Lourdes Argueta
Abogada
“Se dice que no se conoce un país realmente hasta que se está en sus cárceles”, una frase inmortalizada del líder sudafricano Nelson Mandela, quien fue un preso político y que en su honor por promover condiciones de encarcelamiento digno, el respeto a los derechos humanos y sensibilizar que los reclusos son parte integrante de la sociedad, entre otras luchas, la Reglas Mínimas de las Naciones Unidad para el Tratamiento de los Reclusos, llevan su nombre, un instrumento jurídico de orden internacional adoptado por el Estado salvadoreño, y por lo que no debe ser desconocido por ningún ciudadano y, mucho menos, por las autoridades estatales. Se trata de un tema que es importante que nuestra sociedad analice, a propósito de las declaraciones recientes del mandatario salvadoreño en Costa Rica, en las que ridiculizaba de alguna manera el deber de garante que tiene el Estado salvadoreño frente a las personas privadas de libertad.
Tanto la Constitución como los Tratados Internacionales son normas de derecho fundamental que ordenan, prohíben o permiten una determinada conducta, debido a la relación natural existente entre particulares y de estos con el Estado, siendo unos los poseedores de derechos y otros como sujeto de obligaciones; en este sentido, en materia de derechos humanos el Estado es el principal responsable de tutelar todos los derechos humanos sin distinción entre los privados de libertad y los que gozan de plena libertad ambulatoria, y que de acuerdo a la jurisprudencia de nuestro país, bajo ninguna circunstancias se deben sacrificar, desconocer o anular una manifestación de un derecho para hacer prevalecer otra manifestación de otro derecho.
Si bien es cierto, el sistema penitenciario de El Salvador a lo largo de los años ha venido presentando vulneraciones a las personas que se encuentran privadas de la libertad, afectando los derechos fundamentales de los reclusos, en especial la violación de la dignidad humana y por ende los derechos humanos con los que cuenta cada persona, estas situaciones se han venido presentando de forma reiterada, y aun cuando hay una constante denuncia, no hay poder en este país que detenga el abuso de autoridad, y, por el contrario, buscan mediante la palabrería legitimar su actuación arbitraria, buscando aceptación en la población, y de esa manera lograr que se naturalice en el país un régimen carcelario violador de derechos humanos, propio de un sistema político autoritario.
Para abordar esta situación hay que tener un poco de ética y solvencia, y no pretender justificar la anulación de derechos fundamentales excusándose en la predominancia de un derecho sobre otro, sin desvirtuar que ningún derecho es absoluto, porque existen límites al ejercicio de los mismos en razón de la armonía en el ejercicio de esos mismos derechos por parte de los demás individuos y por lo que hay normas jurídicas que tipifican las conductas lesivas a bienes jurídicos protegidos por el derecho penal, y para lo cual existe el poder punitivo del Estado, pero este poder tampoco es absoluto, también tiene límites en la misma constitución y el derecho internacional sobre derechos humanos, así como en principios fundamentales que rigen el sistema penal, y normativa jurídica que establecen las directrices de los sistemas y regímenes carcelarios.
Como seguirán sosteniendo que no hay violación de derechos humanos, cuando existen testimonios de familiares de detenidos y de personas que estuvieron sometidas a un régimen carcelario, así como de organizaciones de derechos humanos que presentan registros de una gran cantidad vulneraciones a mujeres y hombres por tratos degradantes, lesivos a su dignidad, entre ellos, casos de pacientes con enfermedades crónicas, a quienes según denuncias de sus familiares, no les permiten ingresar medicamentos, ni les garantizan ningún tipo de tratamiento clínico. Hay ejemplos de estas situaciones como los casos expuestos recientemente de dirigentes de organizaciones sociales de oposición al gobierno, como lo es Atilio Montalvo y José Santos Melara, pero sabemos que no son los únicos.
En este sentido, las declaraciones del mandatario en Costa Rica ameritan ser analizadas por las connotaciones implícitas a nivel político y jurídico; la narrativa oficialista tiene como propósito posicionar su modelo de persecución y represión de la delincuencia organizada, haciendo alarde de un tema en el que aparentemente hay resultados concretos, por haber barrido las calles de la delincuencia más temida, como lo son las maras, aun cuando sabemos que no es la única expresión de delincuencia en nuestra sociedad.
Si se instala la versión oficial y superficial sobre el combate a las pandillas, las estructuras financieras del crimen organizado se mantendrán impunes administrando y lavando el dinero producto de las diferentes formas de delincuencia con las que han operado por décadas en nuestro país. Hasta ahora, no se ha conocido de ningún golpe fuerte a esas elites del poder económico detrás de las pandillas, como si lo fue en julio de 2016 la Operación Jaque, que logró desmantelar la red de financistas de una de las principales pandillas que navegaban como pastores de iglesia, empresarios y emprendedores en diferentes rubros de la economía del país.
Pero, además, el combate real y efectivo a las maras y toda expresión de terror y violencia en la sociedad, se hace mediante una política integradora del deber de prevención, persecución, represión y resocialización del delincuente. Sin embargo, en materia de prevención no se hace un combate a las causas que originan la violencia social, como lo es la desigualdad, la exclusión y marginación, el desempleo, la migración, la falta de fuentes laborales, entre otros fenómenos que propician escenarios para la propagación de violencia y criminalidad. Mientras estas causas persistan, es legítimo analizar la sostenibilidad de estas medidas en el tiempo.