Víctor Hugo Mata Tobar
Narrador
El amanecer rasgó poco a poco la cortina negra de la noche dejando al descubierto la soñolienta ciudad, there miles de golondrinas alzaron el vuelo de los cables eléctricos donde pernotaban para surcar el cielo todavía gris, prescription sabían que por la mañana sería bochornoso pero en la tarde un chubasco amenizado con truenos y rayos, empaparía calles y avenidas, y un envidiable frescor se tomaría el valle de San Salvador, ellas debían protegerse durante el día en el parque de los pericos al sur de la ciudad. Sobre los tejados mojados por el sereno de la madrugada se oía el correteo de los gatos, su ronroneo no lograba ahuyentar una parvada de palomitas departiendo a cien metros, un felino hambriento se acercaba cauteloso tranquilo, tranquilo ya las tengo, pero las palomas conocedoras de su intención, prudentes alzaron el vuelo antes de su ataque y se le quedaron viendo ¡bobo! parecían decirle. En el cuartucho de la vecindad de apenas cinco metros cuadrados, baño y cocina común para veinte familias, el niño oía algo extraño, un sordo rumor, Miguelito tenés que trabajar levántate, era la voz que oía y no oía, o más bien no quería oír, hubiera preferido dormir un poco más, se quitó las legañas y se desperezó tirando para arriba sus escuálidos brazos y abriendo la boca amarga, no debo despertarlas pensó cuando vio a sus hermanitas privadas sobre el abollado colchón que compartían en el puro suelo, oyó todavía mosquitos rondando en el fétido aire y vio una rata que se escapaba bajo la puerta para regresar al tragante, por la noche seguramente volvería a competir con la cucarachas por los restos de comida regados; casi cayéndose, a la orilla de la cama, su mamá dormía pesadamente con el brazo izquierdo cubriéndose la cara, notó en la penumbra que una mecha cubría su alargada cara con los párpados hinchados, estaba sumida en un profundo sueño, quiso darle un beso de despedida pero temió despertarla, se le quedó viendo con los ojos húmedos ¡cómo la quería! pobrecita no debería de trabajar tanto ¡pobrecita! Se oían gallos a lo lejos que rompían el pesado silencio de aquella mañana rutinaria en el eterno trascurrir del universo, las cosas iban muy mal, la situación que enfrentaban era insoportable, él andaba siempre con hambre, se la pasaba deambulando entre el cuartucho y el pequeño patio comunal del mesón al cuidado de sus hermanitas mientras que su madre luchaba para sobrevivir con una venta de dulces y golosinas a la salida de un pequeño colegio en el centro de San Salvador temiendo siempre que le robaran la mercadería .
¿Pero qué es eso de lustrar zapatos? No había tenido tiempo ni siquiera de entrenarse, él no tenía zapatos. Sus amigos lo entusiasmaron, vieras qué bonito, así ganás algo de plata, le dieron una ligera explicación de cómo aplicar la anilina y hacer zumbar el trapo para dar brillo al cuero, el cajón te lo presto le dijo Foncho, era de aquel bolo que se lo llevó la policía, lo dejó tirado. Pero naturalmente en la víspera de ese mundo de trabajo y aventuras estaba muy nervioso, no lograba conciliar el sueño y cuando finalmente el cansancio lo venció soñó con un elegante señor que le jalaba la oreja y lo conducía furioso a una estación de policía porque había manchado sus calcetines negros. En la comandancia los policías se reían de su torpeza y le daban coscorrones. Cuando despertó sobresaltado se olvidó de rezar el Padrenuestro, ya es tarde dijo, salió corriendo del paupérrimo cuarto, lavó ligeramente sus ojos en el barril de agua serenada, enjugó su rostro con la camisa remendada y sin decir adiós a su mamá, esperó a sus amigos en la entrada del mesón. Minutos después a la luz de unos anémicos focos de aquel barrio capitalino al borde de la quebrada del Acelhuate, la cloaca abierta de la ciudad, se observaban tres niños descalzos, vestidos con chirajos, cada uno llevaba un cajón de lustrar calzado y un bote de lata para sentarse, marchaban aun soñolientos hacia el centro de la ciudad, serían las cinco de la mañana. A su paso pateaban latas y papeles regados, se empujaban entre ellos, reían, estaban felices, la pura alegría de vivir. Era una mañana de mayo fresca y húmeda de la eterna primavera de América Central, algunas gentes acarreaban pan en bicicletas, otras tiraban carretones colmados de periódicos o bultos para el mercado, había otras que barrían las aceras, en el ambiente flotaba el aroma del café hervido, sonaba una estridente prédica religiosa alternando con música campirana, los receptores de radio a todo volumen, la gente parecía disfrutar ese incesante ruido.
