Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Caminando a inmediaciones del ahora llamado pomposamente “centro histórico” de San Salvador (antes decíamos simple y llanamente “el centro”, y era, definitivamente, el centro), por un barrio otrora señorial, caracterizado por edificaciones que oscilan entre el art nouveau, el art déco, el neoclásico tropical y el encantador neocolonial, fui testigo de un suceso digno de esta columna.
En dicha zona, ahora, pululan cantidad de establecimientos dedicados al descanso reparador de los viajeros, urgidos de un buen lecho, dadas las proximidades de la estación de autobuses internacionales “Puerto Bus”; pero también (para regocijo de muchos), sus bienhechoras puertas se abren obsequiosas, al amor. A ese tipo de amor apremiante, fugaz e intenso, que no repara si se consuma en pleno mediodía, casi de madrugada o en las horas más insospechadas.
Detrás de las coloridas y tradicionales cortinitas, que saludan en el umbral de estas antiguas residencias, se alcanza a divisar un brillante y oloroso corredor, y un soleado patio, atravesado por alambres, en los cuales se mecen inmaculadas sábanas blancas, cobertores, fundas y más de alguna almohada, que atestiguan furias ya aplacadas e higienizadas de pasados romances.
Estos templos de Afrodita, son bendecidos además, con los servicios de portentosas damas, que a escasos metros, saludan con gentileza y cariño, preferentemente, a los hombres jóvenes y de edad mediana, que transitan por esas calles y avenidas. Señoras que superan las cinco décadas, constituyen el núcleo más aguerrido, provocador y audaz de este glorioso ejército del amor.
A fuerza de peregrinar cotidianamente por estas arterias, en búsqueda de las viandas del almuerzo, el susodicho que esto escribe, es ya saludado con familiaridad, y sin el menor ímpetu comercial, por estas féminas (no hay que descartar mi humilde y enfermo aspecto).
Sucedió que un bendito día, justo al pasar por estos sacrosantos lugares, escuché una fuerte voz, proveniente de una parvada de jóvenes y viejos obreros de la construcción, que se conducían en la cama de un automotor, entre abundante ripio.
Iban estos bullangueros trabajadores, sudorosos, renegridos, con sus botas de tractor y sus uniformes sucios. Aprovechando la lenta marcha del carro, producida por el congestionado tráfico, un hombre mayor se dirigió a una de las venerables señoras, inquiriendo soezmente por el monto del servicio ofrecido, y, atrevido, ofreciendo gráficos detalles de la particularidad requerida. La dama, sonriendo, altiva, bella, en perfecto control, después de exhalar una bocanada de nicotina, alzando una de sus dibujadas cejas, le respondió suavemente, y con un donaire propio de la más alta aristocracia urbana: “¡Cuando venga… le voy a decir…!”.
Demás está narrar, que las carcajadas y las burlas al preguntón, todavía se escuchaban cuando el vehículo dobló en la siguiente esquina. La dama, al verme también reír, continuó: “¡Se imagina! ¡Si este cuerpo, no está hecho para cualquiera, el que tenga interés que venga! ¿No cree…?” Yo asentí respetuosamente, y me fui pensando en la maravillosa lección de dignidad que nos impartió esta mujer de tan antiguo y especialísimo oficio.