Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Existe en el país un mito muy difundido que idealiza a los salvadoreños, identificándolos como seres extraordinariamente trabajadores y nobles. Por el contrario, también existe la percepción que somos violentos por naturaleza.
Posiblemente ninguna de estas dos afirmaciones sea completamente cierta en su totalidad. Las generalizaciones siempre tienden a ser muy peligrosas tanto en el caso de lo individual como en el ámbito de lo colectivo. Sin embargo, si revisamos la historia, lo que parece irrefutable es la terrible historia de violencia que nos ha distinguido, por distintas razones: estructurales y culturales.
Recuerdo que cuando era niño, siempre me llamó la atención los constantes e innumerables homicidios, altercados, heridos, y otros hechos de sangre que llenaban a diario las páginas de los periódicos nacionales. Eran frecuentísimos los titulares que informaban de «ultimados», «baleados» y «macheteados», tanto en el campo como en la ciudad. La mayoría de los casos tenían a su base motivaciones de distinto calibre (machismo, celos, envidias y acaloradas discusiones por asuntos de propiedad), donde el alcohol intervenía macabramente. A este tipo de violencia se sumaba la que desataba el Estado mediante los llamados cuerpos de seguridad de la época, que fueron desnaturalizándose en su función ciudadana hasta convertirse en instrumentos de represión política.
Ya en los años de gran agitación social, de parte de los sectores revolucionarios, la violencia fue adquiriendo otras modalidades, que convirtieron el país a finales de los 70 e inicios de los 80 en un verdadero polvorín. Polvorín que desembocó en la guerra civil, con sus subsiguientes secuelas sociales.
En la posguerra perdimos la posibilidad de consensar un proyecto de país, donde los diferentes sectores involucrados pudieran hacer viable una mejor sociedad. Y en los últimos tiempos, por desgracia, la violencia organizada, la corrupción y la falta de patrióticos entendimientos, nos extravió aún más en el camino de convertir el país en una auténtica Nación.
A pesar de todo, una decisiva apuesta a la educación, a la cultura, a los valores superiores del alma, que civilicen nuestra incapacidad de sobrellevar las diferencias y de reaccionar ante los problemas violentamente, será siempre un factor de enorme esperanza. Las nuevas generaciones no merecen este lastre de verdadera barbarie que hasta ahora, nos ha minado dramáticamente.
Por ello, don Alberto Masferrer, conocedor exhaustivo del corazón humano nos dice: «Sin pan, no podemos vivir. Sin luz tampoco. La religión de Budha enseña que la ignorancia es la raíz de todos los males. Por ignorancia se asesina, se roba, se miente, se usurpa y se tiraniza. Dondequiera que encuentres envidia, odio, desesperación, servidumbre y despotismo, si escudriñas, encontrarás que hay ignorancia total o parcial. Desde el momento en que el hombre comprende, llega al fondo de las cosas, deja de hacer el mal».
Con esto reiteramos el credo masferreriano que establece, que más allá del cambio en las condiciones materiales de vida, la transformación moral por la vía de la educación y la cultura, constituye una apuesta impostergable, y, definitivamente, salvadora.