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Un Sábado después de la guerra (2a. entrega)

Tercer capítulo de la novela escrita por alfonso velis tobar para tres mil

Alfonso Velis Tobar
Poeta, cheap investigador y ensayista
M.A Carleton University

La casa ocupa un amplio terreno, view un cuarto de manzana. Un patio inmenso lleno de vegetación, buy viagra con árboles de naranjas dulces y agrias, tres árboles de duraznos melocotón, un árbol de clavo, de aguacate, casi al centro del patio, un enorme árbol de anono,  allá al fondo en una empinadita el excusado de fosa para los grandes y otros dos pequeñitos para los niños bien limpios, asegurados; a un lado de aquel inmenso jardín, se levanta, una hermosa pila, como de metro y medio de profundidad, larga, ancha, como pequeña piscina, con dos enormes lavaderos y un baño de madera, con regadera que cae muy fuerte, frente al inmenso Jardín, distribuido en arriates, en forma de estrellas, con gran variedad de flores que adornan, el ambiente de todos colores y fragancias, abundaban matas de florifundias, plantadas por mamá, quien tenía buena mano, altas matas de Izote, que florecían año con año. Una mata de Salvia Santa para te de las noches, matas de espinacas, moras, verdolagas, una sombreada mata de güisquiles espinudos, pero muy sabrosos para comer. Un huerto sembrado de vegetales. Así como a un lado un pequeño gallinero, con gallos, patos, gallinas ponedoras y muchos patitos y pollitos pillando y pillando. Garibaldi recuerda, que cuando no habían construido el pequeño gallinero, las quince o veinte gallinas, que diariamente picoteaban por el patio, corrían al encuentro del cacareo que imitara su mamá Margarita para coger el maicillo. Estas gallinas que picotean en el patio, se iban a dormir al árbol de “anono” de sabroso frutos, todos los días, como a las seis de la tarde. Después su mamá y su papá decidieron comprar, otras cuarenta gallinas con sus gallos mañaneros, se las compraron a la niña Angelina Lemus, a la que dicen, que le gusta echarse  sus pachitas de guaro muy seguido. Así cuenta su hermano don Luis. Así cuenta su sobrina la Emmita, que un día se casarla con Garibaldi por esas cosas del destino, procreando un día cuatro retoños, que ahora son todo su orgullo; aunque él, todavía no lo sabía.  Fue cuando don Toño puso a Beto Zetino, quien todavía no se había hecho policía, con ayuda de su  tío Nancho,  quien era buen carpintero. Nanchito Tobar, hijo, que vive al lado de la casa, que lleva el mismo nombre de su papa Don Venancio Tobar, famoso  medico y alcalde del pueblo muchas veces. Entonces don Toño los contrató, junto con Andrés Mata, otro tío de la familia,  para construir el gallinero, a lo largo del tapial de adobe, que da a la calle que pasa frente a la casa, que ocupa la cuarta parte del patio junto a la enorme mata de güisquil, que sembró su  abuelito don Manuel, que da al jardín en forma de estrellas. Hay una parte también del patio, casi en una esquina, que da a la calle y en linderos con el cerco del cafetalito de la niña Clarita Rivas. De modo que hacia aquel gallinerito corría  Garibaldi todos los días, mandado por su papá, a recoger algunos huevos, en un canastito de junco. Para que luego, después al ratito éstos fueran preparados bien fritos, estrellados, picados con chorizo a la “ranchera” con salsa de tomate, ajo y cebolla picada revueltos en orégano, salsa Perry, con Tabasco, acompañados, por ¡aquellos frijolitos colochitos de tan refritos!, desayunos, que con plátanos fritos,  queso crema de la niña Delia; aquella graciosa vendedora que bajaba desde Nahüizalco cada semana. Aquellos suculentos desayunos que sabían exquisitos desde las maestras manos de su mamá y de  la tía Mary, acompañando las tortillas calientes, recién saliditas del comal, que abundaban de rimeros en el enorme poyetón, mientras el café borbollando, bien caliente, leche espumeante viene tumbándose, el chocolate hirviendo con tostadas, que la tía Trine hace en casa, desayunos y cenas, acompañados con tortillas bien calientitas, que brotaban de las manos de la tía Mary, quien torteando,  palmoteando, moldeaba la masa en hermosas   lunas encendidas, doradas en el comal.  De  las pupusas, de nuestra casa, mejor ni se diga nada, desde papelillos. “! Ardientes,  perfumadas con loroco! ¡Con queso, chicharrón y frijoles! – como dice el hermano Castrorrivas.  