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UNA GENERACIÓN ENTRE MIS MANOS. Por Myrna de Escobar

 

Por Myrna de Escobar

Con 30 años de docencia en las aulas, he vivido buenas y malas experiencias con alumnos difíciles. Formar a las nuevas generaciones es, hoy en día, una labor titánica para el maestro, como no lo era en el pasado. El alumno llegaba educado y disciplinado desde casa, listo para aprender.

Hoy, por diversos factores, encontrar estudiantes comprometidos con su futuro no es lo común. Recibir todo solo ha fomentado la irresponsabilidad del padre quien muchas veces no asiste a reuniones ni a recoger notas de su representado, no verifica el cumplimiento de tareas, no educa en valores, aunque lo reciben todo. Una razón de ser, a mi parecer, es ser padres a corta edad, cuando no han terminado de satisfacer sus necesidades y deben atender las de alguien más. Padres a los 16 años, madres a los 12 años no están preparados para ejercer su rol con responsabilidad, ni madurez. Han truncado su futuro y no pueden hacerse cargo de los hijos que engendran. En consecuencia, nos llega una generación de alumnos abandonados a su suerte, carentes de afecto y confianza; a estos padres los entretiene el celular, mientras al hijo lo entretienen otros, la calle, los juegos virtuales en el peor de los casos. De su alimentación no se ocupa la familia. La dieta del sándwich y el fresquito de a cora, o la pupusa de frijol con queso, nunca serán un almuerzo completo; mucho menos, nutritivo, mientras los jóvenes padres están preocupados por el nuevo tatuaje, las uñas acrílicas o el tinte de cabello.

Los alumnos son el reflejo más claro de una sociedad en crisis, y lo más triste es ver cómo las situaciones de violencia marcan sus vidas, llevan a muchos jóvenes a dejar el hogar bien pronto, formar parejas y reproducir la pirámide de pobreza de la cual no logran deshacerse.

Los adolescentes esconden situaciones difíciles y cuando logran expresarlas con sus orientadores de aula pueden ser aconsejados y recibir el apoyo que necesitan a gritos para salir del miedo, la frustración o las penas vividas en los hogares. Como muestra de ello, aquí me permito señalar un ejemplo impactante para mí, en una de las clases de inglés.

El joven se me acercó para pedirme que leyera su texto, debían compartir una composición sobre un momento difícil y cómo lo habían afrontado. Estaba escrito en inglés. Me impactó leer entre líneas la palabra suicidio. Lo miré a los ojos y le pregunté si estaba seguro de compartir esa experiencia en la clase. Si, todos lo saben —respondió. En el papel confesaba su plan fallido. Decidió que era una carga para su familia porque se quejaban mucho de las penurias económicas que enfrentaban por culpa del alcoholismo del padre y la vida loca de su madre. Había otro hermanito y él con 12 años solo quería desaparecer del núcleo familiar.

Se encerró en el cuarto cuando todos se fueron, preparó la soga, colocó una silla al centro del cuarto, cerró la puerta con llave, desconectó el teléfono fijo y apagó su celular. Estaba decidido. Se ató la soga al cuello y tiró de ella poco a poco, con miedo. Dejó de sentir sus latidos, los ruidos de los carros y la gente por la calle se fueron haciendo menos perceptibles, los minutos pasaron; estaba decidido a tirar de la silla y morir por fin. De pronto, los ladridos del perro lo desconcentraron, se puso nervioso, se intensificó su angustia, a lo lejos escuchaba los latidos de su mascota más fuertes y cercanos. Su perro había olido su intención, arañaba la puerta con fuerza. Daniel no sabe explicarse cómo, pero el perro abrió la puerta de golpe y tiró de sus zapatos. Uno a uno, luego de sus calcetines. Creyó haber puesto llave a la puerta, pero su perro lo había salvado en el último instante. Logró desatarse la soga como pudo, estaba semiconsciente. Cayó al suelo mientras su perro lo lamía, desesperado. Se abrazaron y lloraron juntos. —me confeso—. Tras ese solemne momento, se dirigió a la sala, encendió el teléfono y llamó a su madre. Con tan mala suerte estaba ebria y no le prestó atención. Le colgó la llamada. Aguardó a la noche para hablar con su tía Jenny, ella lo escuchó y lo llevó a su casa, donde vive desde entonces. Al terminar de leer aquellas líneas, tan bien redactadas, pero difíciles de asimilar llegue a experimentar su vida entre mis manos. Me paralizó su testimonio. Sin duda. “Dios mandó a mi perro a salvarme de morir”, —puntualizó.

Una sensación extraña palpitaba en aquel papel entre mis manos, aquella confesión no hubiera sido posible sin su confianza hacia mí. Yo me pongo en sus zapatos porque una vez fui niña y una maestra adulta y responsable hizo su trabajo de referente para mí. Los maestros estamos llamados, sin ser santos, a esculpir el alma de cada uno de los estudiantes, a ser modelos de vida para las futuras generaciones. Estos, a su vez, serán los nuevos doctores que velarán por nuestra salud en la vejez, los maestros de nuestros nietos, las parejas de nuestras generaciones postreras, los nuevos profesionales de la patria en el futuro. Por eso me gusta mi trabajo, aunque sin el compromiso del padre de familia, todo se vuelve cuesta arriba, pero sigo ahí, al pie del cañón, por esos alumnos rescatables. Es mi forma de agradecer a las maestras cuyos cuidados y orientación oportuna formaron mi ser en la niñez. La señorita Tula. La señorita Gloria y la seño Arce son esos modelos de docencia que atesoro en mi memoria.

Finalmente, los alumnos compartieron sus textos en inglés, unos hablaron de cuando perdieron a su mascota querida, o se perdieron en un parque. Daniel leyó sus líneas en medio de un silencio sepulcral. Todas las miradas fijas en él, con empatía, luego los sollozos contenidos en las gargantas de todos. El timbre anunció el recreo, todos corrieron a abrazarlos, yo me quedé paralizada con el apunte en la mano. Sentí el frío de su alma en aquellas líneas palpitantes.  Aquella confesión era como tener su nueva vida entre mis manos.

 

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