Myrna de Escobar
La curiosidad me llevó un día de estos a recordar esas calles olvidadas del Centro de la capital. Una ciudadana americana de origen salvadoreño guío nuestros pasos por esas avenidas que un día pisé temerosa.
De niña muchas veces recorrí esos caminos de la mano de la abuela Lucia, en mi adultez fueron las mismas calles que durante un par de años me llevaron hacia ENSETEC, lugar donde desempeñé mi primer trabajo como maestra de inglés. Desde el 96 no había vuelto al centro histórico. Era peligroso ir al centro, las rutas de buses fueron desviadas, y que decir de la criminalidad. Sin embargo, hoy que la seguridad se respira, recorrer sus calles despertó tantas memorias.
Ana María ilustró sus recuerdos en cada portal, los nombraba y enunciaba sus vivencias como la de haber subido y bajado por las primeras gradas eléctricas en el país. En el antiguo edificio del Banco Hipotecario. Hoy en su lugar se construye una moderna biblioteca. Entré por primera vez al Palacio Nacional, mismo que de niña admiraba. Imaginé a las mujeres de la época, sus vestimentas, hermosos sombreros y ricos perfumes, candelabros y mobiliario importante al estilo de Luis XV. El sitio es impresionante. Ana María, en cambio, evocó sus visitas de niña al palacio donde antes se albergaban oficinas de gobierno y la Asamblea Legislativa. Fue gratificante para ambas traer a la memoria esos recuerdos dormidos. Su madre trabajó en el Palacio Nacional, su hermana fue secretaria en una importante firma de arquitectos en el edificio Letona. Me señaló donde quedaba el café Bella Nápoles, lugar de frecuentes encuentros de poetas en la otrora época de la guerra. Nos sentamos en un café a contemplar escenarios bajo una hermosa pintura del Teatro Nacional. Ella recordó su baile ahí. Fue un evento de párvulos de su colegio. Por mi parte, recordé mi primera visita al Teatro, ese lugar de ensueño al cual nos llevaron de parte de la escuela. Ver la realidad desde un palco alfombrado cambia la perspectiva de las cosas. Yo tenía 10 años y mis generaciones anteriores no habían tenido escuela.
Mis memorias difieren de las de mi acompañante, vecina mía. Ella conoció a la familia de mi esposo, vivían en el mismo edificio. Su madre, doña Irma, de grata recordación, fue una señora dulce, amable querida y reconocida por todos. Ellos emigraron a escasos años de recrudecer la guerra. Hoy junto a Ana María atestiguamos con sorpresa los cambios en nuestra sociedad. Un país convulso donde los muertos y el crimen en todas sus formas de expresión nos habían convertido en un estado fallido. Lo peor de todo, nos habíamos habituado a vivir presos de la incertidumbre.
Mientras caminábamos por el antiguo edifico Rubén Darío, el sonido ensordecedor de la metralla era solo un vago recuerdo. Testigos o víctimas, vivimos esos años cruentos de la guerra. Luego el horror mutó asfixiando la libertad que solo en el himno nacional se proclama.
Ana María tomó muchas fotos, reconocía los edificios antiguos. Se impresionó con las Araucarias, 5 árboles gigantes en el interior del Palacio Nacional. A mi mente, sin embargo, venían las imágenes de mi madre y mi abuela caminando descalzas hacia el mercado central, con una red de yuca, carbón u hortalizas del volcán. La sabrosa horchata o la cebada en huacalito de morro en un puesto del mercado, la melcocha, los dulces de pilón, el dulce favorito de la abuela o el alboroto; infaltables golosinas de mi infancia. Me vi de niña saboreando los caramelos que el abuelo compraba, en papel empaque. No conocía otros dulces. Con el deceso de la abuela, deje de frecuentar sus mercados, me perdía siempre y eso enojaba a la abuela. Me embebía viendo las imágenes de las vírgenes y después no sabía cómo volver donde debía esperar. Admiraba sus cabellos largos y sus hermosos ojos tristes. A diferencia de mi hermana, yo me perdía hasta en la Tiendona. Con ella hicimos una que otra compra juntas, hilos, madejas, mantas de serenata, agujas de crochet y demás cosas en La Mariposa. Con la tía Angela, un par de veces, fuimos al telégrafo a poner un telegrama. La abuela hablaba del Cochinito, pero no recuerdo haber entrado ahí. Ana María, por su parte, habló de un restaurante italiano que junto a su familia frecuentaban, o la discoteca donde solía ir a bailar con sus amistades.
