Luis Armando González
En El Salvador, el impacto mayor de la epidemia de coronavirus pareciera estar en disminución, aunque ello no quiere decir que la situación no siga siendo delicada. La llegada a término de la crisis sanitaria no será, como algunos creyeron, en una fecha precisa, a partir de la cual –un día después— la epidemia habrá quedado atrás. Será un proceso que se irá diluyendo –si no hay rebrotes graves— en el tiempo, hasta un momento futuro que, por ahora, es impreciso. Partiendo de la situación actual, cuando las actividades económicas y sociales paralizadas por la emergencia comienzan a reactivarse, es evidente –para cualquier persona razonable— la urgencia de realizar un “recuento de los daños” dejados por la crisis sanitaria en los diferentes ámbitos de la realidad nacional. A partir del mismo, se deberían de diseñar las líneas de acción prioritarias, estatales, empresariales y sociales, en los próximos meses o incluso en 2021.
La sociedad salvadoreña, sus instituciones y su aparato económico han padecido un fuerte choque que, entre otros aspectos, ha generado el cierre de empresas, la pérdida de empleos, la reducción en los ingresos familiares y, con ello, el aumento en los niveles de pobreza. No hay que ser especialmente lúcidos para entender que este rubro es una indiscutible prioridad nacional. Pero, claro está, el recuento de los daños no debe centrarse sólo en los aspectos económicos.
El sistema de servicios públicos –y no solo el sistema de salud— también han padecido el impacto de la crisis. Además de las muertes en el sector salud, las instituciones públicas –policía, ejército, salud, educación, y otras— fueron tensionadas en sus capacidades efectivas, lo cual no puede ser obviado en un recuento de los daños. La población salvadoreña es, sin duda, la que estuvo sometida a las mayores presiones y amenazas, comenzando con el impacto mortal del coronavirus en muchas familias. Una revisión de los datos aparecidos en Internet informa de 640 personas fallecidas a la fecha, según datos oficiales. No se trata aquí de entrar en la controversia acerca de esos datos; de hecho, un recuento de los daños, riguroso y objetivo, debería contener la cifra que mejor se acerque a la realidad tanto de personas fallecidas como de personas contagiadas, y su sexo, edad, lugar de residencia y condición de salud. El asunto es que varios cientos de familias perdieron a sus seres queridos, quienes seguramente eran soporte no solo material, sino afectivo de sus hogares.
Asimismo, mecanismos de convivencia familiar y comunitaria se vieron alterados, tanto por ausencia forzada de sus integrantes –que no pudieron moverse durante varios meses por estar hospitalizados, fuera del país o en centro de resguardo— o por haber fallecido. Hay que tomar en cuenta que quizás todas, o una buena parte de, las personas que murieron en las cuarentenas no recibieron un entierro merecido, en el que sus familiares y amigos honraran su memoria y les dieran el último adiós. Para quien minusvalore el peso simbólico de los velorios y los entierros, el tema puede resultar menor. No lo es para las familias que, en algunos casos, ni siquiera pudieron velar a sus difuntos. Esto es, también, parte del recuento de los daños que hay que hacer. Junto a ello está la alteración de las dinámicas de convivencia en ambientes reducidos y precarios, en los cuales los integrantes de los grupos familiares tuvieron que vivir con temores y tensiones de todo tipo: demandas de los menores de edad, necesidades económicas, relaciones de pareja e incertidumbre sobre lo que vendrá después, una vez que se perdió la fuente de ingresos.
Extramuros de las dinámicas de convivencia familiar y comunitaria –que fueron más complejas de lo indicado aquí—, la institucionalidad del país también se vio fuertemente tensionada y erosionada en sus capacidades de actuar de manera concertada ante una situación que lo ameritaba. No se trata aquí de culpar a nadie en particular; sí de señalar que si no se reconoce esa erosión será imposible crear los mecanismos que permitan superarla. El momento actual es una oportunidad para que los líderes de los poderes estatales diseñen una estrategia de concertación que, además de mejorar la vida de la gente, les rinda los debidos réditos políticos. Esa estrategia debe abrir una puerta al diálogo y los acuerdos con el sector empresarial, en su diversidad; y otra con el movimiento laboral-social, los gremios y las universidades. Estas últimas también merecen un lugar en el recuento de los daños, pero no por la pérdida de rentabilidad, sino porque no pudieron aportar conocimientos cuando más se las necesitaba. Muchos de sus docentes e investigadores, además de verse afectados en sus ingresos, se vieron limitados en sus actividades académicas, con lo cual sus estudiantes y la sociedad salieron perdiendo. En un recuento de los daños, la educación superior no puede estar ausente.
En fin, lo que aquí se ofrece es un puñado de ideas para incentivar a que se realicen los diferentes diagnósticos sobre el impacto del coronavirus en las diferentes esferas de la vida nacional. En la primera línea de estos esfuerzos de diagnosis deberían estar las instituciones universitarias y sus investigadores. Esto no debe hacerse por veleidades académicas o para presumir de cuánto se sabe, o de los títulos que se tienen, sino como un servicio al país, como un servicio a la sociedad salvadoreña.
Deben dar su aporte todos los que, en las comunidades académicas o fuera de ellas, tengan las capacidades y la voluntad para hacerlo.