Garibaldi, desde que nació, tenía en su casa,  esa nana tan querida, que más o menos llegaba a los cincuenta años, a quien junto con sus hermanos y hermanas,  llamaban tía Mary. Era quien folklóricamente bailaba su cintura, cuando amasaba sobre la piedra de moler, desde un inmenso comal de barro, con aquel gran juegarón por debajo, al mismo tiempo, la tía Mary, cantando himnos y alabados a Dios,  nuestro Señor cada mañana. Era cosa de oírla todo el día, como cigarra cantora de los veranos; quien solía hablar de la biblia, pues era muy evangélica, decía que no podía vivir sin alabar a Dios y a Jesucristo bendito cada  día;  como siempre entre las comidas le oíamos cantar y con qué amor aquellas tortillas, las sabrosas popusas,  menuditas y suaves al paladar de todos. La cocina fue siempre uno de mis aposentos de entretenimientos favoritos y hasta para oír las historias de los vecinos que visitaban a su mamá por las tardes. Hablaban de todo aquellas vecinas y tías de Garibaldi que evocaban su tiempo, se contaban todas sus aventuras, sus picardías  de cipotas hermosas que fueron, pues daba gusto oírlas, la verdad  ¡si que costaba dejarlas solas!…
Quizás  no se podía dejar de hablar de esta casona con su inmenso patio, de recorrerlo de punta a punta, y si querías ir al instante al parquecito, a la escuela, a la plaza del mercadito, a la alcaldía vieja, a la iglesia, al convento, al telégrafo, inmediatamente solo desde dentro de nuestro patio, te atravesabas un portoncito de gradas de madera  y con una sola zancada estabas allí mismo en dichos lugares, más bien en el mero parque, abarcando con una sola mirada todo aquel panorama del pueblito rodeado de altas colinas y viendo aquel Cerrito Texizalt la “Z” dibujada por el trajinar de sus visitantes para llegar hasta la cima para tocarla desde aquí con la mirada, aquella enorme cruz del Calvario en la mera punta, quizás, ella mirando hacia nosotros en su bello horizonte del paisaje, visto desde la cumbre de aquel cerrito que nos servía de columpio en cascaras de palmera, para deslizarnos cuesta abajo con grande alegría de cipotes desbordando de emociones entre aquellas praderas, caminos y bosques tupidos aledaños al pueblo.
En fin era una hermosa casona muy amplia en su interior, muy ventilada todo el tiempo, dos salas enormes con tragaluces de colores, rozados, rojos, azules y celestes, tragaluces  que pendían sobre las puertas y ventanas de las dos enormes salas, separadas por un hermoso arco de madera, con espaldares de ladrillos, hermosas bases del arco donde hasta nos sentábamos y saltábamos. Dormitorios donde todos dormíamos cómodos,  separados por canceles de madera muy vistosos, un amplio corredor que daba  al fondo con el cuartito de mi abuelito Manuel, ir al comedor a través de otro pequeño arco muy vistoso de cemento de colores encendidos, al estilo de Vangoh, pequeño comedor con ancha ventana, el cuadro de la “Ultima cena” de Leonardo da Vince al fondo, una cocina larga de plancha de hierro, un horno una chimenea. También si extendías la mirada, desde el interior de la sala, allá al fondo de la cocina al lado de otra ventana, mirabas el enorme lavadero de trastos; a un lado del mismo estaban incrustadas, las finas tres piedras de moler, donde las muchachas solían bailar sus caderas, moliendo rítmicamente toda clase de especies, para condimentar las comidas, las sopas con hierbas y culantros olorosos, confeccionar aquellas doradas quesadillas, aquellos  Chiles rellenos, embutidos de su mamá, el dulce de camote, el chilate, las torrejas de Semana Santa, el café caliente de las tres de la tarde, con tamalitos de elote y todo ese sabor para el claror del paladar. Sin olvidar el arroz con leche todas las mañanas, antes de irse a la escuela. En fin aquella hermosa casa que terminamos un día dejándole abandonada como ahora está, muriéndose a pedazos, sola, muriéndose del olvido,  pero siempre sigue allí parada, pintada de paisajes, pintada de paisajes sus paredes, de mohos oscuros, pero mágica para los sueños que confiesan lo que he vivido. AVT/05/14.

Ver también

Amaneceres de temblores y colores. Fotografía de Rob Escobar. Portada Suplemento Cultural Tres Mil. Sábado,16 noviembre 2024