Proyecto Cultural Sur Vancouver
Sexo o amor, terruño o ciudad
A fines de los años noventa los productores de televisión de Estados Unidos iniciaron la transmisión de una serie llamada Sex and the City, una idea de Candace Bushnell que finalizó el año 2004. En Estados Unidos la palabra “sexo” ha sustituido la palabra “amor”, porque el individualismo que aprecian los habitantes de ese país los lleva a casarse tarde, después de los treinta años, a tener hijos casi con cuarenta de edad. Primero buscan consolidar una posición en sus empleos, hacer dinero, tener “sexo” y dejan el amor en último lugar.
En América Latina la palabra amor es insustituible, se usa en temas religiosos, amor a Dios, o en sociedad, amor a la Patria, a los hijos, etc. Ello provoca sentimientos que parecen equivalentes, el amor a la familia es parte del amor al país o a los parientes más lejanos. Nadie pensaría en sexo cuando tratara de caracterizar la importancia que tiene el lugar donde vive, o las fiestas patrias, o el país o la nación.
Convendría usar palabras distintas, lo cual es algo que sólo pasaría al cambiar las formas de vida. La publicidad se ocupa de guiar los gustos de las personas pero su efecto dura según se equilibre en el mercado: cuando el hábito establecido por un producto ya no requiere campañas de reforzamiento intensivas, deja de ser novedad. Y cuando eso no ocurre el producto va desapareciendo de las preferencias de los clientes. Permanecen marcas que en los anaqueles de las tiendas. Ya no pensamos por qué llevar una marca y no otra, aunque sabemos que se debe a órdenes sutiles, “llévalo, no hay mejor”. Como sea, las marcas que van bien hacen cambios, ofrecen algo mejor, compran marcas competidoras, tratan de abarcar todo. Y no sabemos qué sigue.
Las celebraciones cívicas pasan por periodos diversos. En las escuelas de educación inicial son constantes. En la vida pública siguen un calendario: el día de la independencia, el día de la bandera, el día de algún político más o menos aceptable.
El amor por la patria no es lo mismo que el nacionalismo. Las fronteras contribuyen a que creamos que el lado donde vivimos es diferente al lado de nuestro vecino. En la época hispánica los territorios eran vastísimos, fueron llamados Nueva España, que tuvo capitanías, como la de Guatemala, que abarcó lo que hoy son Chiapas, Guatemala, San Salvador, Comayagua u Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Y en el siglo XX prosperó la designación de “matria”.
Los diversos usos de la frase “patria chica” muestran que la gente busca cómo guardar su pertenencia en lugares distintos al de sus orígenes, como quien emigra de una ranchería o pueblo a una ciudad. En esos repartos hay un espacio que se reserva para compartir con quienes vienen de otras patrias chicas, alguien del norte que se encuentra con alguien del sur, que pertenecen al mismo país. Y luego están los políticos, en busca de una unidad superior, la nación, que es lo mismo que país pero que ha sido dotado de cuantas referencias se pueda para distinguir, unir o separar. Un ejemplo doloroso es la partición que se hizo de México en el siglo XIX, donde siguen conviviendo personas de origen hispano con gente de origen anglo. Pertenecer a esa nación, Estados Unidos, volvió obligatoria el habla inglesa, para evitar la dispersión y contribuir al reconocimiento de todos los habitantes del mismo territorio, pero seguimos siendo diferentes.
De manera que hoy es posible que la “verdadera” patria, o matria, sea la que hemos construido dentro de nuestras casas, o en nuestro pensamiento, algo más que unos cuantos metros de tierra. Celebrar un “día de la raza” no es más que la ocasión para unirse en un destino común con quienes habitamos un lugar que, por fortuna, es más grande: es un continente, desde Argentina hasta México y pasando por el Caribe, con Cuba, que fue de los últimos lugares en independizarse de España.
Hoy, cien o más años después, celebramos el tener dos patrias, una grande, América Latina, y una chica, el lugar que conocemos más porque es donde vivimos, con todas nuestras diferencias.