Álvaro Darío Lara,
Escritor y poeta
En una humilde pizarra ubicada en la sala de fisioterapia de un hospital nacional, leí hace unas semanas el siguiente pensamiento, escrito amorosamente en «letra grande de molde»: «No te entristezcas con la actitud de algunas personas, conserva tu serenidad. La rabia y el enojo hacen mal a la salud. El rencor daña el hígado y la cólera envenena el corazón».
Sabias palabras, su autor anónimo, cobra vida mediante la ágil y constante mano de don Ernesto Recinos, empleado de la institución, quien no descansa en regalarnos a los pacientes de ortopedia, tan hermosos y útiles pensamientos. A él está dedicada esta columna, y a todos los salvadoreños, que siguen los pasos del Santo de Asís, y de su maravillosa oración: «Señor, hazme un instrumento de tu paz; /Donde haya odio, ponga amor; / Donde hay ofensa, perdón; / Donde hay duda, fe; /Donde hay desesperanza, esperanza; / Donde hay tinieblas, luz; /Donde haya tristeza, alegría».
Lamentablemente constatamos a diario, cómo se han deteriorado los niveles de convivencia social: en el trabajo, en el tráfico vehicular, en la escuela, en la familia. Es decir, en los ámbitos más próximos de la vida cotidiana.
Nos vemos unos a otros, como enemigos. Actuamos a la defensiva, hiriendo, siendo agresivos, al menor indicio –cierto o infundado- de cualquier aspecto que pueda vulnerarnos.
Crímenes espantosos ensombrecen la faz del país. Crímenes que tienen a su base, el odio, la intolerancia, la venganza, la falta absoluta de voluntad para resolver por vías civilizadas las diferencias. Así se trate, de conflictos entre parejas de amantes, vecinos, compañeros de labores o rivales dentro del sórdido mundo de la delincuencia. Las cifras erizan los cabellos. La violencia ciega la vida de todos: hombres, mujeres, infantes, adultos mayores, personas de la diversidad sexual.
Impera en nuestra atmósfera social una fuerte incapacidad para lograr entendimientos a todo nivel. Y a pesar de los esfuerzos que realizan algunas instituciones, existe una cultura de la violencia, tan arraigada, que pareciera imposible vislumbrar su erradicación. Sin embargo, como nos decía un apreciado profesor jesuita, experto en el filósofo del lenguaje Mijaíl Bajtín, el padre Eduardo Valdés: «no hay que perder la esperanza».
La esperanza que no radica en esperar a que la habitación propia y nacional se ilumine como en un fenómeno sobrenatural. Sino la esperanza que construye el mañana, con el activo presente, abonando a la rosa de la paz, podándola, protegiéndola de las inclemencias, hablándole con amor.
El sabio de Ojai, Krisnamurti, no deja de recordarnos: «Si una persona hiciera alguna cosa que tú creas pueda causarte daño; o dijere algo que creas se refiere a ti; no pienses enseguida: ´Éste quiere ofenderme´. Muy probable es que ni siquiera haya pensado en ti, porque cada alma tiene sus propias dificultades, y sus pensamientos giran principalmente en torno de sí misma».
¡Gracias, don Ernesto, por insistir en esas gotas a favor de la sana y fraterna convivencia!