Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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La fuerza no puede poner orden en un mundo tan convulso, donde proliferan cada día más los odios ancestrales, la discriminación racial y la intolerancia; personalmente creo que se requieren de otros cultivos más de familia, con apego firme a los derechos humanos y a la dignidad. Cuando se desvirtúa la educación en valores, los hogares han dejado de ser vínculo de unión y unidad, y hasta la misma libertad de expresión se halla amenazada, resulta muy complicado armonizar esta diversidad y, aún más espinoso, avivar sociedades incluyentes. Esto deberíamos tenerlo más en cuenta, pues la gente necesita sentirse hermanada solidariamente, comprendida; y, sobre todo, más respetada. Las tensiones inducidas por un sistema de producción irrespetuoso con todo, hasta con la propia naturaleza, y una cultura individualista del disfrute y el derroche, generan dentro de la misma sociedad un espíritu agresivo de intransigencia, como jamás hemos tenido en nuestra historia humana. Sin duda, somos una generación que no se halla, que vive en el tormento permanente, incapaz de hacer valer una locución más del corazón que de las máquinas. De hecho, cada día más mortales deciden vivir solos, sin entenderse ellos mismos, ni comprometerse con nadie, a su aire, con el regocijo absurdo de sentirse autosuficiente. En el fondo, al presente es fácil confundirlo todo. Nos hemos dejado adoctrinar por la falsedad, con la idea de que cada cual viva como le venga en gana, como si no hubiera moral alguna, principios que nos orienten o deberes que hemos de cumplir. Bajo este permisivo contexto, donde todo ha de permitirse, el amor también es otra mentira más, y el ideal matrimonial, termina siendo un objeto del pasado, arcaico, donde nadie se compromete con nadie, y cada cual mira por sus egoísmos particulares. Difícilmente así, desmembrados de toda familia, vamos a crecer interiormente y poder avanzar hacia sociedades verdaderamente apiñadas en un desarrollo más humanitario. Ojalá revisásemos nuestros proyectos en común, fuésemos más conciliadores, y también más genuinos. Está visto que, cuando nos desconectamos del amor, todo se desmorona y se torna insostenible. Nos hemos dejado robar nuestros propios sentimientos. Atrapados por las tecnologías, somos una máquina de pensar alocado, que se deja imbuir por las modas y convencer por cualquier juego de tronos.
Aún así, nos alegra, que la observancia del Día Internacional de las Familias de este año (15 de mayo), se centre en ellas y en sus políticas, en la promoción de la educación y el bienestar de sus miembros en general. Pero, ciertamente, más allá del gozo es arduo esperanzarse. Somos una generación endiosada en un conocimiento tan inhumano como mezquino, incapaces de vernos en los demás, e igualmente, irresponsables a más no poder. Cada cual vive para sí, usa y tira, se aprovecha y oprime, gasta y consume, acorde con sus deseos, sin establecer límite alguno. Imagino, por consiguiente, que necesitamos reencontrarnos, sentirnos más parte de un todo, ser más generosos ante una atmósfera de poder excluyente, que esclaviza sin compasión alguna. Con demasiada frecuencia, tener un empleo no garantiza la posibilidad de escapar de la pobreza. ¿Dónde está el derecho de todos a compartir el progreso? Mientras unos privilegiados lo tienen todo, para derrocharlo en su exclusivo divertimento, otros no tienen nada y no pueden ni quejarse, permanecen sin voz, en la marginalidad más deprimente. Es fundamental, por ello, valorar el rol de la dependencia de unos y de otros, y de la escuela como ámbito esencial de conciencia crítica, para poder avivar otros estilos de vida más justos y solidarios.
Hoy más que nunca nos falta esa actitud de ser yo mismo, de prestar un servicio desinteresado, paciente, en disposición de hacer el bien, sin alardes, con la humildad de un corazón siempre en guardia, ante la propia vida que es un todo en común, en una diversidad conciliada o reconciliada. Las políticas de conciliación del trabajo y la familia son, precisamente, el compromiso de los gobiernos con el bienestar de las gentes y el adeudo del sector privado con la responsabilidad social de propiciar otra atmósfera más acogedora, en la medida de donarnos tiempo, cuando menos para reflexionar y saber convivir, tanto en el orden, como en la tranquilidad; ya que si importante es dignificar a la persona humana, la defensa de la unidad social y particularmente de la familia, es igualmente vital para perpetuar el linaje, cada día más amenazado por tantas fuerzas contrarias al sentido humano, gravemente enfermo, y que hay que sanar en nombre de todos los que amamos la vida. Desde luego el futuro está en el diálogo respetuoso, en la convivencia sin exclusiones, en el encuentro comprensivo y reconstituyente de un mundo más habitable. Muchas religiones ya son conscientes del valor que reviste esta promoción de amistad a través de sus diversas tradiciones. Confiamos, de igual forma, que los líderes de los diferentes campos de la actividad política y económica, tomen conciencia del fenómeno de las migraciones y activen la concordia como parte del pasaje humano.
De todos modos, confirmo una vez más, que toca reencontrarse para poder cohabitar y coexistir. No podemos desanimarnos frente a las dificultades e incomprensiones. Siempre las habrá. No se pueden ignorar, entre otras cuestiones, este afán competitivo verdaderamente agresivo, tampoco las riadas de violencia y salvajismo que se producen a diario en cualquier parte del planeta, pero también hay realidades que nos llenan de ilusión, como puede ser la práctica de un deporte, con lo que ello conlleva de celebración festiva y de convivencia amistosa. Sin duda, el verdadero deportista, aparte de enseñarnos el valor del sacrificio, de la lucha, del respeto y de la responsabilidad, nos educa a trabajar en equipo con la valorización de cada uno. En efecto, pienso que nos falta instrucción, ya no solo para vivir como hermanos, también para trabajar como consanguíneos, sin que nadie se pierda por el camino. Lo decía en su tiempo el filósofo inglés, John Loche (1632-1704): “Dios ha creado al hombre como un animal sociable, con la inclinación y bajo la necesidad de convivir con los seres de su propia especie, y le ha dotado, además, de lenguaje, para que sea el gran instrumento y lazo común de la sociedad”. Ahora bien, cuando las ideas corrompen y desentonan como viene sucediendo, nada es lo que parece y hasta el mismo pensamiento se contamina, lo que dificulta cualquier convivencia entre sabidurías.
Es la ocasión de recordarnos la expresión que han de tener los sistemas económicos, el de servicio al ser humano y en beneficio del bien colectivo. Junto a esto, siempre una música respetuosa, que no engañe, pues cada ciudadano es algo más que un mero consumidor de mercado. Dejémonos reencontrar en la libertad y, desde esta apertura de conciencia, abrazar lo auténtico.
Querer es poder. Y una vez hallados, no debiéramos dejar en el olvido lo que es innato en nosotros, la poética del abrazo.
En nuestros días, acaso más que ayer, la ciudadanía necesite sentir ese afecto como cercanía. Pero cuidado, que ya en su época el novelista ruso Dostoievski (1821-1881), decía para sorpresa suya, que: “cuando más quería a la humanidad en general, menos cariño le inspiraban las personas en particular”. Ya saben, lo del hombre es un lobo para el hombre. Sea como fuere, yo prefiero quedarme con la consigna, de que a un ser humano solo le puede acoger y amparar otro ser humano.