Tras los edificios de dos o tres plantas llegando al centro, aparecieron los flechazos del sol haciendo cosquillas a la ciudad, el ruido asomaba y se tomaba las calles, los automotores dejaban a su paso una estela de negro humo que terminaba en los pulmones de los tempraneros habitantes del conglomerado capitalino. Algunos motoristas iban demasiado rápido como animales salvajes en un frenético tropel por llegar primero, su espeluznante temeridad asustaba a vendedores y transeúntes. Gruesas señoras con los cabellos aún mojados luciendo gigantescas enaguas y coloridos mandiles, amamantando algunas, sus niños, ofrecían mangos, guineos, repollos, un mundo fascinante que el nuevo limpiabotas descubría embelesado. La ciudad ebria de ruidos, colores y olores, a pesar de su desgraciada contaminación y desorden, acogía a sus hijos: ¡lotería!, ¡lotería!, ¡el diario!, ¡pupusas!, ¿qué va llevar mi amor?, venga, venga.
Miguelito no cabía de felicidad, observaba las calles y lugares, todo era novedoso, su imaginación se desbordaba ante tanto estímulo. Mostraba una agresividad que provocaba sonrisas en sus amiguitos, ofrecía sus servicios a los tempraneros transeúntes que a esa hora no estaban para eso. Sus compañeritos tiernamente calmaban su ansiedad y le pedían paciencia, ya vería en el centro de la ciudad a la salida de los empleados del banco y de las tiendas enfrente de la gran plaza. Claro que entendía o fingía comprender la trama del oficio ¡ya era un trabajador! ¡Ya era un trabajador! Soñar es un privilegio pero especialmente de la niñez: con lo que ganaría compraría un bus como esos grandes y ruidosos, para vagar por la enorme ciudad con su mamá, sus hermanitas y amigos. Lo conduciría por esas calles que se metían en medio de las casas y de los edificios, sofocadas por el inmundo vaho de los tragantes y el humeante asfalto.
