Luis Armando González
A los sociólogos –lo mismo que a científicos sociales de otras disciplinas— no les resulta fácil contar con situaciones experimentales, controladas o relativamente controladas, que les permitan explorar las interacciones sociales, las dinámicas poblacionales y las consecuencias esperadas y no esperadas de los comportamientos individuales y colectivos. Sin embargo, de vez en cuando, se generan condiciones que son favorables para una exploración de lo social, pues se configura una especie de “laboratorio social” en el cual se perfilan con bastante claridad prácticas sociales que, en situaciones normales, se presentan enmarañadas y mezcladas unas con otras. Es el caso de las condiciones que se han generado con las medidas tomadas, por los Estados y las sociedades, en respuesta a la emergencia sanitaria provocada por el coronavirus. La medida más relevante -en la creación de este “laboratorio social”- es la cuarentena domiciliar que sigue vigente –con variantes y aplicaciones más o menos restrictivas según las naciones y según la dinámica de la pandemia— en buena parte de los países a nivel mundial.
Esta cuarentena permite, si no explorar empíricamente de forma amplia, reflexionar y elaborar hipótesis, entre otros temas, sobre interacciones familiares, convivencia social restringida –o en muchos casos anulada—, soledad, autocuido, consumo y usos, límites y posibilidades de la tecnología y programas que permiten la comunicación virtual. La lista de temas dignos de atención se puede ampliar y seguramente los institutos de investigación social y las escuelas de ciencias sociales en diferentes partes del mundo pronto nos revelarán los resultados de sus estudios.
Me quiero fijar en los límites y posibilidades de las tecnologías de comunicación virtual que, en diferentes contextos nacionales –dependiendo de las capacidades instaladas y de la cultura en hogares, instituciones y empresas— han tenido y están teniendo su peso particular en la atención no solo las necesidades de comunicación derivadas de la economía, sino en las derivadas de la vocación-ansias-tendencias de las personas de relacionarse e interaccionar entre sí. Los individuos humanos –desde los pequeños hasta los adultos— somos miembros de una especie biológica –la especie Homo sapiens— que tiene un recorrido evolutivo de unos 150,000 años. Somos gregarios, cooperativos, parlanchines y activos en caminar; nos gusta el contacto físico con nuestros congéneres y con miembros de otras especies –como los perros, los caballos o las gallinas— y con cosas no vivas –desde las piedras y los metales hasta los celulares y las casas— no por malacrianza, sino por razones inscritas en nuestros genes. Así ha sido a lo largo de, prácticamente, toda nuestra presencia en la tierra. Las posibilidades de formas de comunicación no directas físicamente –cara a cara—, mediadas por tecnologías complejas (electrónicas) son del siglo XX, aunque sus bases se remontan al siglo XIX. Y la irrupción de esas formas de comunicación es evidente desde los años 70 y 80 del siglo XX, gracias a las posibilidades de la tecnología satelital de mediados de ese siglo. Los años noventa del siglo XX y las siguientes dos décadas fueron escenario de la globalización de las comunicaciones virtuales gracias a Internet y a la masificación (diferente, obviamente, en distintas clases sociales, regiones y países) de las computadoras y los teléfonos celulares.