Hoy en día es fácil ir al centro de la ciudad. Antes uno se exponía a perecer arrollado o ser insultado por los vendedores si las multitudes te hacían tropezar con sus puestos de ventas, cada vez más extendidos. Hoy muchas calles han sido recuperadas, y lugares como la iglesia El Calvario han sido redescubiertos. Antes, en los alrededores, había mercado negro, puestos de hierbas, velas, candelas de cebo de todos los colores e inciensos para muertos o trabajitos esotéricos. Nunca acompañamos a la abuela a la iglesia El Calvario. Ella decía que era lugar peligroso, zona de brujería, y ladrones, según me acuerdo.
La Catedral Metropolitana, escenario de espantosos momentos de zozobra, atestiguó entre otras cosas el ametrallamiento a los fieles asistentes a la misa de cuerpo presente de nuestro Monseñor Romero, declarado santo el 18 de octubre del año 2018 por el Papa Francisco Bergoglio. Ana María comentó como su madre, Doña Irma, quedó atrapada en el edificio de una emisora católica, a un costado lateral de la iglesia. Tuvo suerte de refugiarse en el lugar. La plaza estaba llena. Por su parte, mi abuelita consideró imprudente asistir y nos quedamos en casa. Fueron semanas de duelo, de abandono profundo. Sus homilías acompañaban nuestros desayunos dominicales y desde el pulpito él destacaba los hechos de la semana. Era la voz de los sin voz. Yo tenía 10 años, desconocía el credo de Ana María, hasta ese momento. Le compartí lo de mi foto con monseñor Romero, en ocasión de mi Primera Comunión, en 1979.
Dos días más tarde visitamos los mismos sitios en familia. La experiencia fue diferente. Mi esposo recordó un lugar donde solían comprar. El Cochinito. Hoy en su lugar está el Supermercado Selectos. Las estatuas vivientes, edificios emblemáticos como la Catedral Metropolitana, el Teatro Nacional y el Palacio Nacional iluminados, un restaurante cubano, cafés abiertos, plazas llenas de nacionales y extranjeros completan la escena. Almacenes Schwartz, Bicard, la Librería Hispanoamérica, y El almacén Riviera son solo recuerdos. El Portal La Dalia y el Portal Sagrera siguen de pie, saludando a la gente, la Plaza Libertad y la Plaza Gerardo Barrios se imponen al lente de las cámaras, la riqueza arquitectónica de numerosas edificaciones es admirable. Los mini conciertos callejeros están a la vista. La gente baila, canta, bebe café, celebra la vida y olvida por un rato, en completa libertad, aunque la economía sigue siendo difícil, como en todas partes.
Por primera vez no estábamos ahí por compras o trabajo. Nos sentimos como turistas en un mundo nuevo, admirando un paisaje olvidado. Fue gratificante sentarnos en la plaza y contemplar la historia frente al palacio, sin mirar el reloj o preocuparnos de cómo por volver a casa. Coreamos una canción de Los Enanitos Verdes. Al ritmo de guitarra eléctrica y palmas el concierto callejero estaba garantizado.
Mis hijos no lo disfrutaron como nosotros porque rara vez han visitado el centro histórico. Para ellos la historia no contada está en los libros, no en la escuela. Aman la lectura, como yo. Mientras tratábamos de ingresar a la iglesia El Rosario, contiguo a la plaza Libertad, vimos unas estatuas de Fray Bartolomé de las Casas, Cristóbal Colón, la Reina Isabel. Todos españoles, por fin. Acotó.
Un helado nos esperaba tras observar las ruinas del antiguo edificio de ENSETEC, cerca del parque Libertad. Mis hijos tomaron fotos y partimos en autobús, como hacia tanto tiempo no lo hacíamos. Un recorrido, cuatro generaciones distintas, una mirada. Muchos nos antecedieron a ese viaje sin retorno, pero nosotros podemos vivir los cambios, el mundo es testigo.