Iván Escobar
@DiarioCoLatino
“Comunistas” fue el calificativo con el cual se le denominó a todo aquel salvadoreño que en la década de los 30s se atrevía a exigir sus derechos a un sistema que era flanqueado por la oligarquía cafetalera de la época.
Este 22 de enero se cumplen 88 años de la mayor masacre cometida por el Estado salvadoreño, en la cual se aplicó una medida de exterminio contra las poblaciones indígenas, en especial aquellas ubicadas en el occidente del país. La fecha del 22 es simbólica, ya que enero en realidad fue el mes de mayor inestabilidad social en el inicio de aquel fatídico año, en el cual la muerte campeó en un oscuro momento de la historia nacional.
Muchas han sido las investigaciones que a partir de aquel suceso se han conocido. Aunque en un primer momento el tema solo era discutido en el ámbito académico y en escenarios internacionales, poco a poco la temática fue cobrando interés entre historiadores, investigadores, periodistas en el país que han comenzado a explorar en torno al porqué de aquella gran masacre, que muchos consideran fue la mayor represión del sistema contra las poblaciones indígenas. Algunos contabilizan hasta 30,000 asesinados, otros hablan de cifras menores o mayores.
En realidad, el punto no es la cantidad, sino los efectos que, a más de ocho décadas de aquel oscuro 1932, dejó en El Salvador. Invisibilización, pobreza extrema, negación, ocultamiento de sus tradiciones, pérdida del uso de sus vestimentas, y lo mayor y hasta la fecha insuperable, el ocultar su lengua ancestral, a tal punto de llegar casi al exterminio de la misma en el presente.
El náhuatl, la mayor identidad de las poblaciones indígenas salvadoreñas, su herencia ancestral ha llegado al grado de casi desaparecer. Si no fuera por algunos esfuerzos académicos y alejados al Estado, la lengua ancestral a esta fecha se hubiera perdido. Hoy hay programas desde el Ministerio de Educación y algunos esfuerzos de nahuahablantes que han logrado que el lenguaje cobre fuerza y comience un despertar, pero en algunas comunidades aún se resguarda con recelo características propias que no se comparten fácilmente.
En aquellos días, el sistema se encargó de encasillar al campesino y al indígena, en general, con el mote de “comunistas” por el simple hecho de exigir sus derechos, por reclamar sus tierras que gobiernos pasados les habían despojado para dar paso al rubro del café. Los ejidos y tierras comunales fueron despejadas de sus dueños tradicionales, las comunidades indígenas, y el Estado las pasó a manos de grandes terratenientes, quienes en poco tiempo se consolidaron como la “oligarquía cafetalera”, ubicada en gran parte en la zona occidental del país.
Y es que la caficultura había advertido Alberto Masferrer hacia la década de 1920, que las consecuencias sociales que se tendrían en el país tenían a la base “el monocultivo y concentración de la propiedad de la tierra”, nos recuerda Carlos Gregorio López Bernal en su libro: “Tradiciones inventadas y discursos nacionalistas: El imaginario nacional de la época liberal en El Salvador, 1876-1932”.
Esta misma investigación plantea que “aunque las posibilidades de triunfo de la insurrección eran mínimas, esta se produjo en enero de 1932, afectando en mayor grado la zona occidental del país, que era un importan centro cafetalero”.
En tanto, el autor destaca que “(…) a partir de 1932, la concepción de la nación y las actitudes hacia el nacionalismo hayan cambiado (…)”, en referencia a que el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez, quien llegó al poder en diciembre de 1931, a través de un golpe de Estado contra Arturo Araujo, luego de la masacre usa el discurso nacionalista y unificador para “superar” la crisis y ganarse incluso la aceptación de las clases populares.
Desde Araujo ya había represión
Mucho se ha señalado a Martínez como el responsable principal de la masacre, por ser él quien estaba al frente del gobierno central y quien da las ordenes al Ejército para disuadir el intento insurreccional, que acabó en masacre.
Pero poco se dice que Araujo también aportó a que el ambiente estuviera caldeado ya para enero de 1932. Si bien se le llegó a considerar un presidente proveniente de un amplio apoyo popular, la investigación de López Bernal señala que en un momento no logró dar respuesta el nuevo Gobierno a las necesidades principales de la población, y poco a poco la masa que le apoyó electoralmente se volteó en contra de él, a esto se suman los grupos de poder económico, en particular los cafetaleros que no sentían cierta comodidad con un Gobierno muy a favor de las grandes mayorías.
Es así que a los pocos meses de llegar al poder, Araujo enfrenta las protestas sociales y se da la primera “represión”, el 27 de mayo de 1931, contra una manifestación calificada de “comunista” y que el Gobierno reprimió.
Este accionar represivo y el constante mensaje de atribuir a la protesta pública, el tema de los “comunistas” creó en el imaginario de la población que el termino era negativo y todo aquel al que se le atribuía sufría marginación o persecución.
Al llegar Martínez al poder, la situación social estaba muy tensa y la gente estaba decidida a no seguir aguantando mentiras, y pedían se cumplieran sus demandas. En la ciudad, el movimiento sindical, los trabajadores en general no resistían más el nivel de pobreza que se vivía y el Partido Comunista Salvadoreño, que sí tenía cierta incidencia en situaciones populares, se sumaba al accionar.
Pero el mayor malestar estaba presente en el campo, entre los campesinos y poblaciones indígenas que eran explotados por los grandes terratenientes cafetaleros.
Flor Castaneda, originaria del municipio de Nahuizalco, en el departamento de Sonsonate, es descendiente de una familia indígena y de las cuales sufrieron en carne propia la represión. “Nuestros abuelos fueron masacrados, sus derechos pisoteados y despojados de sus tierras”, recuerda la ahora diputada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
La parlamentaria considera que la masacre en el occidente del país sigue presente en pleno 2020, y es la muerte y persecución desatada desde la noche del 22 de enero de 1932 que no logra superarse 88 años después.
En conclusión -a 88 años- si bien las poblaciones indígenas han logrado reivindicar ciertos derechos, hace falta mucho por hacer. En 2014, el Estado salvadoreño reconoce a través de una enmienda a la Constitución de la República la existencia de poblaciones indígenas y, en 2017, el gobierno del profesor Salvador Sánchez Cerén aprueba la política nacional de poblaciones indígenas. Hoy en día, las poblaciones luchan y siguen resistiéndose a ser atropelladas, sus comunidades siguen carentes de servicios básicos y sus templos sagrados son sustituidos por urbanizaciones privadas que les continúan despojando de sus tierras, ejemplo de esto último es la destrucción sistemática que va dándose en contra de Tacushcalco, siempre en Sonsonate. La noche aún no pasa sobre los pueblos del occidente salvadoreño.
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