Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y Editor
suplemento Tres mil
En casa de mi abuela Josefina hay un ejemplar de Tierra, un libro de Ricardo Lindo que leí en mi adolescencia, pero que no comprendí. Y esa era mi única referencia de él, además de ser hijo de don Hugo Lindo. Para mi abuela era un libro estupendo que leyó incontables veces, por lo que a mí me terminó inquietando.
Un mediodía me reuní con Giovani Galeas y Carlos Santos (el de La casa en Marcha) en La Placita. Y ahí estaba ese señor de barba cana inclinado frente a una bebida rubia espumosa. Era don Ricardo Lindo (1947-2016). Para mí era algo mágico, sentado con tres escritores de inmensa talla. Admiraba ese trío con todo y sus bemoles, evidentes y genuinos seres humanos y escritores.
Era 1999 y como todo escritor en ciernes tenía un incontenible deseo por publicar, muchas veces a riesgo de no dar lo mejor de mí. Así saqué un manuscrito desordenado al que había nombrado Lienzos de no sé qué. A don Ricardo le gustaron cuatro versos de los que había escrito, los cuales me dijo que iba a publicar en su revista Ars. Me emocioné, lo confieso. Y me sentí halagado, fue mi primera publicación en forma. Después me contó mi abuela que esa revista se encuentra en un par de cápsulas del tiempo que abrirán en 2099. En el
La amistad con don Ricardo fue avanzando y en ocasiones nos intercambiamos visitas y conversaciones. Conocí a muchos autores gracias a él. Y desde el principio logramos hermanarnos por descender de judíos sefardíes.
Con el inicio del milenio publicó una antología de poesía llamada Alba de otro milenio. En ella don Ricardo fue muy generoso conmigo y me publicó dos poemas de mi poemario Cantar bajo el vidrio, junto a la obra de muchos poetas que nacieron entre 1966 y 1979. Un material histórico hermoso con el sello de él.
Gracias a don Ricardo elaboré unos títeres hermosos del Cipitío y un sacerdote en 2002. Íbamos a montar un espectáculo de títeres basado en su cuento La burra de Suchitoto. Pero al final no se logró concretar, me quedé con los títeres que al final alguien por error los arrojó a la basura.
Después tomé mi camino y siempre me resultaba grato saber de él. La última conversación que tuvimos fue cuando me entregó su libro Bello amigo atardece en 2011, un año después de haberlo públicado la editorial Índole. Disfruté esa última platicada. Aunque no dejamos de vernos, porque fuimos vecinos en el bulevar Constitución nos cruzábamos, sobre todo los viernes por la tarde (como una ironía de la tradición de nuestros abuelos) cuando yo iba al supermercado, mientras él se retiraba.
Cuando me enteré de su muerte me puse a pensar mucho en el kadish, rezo que proclama la grandeza de Dios y que en los funerales judíos es leído por diez hombres circuncidados por el alma del fallecido. . Lo curioso es que un año más tarde soñé con él, justo el plazo para rezar el kadish. Él se me presentó entre nieblas y me dijo que necesitaba que recitaran el kadish por él. A la mañana siguiente busqué en la sinagoga al moré Eliyahu Franco y le conté. Me dijo que hablara con alguien para que lo hiciera en los tres rezos diarios, le pedí el favor a Caleb Sánchez que con gustó lo hizo. Cuando don Ricardo cumplió su aniversario de muerte se cumplió aquel deseo que me compartió en mi sueño, y mientras escuchaba repetir a la comunidad en hebreo “Ensalzado y santificado sea Su gran Nombre…”, pensé en lo increíble que resulta la conexión del individuo con la tradición, y como al final de cuentas la identidad es lo único que nos queda.
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