos comenzaron a frecuentarse a tal punto que hicieron el amor cerca de la casa rosada y fruto de aquella aventura ella le entregó a la criatura para que él la criara. Y así fue, sumó la criatura a la marimba de hijos que criaba con su mujer oficial, al cual también lo educó en el oficio de la albañilería y la vigilancia.
Con el tiempo perdí la pista de Maritza, pero a don Mincho lo seguí viendo. Con frecuencia por las noches y cuando no lo veía escuchaba el estruendo que emanaba de sus intestinos para después acompañarlo de su risa. En esos días ya no hablaba de la Siguanaba y el Cipitío. Lo acompañaba un perro negro como el carbón largo y de orejas puntiagudas que hacía ruido de cascos al andar, y cuando me observaba notaba las brasas en sus ojos, mientras don Mincho le decía “calma, Peligro”. Y yo, no sé por qué no le pregunté si era el cadejo ese acompañante con el que lo vi los últimos treinta años.