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Particularmente el siglo XIX fue muy propenso al uso del alcohol y las drogas, como supuestos estimulantes o inspiradores para la creación artística. Muchos autores románticos y modernistas tuvieron ese sino trágico marcado por el consumo excesivo de los brebajes etílicos, del opio, del hachís y de otras sustancias enervantes.
Los ejemplos y los autores abundan desde el Viejo Mundo, el Oriente, hasta el continente americano. Entre nosotros son memorables, entre otras, las páginas dedicadas a la experiencia del opio, narradas genialmente por el gran cronista don Arturo Ambrogi (1875-1936) en su magnífico libro “Sensaciones del Japón y de la China”. Dice el autor en su crónica “En el fumadero de opio”: “Hemos ido a pie hasta una callejuela de barracas de tablas. Ninguna clase de alumbrado; nada más que los reflejos descoloridos de unas cuantas linternas señalando difícilmente el paso. El olor a mugre, a cebolla cruda, a pescado seco, a vaina de arroz podrido, flota en el ambiente nocturno. Pero sobre él, se percibe, neto, sin mácula, un olor especial, un olor que ya hemos sentido en otras partes de dónde venimos. Es el olor del zumo de las adormideras: es el opio divino, cantado por los poetas… que no saben lo que el opio es en sí”.
Una lista de autores universales y locales, pronto nos confirma que un gran porcentaje de ellos tuvieron contacto consuetudinario desde el alcohol hasta los narcóticos más sofisticados de su tiempo. Y es que, desde luego, el artista como un ser tan sensible, tan creativo, tan imaginativo, suele ser presa fácil de cualquier sustancia que se capaz de proporcionarle un alivio pasajero a una vida, frecuentemente, tumultuosa.
Al respecto recuerdo que siendo adolescente leí el libro “Normas supremas” del joven pedagogo salvadoreño Camilo Campos (1899-1924). El prólogo estaba firmado por el Maestro Ceferino E. Lobo, mentor de Campos, y en un apartado refiriéndose a la sensible alma del autor, Lobo expresaba que como la realidad era tan dura, Campos había construido con alcohol su propia realidad. Esto me impresionó profundamente, ya que revelaba un perfil que luego detecté en mí y en una gran mayoría de artistas y escritores que fui conociendo.
El recuerdo de estos artistas y escritores, su talento, su terrible drama humano; aniquilados, consumidos por las drogas y el alcohol siempre me pareció injusto, indigno de esa altura tan elevada de su genio y de sus obras.
A pesar que yo también deambulé por esos laberintos siniestros, siempre tuve la convicción que era una falacia el carácter potenciador del alcohol y las drogas en la producción de la obra.
Quien posee talento y dominio del lenguaje de su arte logrará resultados estéticos maravillosos con o sin el uso de cualquier sustancia. Ya que la capacidad creadora, la facultad innata del artista no depende de ingerir, fumar o inyectarse ninguna droga. La capacidad va más allá. Lo admirable en el caso de muchos es que, precisamente, son grandes a pesar del consumo de sustancias, no por el uso de ellas.
No hay grandeza en el consumo, sólo sufrimiento, muerte, desolación. Sin embargo, cada quien es libre de hacer lo que desee con su vida, sin olvidar la famosa cita del poeta, dramaturgo y narrador irlandés Óscar Wilde (1854-1900): “Cada persona gastaba su propia vida y pagaba su precio por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas veces. Que hubiera efectivamente que pagar y volver a pagar y seguir pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba cuentas”. (De: “El retrato de Dorian Gray”).
Entre las figuras más sobresalientes de la noche neoyorkina de los años sesenta e inicios de los setenta, se destaca una bella flor: Edie Sedgwick (1943-1971) una niña que soñaba con ser actriz y modelo. Pero, sobre todo, que soñaba con ser feliz, una aspiración legítima para todos.
Proveniente de una rica y aristocrática familia del oeste norteamericano, sus antepasados se remontaban a los orígenes de esa nación. Sin embargo, su vida estuvo signada por un padre maniaco-depresivo y por la trágica muerte de dos de sus hermanos a causa de trastornos mentales.
Por lo tanto, para Edie, una cosa era clara, había que huir de todo esto, y en particular, había que huir de sí misma. Y desde entonces, Edie, quien ya había tenido severos episodios que pusieron en riesgo su vida, comenzó a huir frenéticamente. Lo paradójico era que, entre más huía, menos se encontraba. Lo que sí encontraba era un progresivo camino hacia la autodestrucción.
A pesar de su especial belleza, inteligencia y encanto personal, Edie Sedgwick fue rechazada formalmente por la industria de la moda. Apareció de manera esporádica en revistas de gran vuelo como “Vogue” o “Life”, pero sin lograr un sólido posicionamiento, esto debido a su consumo de drogas.
En 1965 conoció al artista pop Andy Warhol (1928-1987), un ícono del arte, con quien comienza una amistad que se traduce en la aparición de Edie en destacados filmes de Warhol, y en una presencia pública que cada vez se vuelve más atractiva, por el singular estilo de vestuario y de moda en general, que Edie impone. Tiempo después sobrevino la ruptura con Wharhol, su amistad con el músico Bob Dylan (1941) y con el colaborador de éste, el cantautor Bob Neuwirth (1939-2022), con quien mantuvo una relación amorosa signada por marcados desencuentros y por el mutuo consumo de drogas.
Para 1967 comenzó a rodar la película underground: “Ciao! Manhattan”, que pudo finalizar en 1970. En julio de 1971 se casó con el joven actor Michael Post (1951), a quien había conocido en uno de sus últimos internamientos en hospitales psiquiátricos.
Edie Sedgwick falleció por sobredosis en Santa Bárbara, California, en noviembre de 1971. Tenía apenas 28 años.
Pensando en ella, en su vida aparentemente glamorosa, como bella flor de la noche traigo al recuerdo las palabras de Hemingway acerca de su amigo el escritor Scott Fitzgerald (1896-1940) en su libro “París era una fiesta”: “Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en un ala de mariposa. Hubo un tiempo en que él no se entendía a sí mismo como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado o estropeado. Más tarde tomó conciencia de sus vulnerables alas y de cómo estaban hechas, y aprendió a pensar, pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.
Como mencionaba párrafos atrás, nunca he creído que sobre el artista deba caer el manto oscuro de la fatalidad ¿Por qué tiene que ser así? Hay cientos de testimonios esperanzadores en el mundo del arte y la cultura, que dan fe que es posible un cambio de vida, cuando existe una derrota total ante el camino autodestructivo del alcohol y las sustancias. Emprenderlo sólo necesita nuestra buena voluntad, el solidario auxilio de la psicoterapia grupal; y desde luego, de la ciencia de la psicología y la psiquiatría, si fuere el caso, pero no es imposible, quien esto escribe lo testimonia.
El mundo, a pesar de todos los pesares, continúa siendo hermoso. Aprender a vivir la vida sin alcohol y drogas nos llevará, con paso lento, pero seguro, a la verdadera liberación.
Nunca es tarde para iniciar este camino salvífico tanto para artistas o escritores, como para cualquier persona, sin importar su condición. Basta que exista disposición a parar el consumo de estas sustancias, lo demás ocurrirá sin lugar a dudas.
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