A eso de las seis de la mañana ya estaban en la plaza central, el centro cívico y religioso de la ciudad. Se observaba al norte la imponente catedral con sus dos torres cubiertas de azulejos, recordando la importancia de la religión en la vida del pueblo. Al oeste surgía el majestuoso palacio, orgullo nacional, una verdadera joya de la arquitectura neoclásica que hizo furor en todo el continente a finales del siglo XIX. En el ala derecha sesionaba la Asamblea Legislativa y en el resto del edificio se alojaban las secretarías de Estado y el despacho del señor Presidente, un militar bigotudo, vestido con un traje demasiado ajustado para sus abultadas formas. Este era el verdadero centro del poder político, aquí se confundían en un abrazo, el orden, el derecho, la religión, todo eso que sustenta el Estado. En medio de la plaza, montando un brioso caballo con ojos extraviados, orgulloso saludaba mostrando una larga espada, el gran prócer nacional. Su monumental presencia nos recordaba la gesta liberal que había permitido la introducción del cultivo del café y todas las consecuencias que había tenido en la historia del país, – el crecimiento económico a la par de la inequidad social-, a su alrededor, indiferentes palomas jugueteaban y aleteaban nerviosas, algunas se posaban irrespetuosas en su enorme mostacho y ensuciaban los pocos cabellos que sobresalían del prusiano casco. Eran ya las once de la mañana, Miguelito continuaba sin un cliente y la ansiedad apretaba como el hambre. Sus amiguitos ya se habían estrenado y en sus harapientos bolsillos sonaban orgullosas varias monedas. El novato limpiabotas atribuyó su mala suerte al olvido de la mañana, no le había rezado a Tata Chus, quizás eso me anda jodiendo, quizás eso…pero si lo rezo ahorita creerá que es por puro interés…. No se daba por vencido, empecinado a todo transeúnte que pasaba dirigía el lastimero lustre señor, se los dejo bien bonitos, pero nadie se fijaba en él. Frente a la amenaza del fracaso allí está el amigo que te consuela y te da la mano. Apareció Foncho y le dijo:- Mirá el próximo cliente te lo regalo pero no me hagás quedar mal oíste. Esto tranquilizó al inexperto lustrador, la amistad conforta y ayuda. Le faltaba es cierto un poco de experiencia, pero luego las cosas irían mejor, los clientes lo buscarían: su vida y la de su familia estaría asegurada. En estas divagaciones flotaba su cabecita enmarañada cuando oyó a Foncho que le dijo a un joven que pasaba:- Se los dejo como nuevos, lustre. – Apúrate pues -le contestó el bigotudo posando en el pavimento de la ancha plaza, su maletín de cuero y observando su reloj. Colocó sus finos zapatos empolvados en la gastada caja, subió él mismo meticulosamente los ruedos de su pantalón mientras Foncho preparaba la pasta, los cepillos y la anilina. El cliente no dejaba de ver su reloj, tenía prisa como toda la gente, prisa para acercarse al fin de la vida.
– Mire señor – dijo Foncho sin verle los ojos-, mi hermanito se los va a lustrar es que yo tengo que ir a encargar las pupusas para el almuerzo pero ahí como lo ve es bueno y responsable, vení Miguelito encárgate del señor. El cliente no se molestó por esto, estaba muy atareado planificando mentalmente, las citas de la tarde.
¿Qué te pasó hombrecito? ¿Cuál es el miedo? Así le habría dicho su mamá si lo hubiera visto perplejo ante su primer par de zapatos, entretanto, incontenible, un temblor general recorría tumultuoso su flaco y desnutrido cuerpo. Su futuro como limpiabotas comenzaba en estos instantes, y su éxito o su fracaso, dependía tal vez de esta primera lustrada. Estoy asustado Foncho, estoy asustado mamá, mejor no quiero al cliente, decían sus ojillos negros y saltones, y más se confundía. Aleja de mí este cáliz, parecían decir sus adormitados ojos. Presa de la ansiedad olvidó colocar protectores para que los calcetines no se mancharan y luego, lo que es la vida, comenzó a tener serias dudas sobre lo que iba primero: ¿la anilina o la pasta? No encontraba respuestas. Decidió ensayar de las dos maneras, untaría la pasta primero a un zapato y luego la anilina, y en el otro haría lo contrario, ya está solucionado, pero no, esto no anda nada bien, puedo arruinar un zapato y entonces me meto en un gran lío. ¿Dónde están mis amigos para preguntarles? ¿Algún lustrador experimentado por allí? Nadie a su alrededor, solo él y su suerte. Enormes deseos de correr a lo ancho de la plaza asaltaron su cabecita. La mirada impaciente del bigotudo lo paralizó, había que tomar una decisión, eso es ser hombrecito, vamos. Tomó la anilina negra como su miserable vida y en su agitación infantil como había sucedido durante el sueño, la profecía que se cumple, derramó parte del líquido en el pavimento y pringó el impecable borde del pantalón. El impaciente vendedor de seguros se puso furioso, ni se percató que un chiquillo sacrificaba parte de su paraíso para lustrarle sus zapatos, un poco de paciencia y tolerancia habrían bastado, una sonrisa comprensiva era importante en ese momento, el pantalón al fin y al cabo se lava… Sin desayuno, con sed, mal dormido, ansioso y ahora esto….Su cabecita comenzó a girar, sentía que algo andaba mal. La mirada colérica del agrio muchacho, acompañada de gesticulaciones y gritos que él no comprendía ni escuchaba, fueron demasiado, sentía que la tierra se lo tragaba.