La fracción temporal de estos cambios es una nada comparada con el inmenso periodo de tiempo anterior a los siglos XIX y XX, y no se diga comparada con la década de los 90 y las dos primeras del siglo XXI. Sin embargo, no se puede negar lo espectacular de los cambios en la tecnología y la comunicación virtual en las décadas recientes. Tanto es así que los más entusiastas hablan de una cuarta revolución industrial a propósito de los extraordinarios cambios tecnológicos –catapultados por un desarrollo científico más espectacular— que no se reducen a las comunicaciones, sino que se extienden a la industria, el transporte, la alimentación y la exploración espacial. Los últimos tres meses -aproximadamente- han sido una aplicación, en condiciones extremas (de “laboratorio”), de tecnologías de comunicación –programas, sitios, plataformas, etc.— y de aparatos que han venido siendo usados de manera febril en los últimos 10 o 20 años (o desde antes), con innovaciones constantes en rapidez, conectividad, integración de funciones, materiales de fabricación, capacidad de memoria, facilidad de uso y diseño. De tal suerte que no es correcto sostener (o creer) que es hasta este momento que esas tecnologías y las formas de comunicación propiciadas por ellas están siendo utilizadas; lo interesante de la situación es que en estos meses ese uso ha sido “extremo”, mediante la restricción (el control) de formas de comunicación que descansan en el contacto directo entre las personas. Y es ese uso, en condiciones extremas (puras o casi puras), el que está permitiendo obtener lecciones o líneas de acción en diferentes direcciones, una vez que la pandemia sea superada. Por ejemplo, en el seno de las grandes corporaciones se están impulsando estrategias laborales que permitan el trabajo desde los hogares (“teletrabajo”, se le llama), con el fin de abaratar costos derivados del uso de instalaciones físicas.
Ahora bien, no se debe perder de vista de que las tecnologías y formas de comunicación virtual puestas en práctica en estos meses ya eran usadas antes de la pandemia, y de esos tiempos vienen las loas a unas formas de comunicación que, según sus adalides, estaban dejando atrás, como algo arcaico, la comunicación cara a cara, el contacto físico personal, las interacciones individuales y colectivas en el mundo real. Lo virtual -se escuchaba decir muchos antes de las cuarentenas de estos días- ha reemplazado (o está reemplazando) a lo real, ya se trate de revoluciones, debate público, actividades profesionales, relaciones de amistad o amorosas. El coronavirus y su propagación (algo real, no virtual) dieron un mentís a esa presunción: se propagó precisamente porque las formas de comunicación cara a cara, el contacto directo entre las personas, el uso de espacios físicos de manera colectiva, etc., estaban ahí, incesantes, dinámicos, reales. Tanto es así que para contener la propagación de la pandemia los distintos Estados han tenido que emplearse a fondo –recurriendo en la mayoría de casos a medidas coercitivas— para forzar a las personas a reducir sus contactos y relaciones físicas directas.
Así fue como se llegó a las distintas fórmulas de cuarentena en los distintos países. Homo sapiens al fin y al cabo, ver constreñidas su vocación y necesidad de contacto físico, para hablar, mostrar o recibir afecto, caricias y amor, se está convirtiendo en algo insoportable para millones de seres humanos. Lo más natural será que, pasada la cuarentena, busquemos a aquellos con quienes, conviviendo, hablando o compartiendo, nos sentimos bien. Es previsible, asimismo, que las pruebas de laboratorio a las que han sido sometidas en estos días las tecnologías y las formas de comunicación virtual den la pauta para su uso más eficaz o más extendido en ámbitos particulares, por ejemplo, de la economía, de la educación o de la salud. Pero no se ve que, de momento, vayan a reemplazar las relaciones e interacciones reales entre los seres humanos. Valga como ilustración de lo apuntado, esto que dijo una joven catalana a propósito de la no realización del día de Sant Jordi en Cataluña, este 23 de abril: lo que más extraño de este día es no poder juntarme con otras personas.
Mientras esta joven catalana lamentaba no poder relacionarse con sus semejantes, en un programa de la televisión internacional pude ver, también en estos días, a dos jóvenes que probaban un traje (de tecnología avanzada) con distintos puntos para ejercer presión sobre el cuerpo de quien lo usa. No hablaban directamente, sino a través de una computadora: uno de ellos tenía puesto el traje, mientras que el otro daba indicaciones virtuales, por ejemplo, de abrazo en la espalda, que el traje replicaba con presión en el lugar señalado. Me parece un gran invento en su tecnología, pero algo triste en sus implicaciones humanas, pues no hay nada más humanizador que recibir o dar un abrazo, en directo, con al calor y los olores correspondientes, de las personas que queremos y nos quieren.