CLARABOYA
UN NIÑO Y LAS GUERRAS
Por: Álvaro Darío Lara
Es Hugo Lindo, sin ningún resquicio para la duda, uno de los más importantes poetas salvadoreños. Lo es por una voz de gran factura lírica y lo es, por lo sostenido de esa voz a través del tiempo. Basta tomar cualquiera de sus obras poéticas, desde las iniciales hasta las últimas, para constatarlo.
Hace ya muchos años, leí profundamente conmovido su poema “Ha muerto un niño”, inspirado en la tragedia de su hermano Herbert, caído en el contexto de los dolorosos y sangrientos hechos del fin de la dictadura de Hernández Martínez.
Al leerlo, y pese a mi juventud, comprendí y confirmé una idea que siempre he pensado, mejor aún, sentido, que es una facultad superior a la primera, aunque muchos no lo crean así. Se trata de la oscura naturaleza de las guerras, incluso de aquellas que se proclaman justas y necesarias, sobre todo, cuando las libran -como siempre- los jóvenes, instigados por los viejos. Para luego, finalizarlas los viejos, dejando a los jóvenes, tendidos en las llanuras tétricas del horror, o lo que es peor, vivos; pero muertos para siempre. Esa es la historia de la humanidad en todas sus épocas y confines.
Recuerdo una imagen, aparecida en un rotativo nacional, que me impactó tiempo atrás. Se trataba de un grupo de jóvenes combatientes suramericanos, poco importa si eran soldados o guerrilleros, que yacían masacrados en un verde campo. Terriblemente jóvenes, terriblemente limpios, terriblemente muertos.
Y sólo pude comprobar cuán ciertos eran los versos de don Hugo, ahora evocados: “Diecisiete años de esperanza/por un minuto de ardentía. / ¿Si tuvo Patria? No más patria/que su ideal de flor purísima/pues lo demás era jauría, /hato, redil, manada y piara”.
En “Lápidas de la guerra civil”, el poeta Waldo Chávez Velasco, nos ofrece el poema “Dos cruces en la neblina”, más que ilustrador. Dice así: “Juan Ramón, el carbonero, /como único capital/ tuvo dos hijos varones. / Uno se volvió artillero/ de la unidad de cañones/ de la Guardia Nacional. / Otro se hizo guerrillero. / Dos cruces en la neblina. /Todos, todos/duermen en la colina”.
Bajo el sol ardiente marchan los veteranos de todas las guerras, exhibiendo sus muñones, sus condecoraciones, sus sucias y raídas guerreras. Marchan juntos. Ahora qué más da, si fueron troyanos o tirios. El dolor, la indiferencia, el abandono los une.
Para las polis importan las flotas mercantes, los esclavos, la expansión imperial, no aquellos infortunados que nos remiten al ayer. Importa el hoy, a cuyos frentes de guerra, siguen yendo los jóvenes, en cualquier región del mundo, para salvaguardar una falaz y brutal patria que sólo existe en el despiadado ajedrez que tiene amos.
Un extraordinario poeta nacional, José María Cuéllar, escribió uno de los más hondos poemas en lengua castellana, me refiero a “Guerras de mi país”, aparecido en su libro “Crónicas de Infancia” (1971), y del cual me permito extraer los versos finales, para rubricar mi rechazo a todas las guerras, y mi voto enardecido a favor de la paz, fruto de la justicia y de la libertad.
Sea con nosotros, entonces, la salvífica poesía: “…en mi país hubo la guerra de independencia/ y la guerra de Anastasio Aquino/ y la guerra de los confederados/ y la guerra de los idealistas/ y la guerra del 32/ y la guerra de las cien horas/ y la guerra de los guerreros/ y nunca hubo vencedores ni vencidos/ sólo mujeres sin seno/ hombres sin testículos/ niños con la lengua de fuera/ ovillados junto al terror/ como una estatua antigua/ como un terreno baldío/ como el paisaje más triste de la segunda guerra”.
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