Miguelito salió en carrera a lo largo de la plaza central dejando todo lo que poseía, el cajón prestado, la anilina y la pasta de zapatos. Cruzó con el cepillo en la mano la calle enfrente de la catedral, buscando quizás instintivamente al Salvador del Mundo con sus brazos abiertos en el altar mayor de la iglesia, el gran Tata Chus, pero también a toda velocidad en ese momento corría un urbano devorando la calle como un animal feroz en desbandada. Sonaron despertando al amodorrado pavimento, los frenos chirriantes del bus envuelto en una estela de humo. En la vorágine de la ciudad algunas personas escucharon aterrorizadas un grito infantil desesperado, casi inaudible. Miguelito sintió que una enorme serpiente machacaba sus huesos y que su agujereado pantalón se humedecía con roja, espumosa y tibia anilina, a penas sentía sus delgadas extremidades.
Logró ver todavía en su agonía, la mirada triste de su madre y recordó a sus flacuchas hermanitas, jugando con una muñeca de trapo enfrente de la pálida imagen del Corazón de Jesús coronando la única cama del cuarto. Se recordó que no había rezado el Padrenuestro y sin tristeza, sereno y resignado, comprendió que nunca tendría un bus para recorrer la ciudad, que había fracasado como limpiabotas y se enfrentaba sin retorno, a su repentina e inexorable muerte. En medio de las sombras en el abismo sin fin a donde se precipitaba en caída libre, al puro final, en el fondo, un confortante resplandor que surgía en medio de coloreadas nubes, lo acogía, lo envolvía, ¡qué maravilloso era todo eso! Era un lugar cálido en donde flotaba sobre anaranjadas y aterciopeladas nubes. El intenso resplandor lo obnubilaba, era imposible distinguir lo que sucedía a su alrededor pero eso no le importaba porque todo era placentero y acogedor, ¿sería este el paraíso? Pero de repente – la vida y muerte son incógnitas-, sintió que una fuerza desconocida lo apartaba de su ensoñada estadía, ¿pero por qué si me encuentro tan bien?, y casi imperceptiblemente oyó una voz dulce, profunda, tranquila, lejana, que le susurraba: – Regresa hijo, regresa tienes que realizar cosas grandes en la vida, la gente te necesita, regresa, no ha llegado tu hora todavía.
Fantasías quizá, puras imaginaciones de un niño moribundo, cosas que sólo suceden en momentos límites o posiblemente se inventan, la mente es insondable, sucesos quizás que se enfrentan al pisar el umbral de la muerte, talvez a todos nos sucederá o solo a un niño pobre, con hambre, desnutrido, en su primer día de trabajo, nadie lo sabe, tampoco se sabe si finalmente este limpiabotas novato sobrevivió a su tragedia y regresó a la vida como la voz profunda se lo decía. Si lo hizo, si la vida le dio otra oportunidad – nunca llegó a saberse -, y recuperó la salud después de tan lamentable accidente, seguramente es uno de esos hombres prudentes, sabios, generosos, tal vez en una silla de ruedas, que en una esquina cuando le preguntamos una dirección, nos responde con una dulce sonrisa que nos llena de felicidad y esperanza, tranquilo hombre yo lo guío.